Más que escritor, crítico, dramaturgo y periodista –que todo eso fue–, Eduardo Robreño fue un gran conversador. En la sembalaza que le dedicara, ese otro gran conversador y periodista que es Ciro Bianchi, este asegura que si se hubiese recogido todo lo que Robreño habló para la radio y la televisión y en las tertulias que animó, su obra crecería notablemente.
Perteneciente a un linaje estrechamente ligado al periodismo y al teatro, Eduardo Robreño (La Habana, 1911-2001) –a diferencia de su padre Gustavo y su hermano Carlos– comenzó a escribir ya entrado en años. Rondaba el medio siglo cuando una convalecencia le hizo tomar la pluma y el papel y verter en este lo que por décadas había incubado. Herencia, ingenio y memoria tenía de sobra para ello.
Hasta entonces, se había dedicado a la abogacía –había estudiado Derecho– y los negocios, había trabajado en algunas emisoras y hasta había cantado tangos en la radio, pero una vez que tomó el camino de la escritura y los medios de comunicación, ya no saldría de él prácticamente hasta su muerte.
Escribió crónicas, textos costumbristas, obras teatrales, colaboró con la revista Bohemia y la televisión cubana, fue autor de una Historia del teatro popular cubano y asesor del filme La bella del Alhambra. Tuvo diferentes secciones y programas en la radio, como Memorias y La hora de la confronta, y fue protagonista de tertulias y charlas en las que mostró su don indiscutible para la conversación.
Dos temas centraron gran parte de su obra: La Habana y el teatro. De ambos sabía como pocos. Hombre memorioso y de un criollísimo sentido del humor, Robreño disertó lo mismo oralmente que por escrito de figuras, sucesos y lugares que conoció de primera mano o a través de las palabras de otros, como buen lector y oidor que también fue. Y todo ello con chispa, con amenidad, con gracia.
Afortunadamente, muchos de aquellos hechos y saberes no se perdieron en el aire y terminaron en las páginas de libros como Cualquier tiempo pasado fue…, Y escrito en este papel, Como me lo contaron, te lo cuento y Como lo pienso, lo digo. Sus títulos hablan por sí solos.
De uno de esos libros, que merecen sin dudas nuevas ediciones, escojo entonces una de sus características historias, en la que el autor funden sus dos universos preferidos para descubrir a los lectores una simpática estampa de época. Una anécdota que, más que escrita, parece contada de cerca, café o trago en mano, al amparo de su prodigiosa memoria.
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Se sintió Hatuey
La Habana fue desde fines del siglo XVIII excelente plaza teatral, donde la afición y el buen gusto por el teatro eran reconocidos por distintos conjuntos que nos visitaban. Bastará con consultar el minucioso y bien documentado tomo de la Historia del teatro en La Habana, de los señores Edwin Teurbe Tolón y Jorge A. González, para convencerse de ello.
Esta inclinación favorable del público habanero continuó a través de todas las épocas. En oportunidades llegaron a funcionar en nuestra capital más de media docena de teatros, en los que se representaban distintos géneros.
Pero hubo momentos en que pareció que nuestro público perdía su interés por las audiciones teatrales. Uno de esos infortunados períodos se produjo alrededor de 1930. Crisis económica, situación política inestable, agudizado todo ello por el advenimiento del cine sonoro, hizo que de La Habana huyeran los brillantes elencos que otrora la visitaban y hasta nuestro teatro vernáculo, representado exitosamente durante décadas por el género alhambresco, comenzó su etapa decadente.
No obstante, había algunos chispazos que lograban el favor del público. Uno de ellos fue el llamado Theatrical Tent Cents, que bajo la tutela de los conocidos empresarios Santos y Artigas, comenzó a actuar en el Teatro Nacional.
Era el momento estelar de la infiltración norteamericana en Cuba y como el propio nombre del espectáculo lo indica, hasta para ir al teatro había que “americanizarse”.
Era este una sucesión de cuadros sencillos, en la que no se ofrecía nada de particular. Indistintamente se llevaba a la escena el tango de moda, la canción del momento, la eterna pareja de bailes españoles y la rumba mixtificada. Cosas sin mayor trascendencia y no siempre interpretadas de la mejor manera. Desgraciadamente, algunos espectáculos de cabaret y programas “estelares” de TV mantienen aún la misma tónica.
Había siempre un número de fuerza que actuaba como “gancho” durante dos o tres semanas. La inconmensurable Rita, el Trío Matamoros, el cantante Collazo, cumplieron ese papel en distintas oportunidades. En cierta ocasión esa labor recayó en el tenor santiaguero Emilio Medrano, cantante de grandes facultades, quien después de algunos años de estudio en Italia había regresado a la Patria, y obtenido sonados triunfos con sus interpretaciones en Niña Rita y otras zarzuelas de nuestro mejor género lírico.
Medrano se presentaba invariablemente durante los quince días de su actuación, interpretando un conocido canto de guerra titulado Hatuey, original del maestro Eliseo Grenet. Al caracterizar al rebelde cacique dominicano se adelantaba al público en actitud desafiante y con peculiar modo de cantar (hacía gestos exagerados en la vocalización) noche tras noche le decía:
¡Yo soy Hatuey!
¡yo soy siboney!
Yo a las almas redimo
¡Hatuey!
Más sucedió que un domingo por la noche, con el teatro lleno en toda su capacidad de un público que “se las traía”, al adelantarse para entonar su número, solamente pudo decir las dos primeras frases:
¡Yo soy Hatuey!
¡yo soy siboney!
De las localidades altas del coliseo salió una inconfundible voz, con acento español, que le dijo:
–Tú lo que eres es un come m…
El escándalo y la risa demoraron más de media hora la continuación del espectáculo.
Contando la ocurrencia, el simpático Medrano decía que en aquel momento hubiera querido ser de verdad el cacique Hatuey, pero en el trance de su suplicio en la hoguera… y que seguramente le habría preguntado al confesor que lo acompañara en tan difícil situación, si “por allá arriba también había españoles”.