El trabajo es, por definición, no solo un medio para la reproducción simple sino también de movilidad social ascendente. Y un valor al que se le rinde una pleitesía muchas veces casi obsesiva, como ocurre en la cultura protestante, venida al mundo “con el arado en la mano y la Biblia en el otro”.
En esa cultura existen expresiones como work-alcoholic people, gente que se rompe el lomo de sol a sol y apenas tiene tiempo para otra cosa, cualquiera que sea su posición en la estructura laboral. Y a menudo con varios trabajos a la vez. Tenerlo o no marca entonces la diferencia entre vivir o no debajo de un puente y acceder a determinados niveles de bienestar y consumo. Un empleo siempre se defiende a capa y espada en este mundo ancho y muchas veces ajeno.
Trabajar implica compromiso, responsabilidad y eficiencia, categorías más bien raras en la Isla. Acciona aquí un humus histórico: bastaría solo recordar que en el siglo XIX José Antonio Saco consideró necesario escribir un opúsculo contra la vagancia, uno de los peores lastres coloniales que desde entonces quedó como fijado en piedra y no pudo ser resuelto ni con campañas (“el que no trabaja, no come”), ni con leyes como las promulgadas en los años 60 y 70.
“En la hamaca”, el poeta santiaguero Diego Vicente Tejera estampó un beatus ille tropical ilustrativo:
O me duermo al vaivén lento
de la hamaca, o me recrea
contemplar
cómo, al impulso del viento,
el cañaveral ondea
cual un mar.
Si la alienación consiste, entre otras cosas, en que la actividad productiva se reduce únicamente a que el trabajador gane suficiente dinero para poder sobrevivir, Cuba sería uno de los países menos alienados del globo. En efecto, quienes no trabajan no viven, precisamente, debajo de ningún puente.
Siguiendo el pulso de la realidad misma, economistas y estudiosos de distintas tendencias, corrientes y posicionamientos –tanto de dentro como de fuera– han subrayado la pérdida del valor del salario desde el llamado Período Especial hasta hoy. Sin embargo, por lo regular se ha obviado mencionar / discutir la existencia de ciertos componentes históricos presentes en el imaginario nacional que asumen de manera negativa el trabajo, al considerarlo un castigo que obstaculiza, según esa peculiar escala, el objetivo supremo de la vida: el goce de los sentidos, “la gozadera”, constructo nacido durante la economía de plantación y magnificado durante la República; en el primer caso, como parte de la cultura de resistencia del esclavo; en el segundo, del relajo y el choteo, insuperablemente estudiado por Jorge Mañach en un ensayo clásico.
Fernando Ortiz lo advertía ya en Entre cubanos (psicología tropical), en 1913: “la bobería es nuestra muerte civil”. De ahí la percepción, en última instancia, del trabajo como una actividad alienante de la “esencia humana”, según lo resume un merengue popularizado en 1954 por Alberto Beltrán y la Sonora Matancera:
A mí me llaman el negrito del batey
Porque el trabajo para mí es un enemigo
El trabajar yo se lo dejo todo al buey
Porque el trabajo lo hizo Dios como castigo.
O como lo hace este son de Ignacio Piñeiro, reciclado de sus archivos por el poeta e investigador Sigfredo Ariel, grabado por el Sexteto Occidente en 1926 y socializado después, con distintas variantes textuales, por todo el Caribe hispanohablante:
Yo no tumbo caña
que la tumbe el viento
que la tumben las mujeres
con su movimiento.
La crisis cubana acentúa esa desvalorización del trabajo e incluso le transfiere un signo positivo al robo, al mercado negro y a otras actividades de la economía subterránea, resumidas en la frase “en la lucha”, peculiar resemantización del discurso y los eslogans de los años 60. Un buen paradigma es “Lucha tu yuca”, de Raymundo Fernández Moya, tonada concebida en el Alamar profundo, en la que se acude a la población autóctona –los llamados “indocubanos”— y se subvierten de manera alevosa, y con irreverencia, los códigos idílicos y a la vez manipuladores del romanticismo siboneyista del siglo XIX.
El tema musical de Ray Fernández apela a resolver mediante “la lucha” los problemas económicos y alimentarios en medio de la dualidad monetaria, una de las contradicciones más gruesas de la realidad nacional desde 1993 y asignatura todavía pendiente de las reformas:
…Tú, tú lucha tu yuca taíno, lucha tu yuca,
lucha tu yuca taíno, lucha tu yuca.
(…)
¡Ay!, trabaja, trabaja cómo suda el indito
al que todavía pagan con espejitos
en las horas de ocio juega al batos un poquito
porque está caro, muy caro el areíto.
Que la jugada está apretá,
todo el caney lo sabe,
que no abunda el taparrabo
y no alcanza el casabe,
que está cara la magia y más la medicina,
¡Ay!, que se nos prostituyen las taínas.
Mis amigos economistas aseguran que el problema no se solucionará con llamados a la conciencia, que no han operado en el pasado, sino con una estructura económica organizada, funcional y eficiente. Pero en el largo camino hacia la utopía seguirá un sentido distinto de la lucha: “no cojas lucha” –otra expresión de “muerte civil”, siguiendo a Ortiz–, con sus rebrotes en coyunturas caracterizadas por medidas de ajuste y austeridad que producen, inevitablemente, impactos psicológicos varios sobre las personas. Se trata, de hecho, de un llamado a no hacer, a cruzarse de brazos, a dejarle la salida a otros, en lugar de la gestión individual o las soluciones socialmente concertadas (en otras culturas, la actuación individual hace la diferencia, al menos en el credo). Y que se recicla en las calles con una frasecilla, continuadora a su modo del “aquí lo que no hay es que morirse”: “Suave pa’ que se te dé”.
De Manuel Moreno Fraginals es esta verdad: “El deterioro económico puede ser recuperado a corto o mediano plazo, pero el deterioro cultural puede ser definitivo y la dependencia cultural mucho más honda que la dependencia económica. Crea nexos, escalas de valores y patrones de comportamientos que marcan a generaciones enteras”.
Muy bueno este artículo, especialmente por el caudal de información que reúne sobre el tema y que exista dispersa en la cultura cubana. Solo agregaría una anécdota: Una persona amiga y encargada de dar aprobaciones a gestiones de la población, tiene una frase: lo mío es hasta aquí. Se refiere a que ella tenía limitada desde “arriba” su accionar de forma muy cuadrada, invariable. Cualquier interpretación del problema que se desviara un milímetro, tenía que decidirse “arriba” Como conozco esa persona, se que su accionar proviene del “techo” que se le ponen a los funcionarios incluso de forma bastante represiva para la toa de decisiones. No es que las personas sean vagas. Muchas veces la burocracia desde “arriba” no permite desarrollar iniciativas y resolver problemas concretos. Lo mío es hasta aquí.