Hace cuestión de una semana la Cinemateca de Cuba comenzó a proyectar todas las películas en las que aparecía Marilyn Monroe; y este viernes tres cubanos: Juan Carlos Cremata, Reynaldo González y Manuel Herrera abrieron un panel para conversar sobre la actriz norteamericana. El panel y el ciclo ─que ese extiende todo agosto─, no por gusto, se llaman Marilyn, el mito.
A las 2 y a las 5 de la tarde se llenan las butacas de una pequeña salita, la Charlot, que se encuentra sobre el cine Chaplin. La mayoría de las cabezas peinan canas, pero los ojos no tienen edad. Durante la media hora previa a la proyección de la película conversan de tiempos pasados, de filmes que los más jóvenes nunca han visto, conversan sobre la rubia.
Uno saca un pullover que tendrá unos 15 años, bastante deteriorado, pero que lleva una foto de Marilyn. No se lo pone, confiesa, pero tampoco quiere deshacerse de él. Hay un joven que siempre va y ocupa el primer asiento, no conversa, pero ─al parecer─ sigue atento el debate.
Uno allí asegura que el mejor filme de la historia del cine es El padrino, y uno de pronto se pregunta, con esos gustos confesos, qué hace allí ese hombre esperando Los caballeros las prefieren rubias, un musical de enredos femeniles, frívolo, brillantemente frívolo. Pero basta con que la oscuridad de la pantalla se haga sobras de luz para que la respuesta surja rotunda, y para que, pasado un tiempo, nadie se pregunte ya nada.
Allí está Marilyn Monroe. Este años se cumplen 50 años de su (asesinato o) suicido y la sangre continúa subiendo a nuestra cabeza cuando la vemos aparecer, cuando arquea las cejas casi como una seductora damita de cine animado. Marilyn además sabe deslizar los labios sobre la dentadura cuando habla, como si pronunciara con más precisión, así, las palabras. Y mueve los hombros y las caderas. Y tiene la voz de mujer madura y el tono de niña…
Tanto que la he visto en fotos en casa de un amigo ─ahora que lo pienso, algo obsesionado con su figura─ y solo ahora descubro que su belleza nació para la imagen en movimiento.
Allí en la salita Charlot, un dibujante intenta en la penumbra atrapar las curvas de aquella mujer en una libreta, y pasa las hojas con nerviosismo cada un tiempo. Parece que no lo logra.
Después de que el sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal escribiera su célebre Oración por Marilyn Monroe, no es necesario insistir en la idea de que la actriz norteamericana ha pasado a ser patrimonio de todos los cinéfilos. Y como los cubanos que compartieron con ella el almanaque recuerdan mejor su imagen que la de otros compatriotas, bien está que reclamemos su mito como propio.
Pero solo eso. Marilyn ofreció a todos el mito y reservó quizás solo para sí la verdadera historia. Incluso en filmes rudos del oeste como El río sin retorno se niega a interpretar una mujer golpeada por la vida y por los hombres, resignada, amargada. Los críticos fueron severos con su aparición en esa película, pero como bien dijo su psiquiatra durante el velorio, la actriz siempre disfrazaba los segmentos áridos de su biografía y los presentaba como pasajeros, quizás hasta felices.
Nada justo sería mencionar el mito de la Monroe sin reconocer que solo una inteligencia de mujer férrea puede elegir esa alegría deslumbrante que a todos nos hace tragar aire, después de un pasado tan revuelto.
La belleza que la hizo triunfar en la pantalla le costó dos violaciones en la infancia. Y quizás la experiencia de saltar de un padre adoptivo a otro la llevó a concluir que es crucial sonreírle al mal tiempo y a los buenos días.
De todas formas, y hasta por ella misma, ahora que se apagan las luces y comienzan a rodar los créditos de una película suya, todos preferimos vivir el mito como lo hizo ella en su tiempo; pretendemos que hace 50 años se fue a un viaje muy largo, olvidamos que su pelo no es rubio y creemos ─es tan convincente─ que su sonrisa lujosamente blanca seguirá ahí cuando se apaguen las cámaras.