El Ambia, menos conocido como Eloy Machado, odiaba que le tomaron fotografías. Hasta que se convenció de que era un poeta y Efigenio Ameijeiras le convenció de que, para que lo conocieran, hacia falta un poco de relaciones públicas.
En su fuero interno creía que una fotografía podía arrebatarle una parte de su alma, pero cuando Efigenio le dijo que se dejara fotografiar, el Ambia lo vio como una orden, porque Efigenio según decía, lo había sacado del “hueco”.
Fue lo que me contó el Ambia en abril del año pasado cuando nos vimos por última vez en el Hurón Azul de la Uneac y le pedí que me dejara fotografiarlo. La imagen la tenía bien clara en la mente. Quería que fuera en la barra del Hurón, en blanco y negro. “Mira, portugué, me gusta esa foto que me tiraron hace muchos años”, dijo apuntando hacia imagen suya colgada en la pared.
Pues así fue. Hicimos un par de fotos y ninguna realmente me cuadró hasta que le dije, “Ambia, pide una cerveza”. Se la sirvieron, tomó un buche, se pasó la mano por la barbilla y miró al lente. Clic, clic, clic. Hecho. Tenía la foto. Le enseñe en la pequeña pantalla de la Leica D2 digital y comentó: “Ya la tienes. No jodas más portugué”.
Volvimos a la mesa y yo lo seguí jodiendo como, de hecho, lo hice desde que nos conocimos allá en los inicios de los años 80, cuando un amigo común me llevó a la Uneac, me lo presentó en el Hurón Azul, y a partir de entonces ese lugar se transformó en una especie de despacho para mí. Hasta hoy todos mis amigos saben que cuando estoy en La Habana me pueden encontrar después de las cinco de la tarde allí.
Lo de las cinco de la tarde no es una hora casual, sino que era el momento en que seguramente todos podíamos encontrar al Ambia, principalmente cuando todavía trabajaba en la construcción del hospital Hermanos Ameijeiras.
Aunque el Ambia ya había escrito y publicado algunos de sus poemas, le gustaba recordar que su gran impulso como escritor lo recibió de parte de Efigenio Ameijeiras quien dirigía la obra del hospital. Conocedor de que el Ambia tenía interés por la poesía y era medio “culturoso”, le propuso que creara un taller literario entre los obreros de la construcción que con el tiempo derivó hacia la poesía. Mucha de esa gente tenía inclinaciones literarias. Escribían pequeños cuentos, poemas, cosas que se les ocurría que eran leídas en grupo. Aquello funcionaba como una terapia, recordó un día el Ambia en una rueda de amigos alrededor de un pomo de ron malito.
Para el Ambia sus inicios de activista cultural fueron muy útiles para lo que después fue la peña de los viernes en el Hurón Azul. El Ambia traía sus amigos músicos y bailarines, los sacaba de los barrios habaneros y todos asistíamos a verdaderas clases magistrales porque también aparecían especialistas. La cosa se amplió con los “miércoles de la rumba”, todo bajo su inspiración y el Ambia logró hacer de los jardines de la Uneac un escenario permanente de la cultura afrocubana.
El Ambia nunca había salido de la isla hasta que un día Efigenio logró colarlo en una embajada cultural en un viaje a Martinica. Cuando volvió, era otro. Sentado con los amigos y extremadamente feliz, el Ambia nos contaba todos los detalles de su viaje que le había cambiado la vida. Lo que más le estremeció fue percibir que la comunidad afro en el Caribe es toda muy parecida. “Esa gente son como nosotros”. La gente se reía con la ocurrencia. “Pero Ambia, si son negros”. “No es eso mi ambia. Uno allá siente que nunca se ha ido de aquí. La misma música, los bailes, creo que hasta la poesía aunque no entiendo el francé que ellos hablan. Y a las jebitas no sé que decirles”.
Sí, porque el Ambia era un jeboso de campeonato. Machista como pocos, pero siempre lograba rodearse de la muchachas más lindas que iban por la Uneac provocando la consecuente envidia de los demás. Con su labia las conquistaba a punta de puro verso. Creo que dejó un libro inédito con algunas de las poesías que les dedicaba.
Un día desaparecí de La Habana sin despedirme del Ambia. Cuando volví 18 años después a media tarde dejé las maletas en la casa donde me hospedé y a las cinco de la tarde estaba sentado en mi “despacho” de la Uneac. El Ambia, ya visiblemente deteriorado, pero lúcido como siempre, entró puntualmente a esa hora y fue saludando despacito a la gente, mesa por mesa. Todos lo trataban con suma reverencia. Yo lo miraba a la distancia sin saber muy bien cómo entrarle. Hasta que él se paró delante de mí y se quedó mirando. De repente una chispa explotó. “El portugué, es el portugué. El portugué”, le gritaba a los demás parroquianos. Y comenzamos a llorar.
El Ambia quería saber ante todo qué había hecho todos estos años porque lo de él se explicaba rápido. “Nunca he salido de aquí”, de la Uneac. Le expliqué todo lo que hice, pero no se impresionó. Me dijo que nunca debí haberme ido lo cual fue un elogio, que ahora tengo la triste obligación de devolverlo: tú tampoco debiste haberte ido. Aché pa ti.
con que romanticismo amoroso ve usted toda la miseria cubana !!! Que lastima que Miami no tenga la misma suerte con sus sentimientos….