Pareciera que uno no puede estremecerse más después de tantas pérdidas. Pero este es un tiempo devastador. Acaba de morir en La Habana Alexis Díaz de Villegas y es un golpe tan fuerte como el de Brose, el de Yosvany Abril, el de Pancho Fernández. Alexis era un animal de teatro, aunque a algunos les pueda sonar a frase hecha. No fue un muchacho de academia, ni siguió un plan de estudios aprendido desde las aulas porque él vivió y comprendió el teatro sobre el escenario, desde finales de los años ochenta cuando se alzó en La cuarta pared con Teatro del Obstáculo. Incluso en esos inicios, asumió la escena como una zona de riesgo que fue convirtiendo poco a poco en su espacio de salvación. A él también, como a su director Víctor Varela, le debemos la conmoción que aquel ejercicio ritual con presupuestos artaudianos generó en el público y la crítica de aquella época.
Todavía recuerdo la emoción de Alexis cuando, en el panel por los noventa años de Vicente Revuelta, compartió su experiencia como discípulo de ese maestro, fundamental dentro de su trayectoria como actor. Él y Vicente en un apartamento, en un escenario, en el espacio vacío para la creación, para la búsqueda del otro, en la extrañeza de lo teatral. Él y su maestro, abrazados a las ideas de Brecht, de Stanislavski, de Grotowski. Él, incluso después de su maestro, desandando entre Las islas flotantes de Eugenio Barba; por los misterios de las prácticas culturales del Oriente. Así lo pienso hoy, cuando su muerte se nos hace inconcebible y mordaz como tantas otras. Así porque en el ejercicio constante de legar a otros sus aprendizajes, él nos mostró también el magisterio como esa zona de confianza y complicidad con el otro.
Para Alexis educar fue una experiencia genuina. Por eso no necesitaba estar en su rol de profesor de la Universidad de las Artes para enseñar sus nociones de la práctica escénica. Lo hizo además compartiendo escenario y platea con los jóvenes y los no tan jóvenes; desde los talleres, los conversatorios, las demostraciones. Justo como lo vi hacer diez años antes, en los Ochenta Revueltas, al presentar El Trac, de Virgilio Piñera, un espectáculo que cobró vida a partir de su intercambio y su labor junto al propio Vicente. Y lo hizo hasta el último día con su grupo “Impulso Teatro”, donde decidió cultivar como director su propio sentido de lo teatral.
El Alexis que yo conocí cuando todavía era una adolescente, cargaba ya con toda esa fuerza arrolladora, mezcla de sapiencia y de intuición, en sus personajes dentro de Argos Teatro. Lo vi mutar en Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini entre la contención y el desborde emocional, entre el andar ralentizado y el gesto tempestuoso, como sucede siempre con las verdaderas pasiones humanas, y como si no supiéramos jamás dónde el cuerpo se vuelve ficticio o el personaje realidad. Lo veo aún palidecer, cerca de mí, sentada en el suelo del Noveno Piso; él bajo la guía de Carlos Celdrán, con una luz exacta diseñada por Manolo Garriga y frente a un Pancho García igual de estremecedor. Imágenes que abren una nostalgia profunda en mis entrañas de espectadora. Como también lo recuerdan otros en El alma buena de Se-Chuan, La señorita Julia o Stockman, un enemigo del pueblo.
Lo vuelvo imaginar en su delirio por alcanzar la luna, inconforme, como un Calígula a la altura del gran Camus. Porque dentro de Teatro El Público junto a Carlos Díaz, él demostró su capacidad para un decir casi perfecto, para la desfachatez y la ironía puestos en la voz y el cuerpo del actor como una bofetada contundente al público. Y lo recuerdo en Fedra, ahora, con el mismo sobrecogimiento que pienso a Broselianda Hernández. Lo leo y lo miro en las imágenes de Ícaros, de La Celestina, y mientras se celebran los veinticinco años de esta agrupación, siento que desde allí también dejó un gran legado para la historia del teatro cubano.
Otros lo recordarán más como el actor de cine, porque igual de certero fue en sus roles para la gran pantalla. Lo vimos en Kangamba, Entre ciclones, El cuerno de la abundancia, pero se convirtió sin dudas, para el imaginario popular, en Juan de los muertos. Una oportunidad en la que evidenció su destreza para el humor negro y la ironía, como una prueba también de que él era, sobre todas las cosas, un hombre que no dejó nunca de buscar y que vio la experimentación no como un saco de moda que se pone en los hombros, sino como una forma de vida que lo mantuvo siempre inquieto, alerta, deseoso de seguir aprehendiendo y heredando.
El pesar de esta pérdida cae sobre todo el teatro cubano, pero constituye un frenazo inesperado para su Impulso Teatro y los actores que con él volvieron a habitar la escena como un laboratorio, como un templo. En tiempos en los que las incertidumbres, las carencias, la apatía y la diáspora dejan poco espacio a esas nociones de teatro de grupo, Alexis fue capaz de levantar una casa para su familia creativa, en la que también vimos crecer a su esposa y discípula Linda Soriano. Su Balada del pobre BB, Insultos al público o La excepción y la regla, son pruebas de la autenticidad de un camino abierto por Villegas que retomó el entrenamiento del actor y el estudio de la historia del teatro como un hecho vivo para la creación. Lo constaté muchas veces cuando nos permitió, a mí y a otros colegas, alternar con él su lugar de ensayo, cuando acogió con entusiasmo aquel Hogar y otros proyectos como Publicación escénica, dirigido por Ámbar Carralero y Yudarkis Veloz, con una humildad que solo unos pocos profesan verdaderamente.
Gracias por ese Impulso, Alexis querido. Por los años en que tú mismo fuiste el teatro cubano desde tu Calígula, tu Pasolini, desde el sonido de un Trac o la herencia transmitida de un Brecht, de un Vicente, de un montón de maestros juntos en tu cuerpo, casi como un milagro de la escena. Gracias por compartirnos tu espacio cuando quisimos soñar, como tú, el teatro que necesitábamos hacer. Nunca olvidaré tu generosidad y tu confianza. Tu disposición para salir de tu casa a abrirnos la puerta de tu sede, que en esos meses era también abrir las puertas de la utopía.
Mi abrazo para la hermosa familia que construiste en vida y para ti, siempre, el aplauso infinito.
Video basado en el texto-manifiesto de Roland Schimmelpfennig “La última función”” creado y grabado en confinamiento 2020.