Fotos: Cortesía del artista
Apuntó el inmenso Lezama Lima: “podemos afirmar que en una abstracción plástica encontramos naturaleza, geometría, exceso de composición, movimiento como una cantidad que se expresa, sentimiento como rehusar o sufrir provocaciones del punto en la infinitud, acechanzas del estilismo a través de la historia o regalías lúdicas a la orilla del mar”.
La anterior afirmación del autor de la novela Paradiso deviene pretexto para acercarnos a la obra de Rigoberto Mena quien, orientado estéticamente hacia el abstraccionismo y con una rotunda libertad creadora a partir de una aparente mancha heterogénea y desigual, nos regala su particular imaginario.
Mena trata de no repetirse y la abstracción le da la posibilidad y “el disfrute de hacer siempre cosas completamente nuevas. A veces, ni yo mismo sé cómo hice lo anterior y todo se convierte en una sorpresa”.
Basándose en un prontuario de colores, que acomoda parcamente según la ocasión, al pintor y grabador —nacido en 1961 en Artemisa, La Habana, y admirador confeso de los abstractos cubanos y también de los maestros Piet Mondrian y Jackson Pollock— la crítica especializada lo reconoce como un “transformador del universo abstracto cubano” y, a su vez, como uno de los más destacados representantes de esa corriente en la Isla.
Pero Mena llegó un poco tarde al mundo de las artes plásticas: “a los 19 años comencé a ir a la Casa de Cultura de Marianao que desarrollaba un excelente trabajo con la comunidad y esos fueron mis primeros pasos”; luego, entre 1985 y 1987, estudió en la Escuela Superior Técnica de Diseño e Información y, de 1988 a 1989, tuvo un breve paso por el Instituto Superior de Arte.
Era el inicio de la difícil década de los años noventa —marcada por una profunda crisis económica— y cada quien buscaba alternativas para abrirse caminos: “el objetivo era trabajar para vender”, confiesa sin reparos y, también, sin falsos pudores. En esos momentos iniciáticos se vincula con las concurridas ferias de arte y artesanías que se desarrollaban en la Plaza de la Catedral y, sin aún contar con una propuesta estética sólida, comienza a representar mujeres desnudas sobre bicicletas mientras, en paralelo, acomete una serie de trabajos relacionados con las culturas precolombinas. Es ahí, justamente, cuando su obra comienza a enrumbarse por los derroteros de la abstracción.
En los últimos tiempos —y prueba de ello fue la exposición Hablando en lenguas que se exhibió en el Museo Nacional de Bellas Artes, en La Habana, a fines del pasado año—, Mena se siente muy cómodo empleando el gran formato o gigantismo, al tiempo que su pintura puede compararse con una complicada sinfonía que incluye hasta enmarañadas zonas de silencio porque, más que los temas, son las emociones lo que lo mueven.
Parte de una idea, pero habla de lo interior, de lo profundo, de las esencias más íntimas, intrínsecas, y hasta inconfesables y, por eso, el campo de la racionalidad queda un tanto en desventaja: “si preguntas qué es el amor, por mucho que se explique nunca se acercará a lo que se experimenta, si se habla de Dios siempre te quedas por debajo”, asegura.
Como la mayoría de los artistas, Mena ha transitado por varias etapas, pero se ha caracterizado por ser muy cuidadoso —y hasta cauto– en el uso del color: en ocasiones parece que no lo necesita y hasta le sobra.
Por otra parte, sus temas tienen que ver con el hombre, con la superación interior, con el amor, con la amistad: sentimientos todos que nos acompañan y, en muchos sentidos, nos definen. Quizás por eso nos propone un dudoso lindero entre lo puramente abstracto y lo conceptual por lo que “hay cierto equilibrio aunque no es fácil detectarlo porque, a primera vista, parece un caos y no se aprecia una racionalidad”, reconoce. No obstante, si el ojo entrenado del espectador logra zambullirse en la profundidad de su propuesta hallará un delicado universo de puntos y contrapuntos que dibuja y desdibuja, compone y recompone con deleite, pero también con oficio e inteligencia.
Ya lo esbozó Lezama: naturaleza, geometría, composición, movimiento, sentimientos, dolor, negaciones, desafíos, sueños… todo eso —y más— son algunos de los horcones en los que se sustenta la abstracción: a la que cultiva Rigoberto Mena, nada humano le es ajeno. Ahí su revelador aporte.