Hay un juego de signos en la forma vertical, la madera calcinada y el disco de luz escondida del más universal de los escultores cubanos. Y es que después de la ventana, su obra desprende pequeñas columnas de fuego. También la memoria parece tener una cabeza de caballo que recorre los salones, mientras él construye con sus manos un espejo de sol. Así llega al público cubano la obra del reconocido escultor Agustín Cárdenas (1927-2001). Si bien es cierto que su creación es referencia obligada en el panorama artístico internacional, sobre todo en las academias europeas, es imprescindible establecer nuevos vasos comunicantes con el público de su tierra natal. Esa necesidad de reconocer y reconocernos en su obra impulsa Las Formas del Silencio, una exposición que toma los espacios del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, en La Habana Vieja, hasta el mes de mayo.
Más de seis décadas después de aquella exposición que dio reconocimiento público al denominado Grupo Los Once –del cual formó parte- sus piezas retoman un espacio que es legítimamente suyo, por la singularidad de su propuesta que escapa al eros “tropicalizado” para definir a una nación llena de ondulaciones, matices y profundidades; con una obra que se universaliza, que no se detiene en formas localistas. Una veintena de esculturas en mármol, bronce y madera, así como varios bocetos ilustrativos de su dibujo -parte esencial de su proceso de creación- llegan hasta al Centro Lam. Entre las obras expuestas se encuentra El beso (1974), Pequeño dogón (1971) y La mano (1975); Homenaje a Brancusi (1966) y Gran Estela (1974-1975).
“No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación”. Con esa premisa atizando el mundo del arte y en un contexto de eclosión creativa multidimensional aparecía en el panorama artístico europeo, a finales de los años 50, el cubano Agustín Cárdenas, quien es considerado por la crítica francesa como uno de los diez escultores más relevantes del siglo XX. Fue el mismo padre del surrealismo André Breton quien lo convidó a participar en la que sería su primera exposición colectiva en suelo francés. Ya en 1959, también Breton presentó el primer proyecto personal de Agustín. El artista cubano rápidamente ganó el reconocimiento de la Escuela de París.
Comenzó en la Academia de San Alejandro, estudiando a los clásicos, pero eso fue solo su despegue hacia el arte moderno. Siendo apenas un joven de 28 años decidió apostar por trasladarse a un entorno donde terminaría de hibridar su esencia cubana con los ecos y las resonancias de una subjetividad universal. En la Isla quedaba su huella como parte del grupo Los Once -aquel proyecto que más allá de su valor estético, aunó discursos pictóricos diversos- donde había aprendido a captar el espíritu interior de la naturaleza y de la vida para devolverlos a través de su creación con la impronta de su propia sensibilidad.
Durante sus años de formación nació su interés definitivo por la talla en madera, aunque también exploró el trabajo en bronce y mármol. Pero es cerca de las venas naturales del primero que su obra toma mayor intensidad y luz, apunta la especialista María de los Ángeles Pereira. “Más sensato sería tratar de explicarnos la acogida inmediata, la ascendente carrera, la admiración que despertó su obra a lo largo del siglo XX, (la que todavía despierta) a partir del desprejuicio y de la inclusiva avidez de aprendizaje con que el artista cubano comprometió su existencia. Tamaña fascinación y respeto obedeció, asimismo, a la universalidad de sus búsquedas y a la manera genuinamente personal con que logró expresar sus hallazgos”.
Y es que sin dudas, lo más significativo de su obra es que trascendió el interés figurativo
desde el punto de vista de la representación, la mirada “folklorista”, y las marcas o símbolos de lo “nacional” para complejizar también ese acercamiento al espacio identitario cubano a través de la escultura. Lo “mestizo”, lo que se entendía como “popular” aparece como un ejercicio de pensamiento, de búsqueda intelectual, de cruce y exploración de referentes. Pereira también apunta: “La condición afroantillana del artista lo situó en una posición de enlaces, de confluencias, de etnias, culturas, tiempos, y en consecuencia de estéticas que se revelan hoy extraordinariamente actuales, vigentes, imperecederas”.
La obra de Cárdenas recorre continentes, espacios, estéticas, sustratos, esencias, pero tiene un modo personalísimo de concretarse. Trabajó en Canadá, Austria, Israel, Japón, Corea, Italia y nunca renunció a su raigambre cubana. Lo declararon Caballero de las Artes y Letras, pero al final de su viaje regresó a Cuba donde fue reconocido, en 1995, con el Premio Nacional de Artes Plásticas. Descansa en Montparnasse, como atisbando aquel taller donde nació una parte importante de sus esculturas. Esta exposición en el Centro Wifredo Lam es, para el público cubano, una oportunidad de recorrer, de respirar los alientos de su obra donde las formas del silencio, son solo las pausas de un diálogo interminable. Una forma de fe.