Hay dos Gabriel Cisneros. Uno asociado con el maestro José Villa Soberón, muy visible y encomiado; aunque a veces no aparezca en los pies de foto en los que debería. ¿Obras? El Leal de la Plaza de Armas; la médico Enriqueta/Enrique Favez enclavada en el paseo de la Alameda de Paula; la Alicia Alonso en fouetté del vestíbulo del Gran Teatro de La Habana; el Dante, con su Commedia, frente al colegio universitario de San Gerónimo, entre otras. El otro, menos publicitado y más personal, es el que, escapado subrepticiamente de la escultura de mímesis, conmemorativa y elegíaca, usa su mismo código genético para alterar su propia representación tradicional y desestabilizar la percepción del espectador. ¿Referencias? Si acuden a la galería Servando Cabrera Moreno, en el Vedado, podrán obtenerlas con la muestra El prestidigitador, abierta hasta finales de noviembre.
Allí les espera, entre otras criaturas dispuestas para la sorpresa, un busto decapitado que sostiene la cabeza en uno de sus brazos como quien lleva, con la solemnidad del caso, un paquete de rositas de maíz.
Un búnker con clones en la pared
Llegar a Cisneros (Las Tunas, 1990) exige sortear un enorme charco de aguas negras —¿remedo de un foso medieval?— en la misma intersección de Cuba y Teniente Rey, en una Habana tan vieja como tan sucia. Luego, traspasar un portón chirriante. Después, adecuar las pupilas a una semipenumbra que las altas ventanas, un boquete en el techo —vestigio de un derrumbe parcial, no de un misil enemigo— y las escasas luminarias fluorescentes no logran remediar del todo.
El taller de escultura de Villa Soberón, Premio Nacional de Artes Plásticas 2021, es un set lúgubre y enemistado con el orden, pero cautivante, presa de un desganado proceso reconstructivo sine die, donde el polvo abandona su sutileza para convertirse en casi una neblina gruesa y la música y las pulidoras compiten por prevalecer, amalgamándose con la vocería callejera.
En una de sus paredes cuelgan las matrices en resina de varias piezas (Leal y el Dante, entre otras), que garantizarían la clonación en caso de que hubiera fallado el proceso de vaciado en bronce —un error aquí es la oportunidad para el desastre— o que las estatuas, ubicadas en el espacio público, sufran por vandalismo, degradación ambiental o la embestida de un huracán u otro tipo de accidente inimaginable.
“Te permiten hacer todas las ediciones que quieras y la pieza sale tal cual la concebiste desde el principio”, explica Cisneros, sentado en el mezzanine del taller, rodeado de algunas de sus piezas de pequeño formato, y de obras abstractas, igual de pequeñas, de Villa Soberón. También hay fotos en las paredes de la estatuaria de ambos. En una esquina, silenciosa, trabaja en un ordenador su novia, la escritora, diseñadora y artista de la plástica Giselle Lucía Navarro. En un gesto de gentileza, traerá una tacita de café pasada la hora de cháchara.
El milagro del barro
La conversación sobreviene luego de que el artista retocara, minutos antes, el busto del sindicalista argentino Luis María Guzmán, fallecido en 2022, su más reciente trabajo de modelado en barro. Lo hizo una y otra vez, bajo un estado de concentrada observación, casi hipnótico, olvidado del mundo, como esperaríamos de un monje tibetado ante Buda. Por último, humedeció la pieza con un aerosol y la envolvió con dos paños que a su vez fueron tapados por una manta de polietileno. Es un ritual cada vez que termina. Evita así que el agua de la masa se evapore abruptamente durante el proceso de secado y provoque un encogimiento que puede generar grietas o fisuras.
“Me interesa mucho la figuración y la técnica que más facilita el acercamiento a ella es el modelado, no así otras como el repujado o el conformado, que se prestan más para la abstracción”, desgrana Cisneros y pondera las virtudes de la arcilla, una materia que considera no haber explotado aún en toda su magnificencia plástica.
“No he llevado esto hasta el punto en que esté conforme”, asegura, mostrando unas delicadas herramientas de su invención. Todo un arsenal. “Te permiten ir escarbando en la escultura con determinada forma. Hay otras que te ayudan a texturizar. El pelo y los pliegues de la ropa, por ejemplo”.
El grado de su uso radica en la intensidad realística de la pieza y su escala física. También en sus demandas específicas. “Cada proyecto lleva su propio juego de herramientas”. Son las exigencias de un detallismo casi molecular salido del poder de observación, que recuerda cómo el arte en su día fue capaz de adelantarse a la ciencia en la yugular esculpida en el David (1501-1504) por Buonarroti, quien conocía el funcionamiento del sistema circulatorio un siglo antes de que los médicos occidentales lo describieran.
Licencias
Miguel Ángel ha salido a relucir en el diálogo porque Cisneros gusta de las piezas esculpidas en 360 grados. Y el David se pinta solo como paradigma de una corporeidad absoluta. Para lograr esa rotundidad, Cisneros no acude a un modelo de carne y hueso —“se vuelve muy incómodo”— sino que hace un estudio fotográfico del personaje, repasa una y otra vez los planos y ángulos visuales, fragmenta y compacta la imagen, sintoniza con la época, y se adentra en su avatar biográfico.
De ahí que la estatua de Cervantes lleve una espada, aludiendo a su carácter de soldado. Y, por supuesto, no falta la socorrida pluma de ganso, fetiche de su genio y escritura, con la que el autor del Quijote se aseguró un puesto en la inmortalidad sin respetar las reglas ortográficas. Shakespeare, por su parte, sostiene con una mano el cráneo de Hamlet, y en la otra, a su espalda, esconde el pergamino que narra la tragedia del atormentado príncipe danés que debe vengar el parricidio cometido por su hermano. “Debes ir colocando dentro de la pieza determinados códigos para que la gente conecte con la vida del personaje”, dice el artista, para quien es “vital hacer la escultura en su totalidad”.
Hubo licencias. En el arte siempre las hay, por supuesto. En el caso de Cervantes se obvió la manquedad del escritor, cuya mano izquierda quedó cercenada por disparos de arcabuz en la batalla de Lepanto (1571) contra los turcos. Con Luís Vaz de Camoens, el más grande poeta lusitano, pasó otro tanto: en la obra, donada por el Camões —Instituto da Cooperação e da Língua (Camões, I.P.)—, de carácter público, fue cancelada su condición de tuerto a consecuencia de un combate contra los árabes, circa 1549, mientras vivía su exilio por amoríos peligrosos en Ceuta, enclave colonial español en el norte de África.
Riesgos y amenazas de un arte colectivo
Tanto Cervantes, como Shakespeare, Dante y Camoens, enfilados en una plaza de la calle Mercaderes a lo largo del frontis del Colegio Universitario de San Gerónimo, miden aproximadamente 1,75 metros y pesan unos 200 kilos. Se emplearon grúas para su emplazamiento. “Tratamos de que la esculturas queden en la escala humana, pero siempre las sobredimensionamos un poco, porque la relación del espectador con un objeto inerte no es la misma que con una persona viva. Por ejemplo, la figura de Eusebio Leal está sobredimensionada”.
Son obras pertenecientes a la mancuerna creativa Villa-Cisneros, pero hasta la fase de modelado. El resto del proceso fue asumido por un par de equipos de trabajo. El primero, del propio taller de La Habana Vieja, con seis integrantes, que se encargó de armar los sucesivos moldes; y el segundo, de la Fundación Caguayo para las Artes Monumentales y Aplicadas, de Santiago de Cuba, con quince hombres, que se ocupó de la fundición en los hornos.
Una escultura nace siempre de un parto difícil. Uno: se modela en barro. Dos: se hace un molde en yeso. Tres: se crea una matriz en resina. Cuatro: se fabrica un molde de silicona. Cinco: se confecciona otra matriz en cera. Seis: se produce otro molde de un material refractario. Siete: se vierte el bronce en el molde, un paso crítico.
Para resumirlo Cisneros gusta citar el axioma de Rodin: “El barro es la vida, el yeso es la muerte, y el bronce es la resurrección”.
La escultura ambiental es un arte colectivo y “tienen que sumarse técnicos que conozcan el proceso a la perfección”, que además comporta “mañas y cuidados extremos”, porque bastaría una salpicadura de bronce derretido —entre 900 y 1000 grados Celsius— “para que atraviese la piel y el hueso de alguien”.
Y todavía quedan amenazas a la salud por gestionar. “El polvo es tremendo y la resina tiene vapores y olores que son muy fuertes. Por lo general tienes que usar máscaras y guantes. Si te cae resina en la piel se te hacen pequeñas quemaduras. No son graves, pero sí muy incómodas”, cuenta el escultor, quien no deja de toser durante la entrevista. “Es el polvo”, apostilla señalando a su garganta.
El bronce, el rey
Aunque la resina, por sus costes, es un material socorrido, tiende a cuartearse en piezas expuestas a las agresiones ambientales, más allá del vandalismo ocasional que puedan sufrir. El impacto solar, el aerosol marino y la humedad imperantes en Cuba son enemigos jurados; lo mismo para las esculturas en hierro. Queda como material más adecuado el bronce, cuyo nivel de oxidación es muy superficial. ¿Una prueba? Cisneros no vacila: “¡Los leones de Prado, que casi tienen un siglo y están como el primer día!”.
Ventajas de ser tunero
¿Nacer en Las Tunas es un buen lugar si quieres ser escultor?
Chico, creo que en mi caso sí fue bueno. En los 90 Las Tunas era reconocida como “la capital de la escultura en Cuba”. Tal vez era un poco exagerado, pero el paso de Rita Longa (1912-2000 y autora del título de marras) por la ciudad dejó un grupo de profesores con determinadas condiciones creadas para enseñar escultura. Ella tenía allí un taller, con un salón en el que se realizaban exposiciones de pequeño formato, e hizo la Fuente de las Antillas (1977). Además se convocaba a un simposio nacional de la especialidad, junto con la Bienal de Escultura Rita Longa.
¿Y tus estudios académicos, dónde comenzaron?
Estudié en la Academia Profesional de Artes Plásticas, que en sus inicios fue una escuela de cerámica. Salíamos con carencias en la parte conceptual, teórica, del arte; pero desarrollamos ampliamente la manual y desde el primer año nos preparaban también en dibujo, pintura, grabado y cerámica. Por lo general, como estudiantes, nos mandaban como asistentes a trabajar junto a escultores profesionales. Me nutrí mucho de esa experiencia, fue muy formativa.
¿Había en tu familia antecedentes artísticos directos o un “ADN escultórico” oculto por ahí?
Directos no. Mis padres son biólogos. Investigadores y docentes, pero en la familia había un pariente que era artista. Armando Hechavarría, fundador junto a Rita del movimiento escultórico tunero y director de la Uneac provincial. Me ayudó en toda mi etapa inicial, pero falleció cuando yo tenía 18 años.
En el barrio había un taller de cerámica y yo me colaba. Un vecino, Omar, con quien hice amistad, me daba barro y con eso me ponía hacer muñequitos para jugar. Fue un momento muy lúdico, pero importante para mí. En la secundaria, sin embargo, me olvidé un poco de todo aquello. Quería ingresar en la vocacional; pero al final no me decidí y mi madre se percató de mis aptitudes para la creación y entonces hice las pruebas para ingresar en la academia.
¿Dudaste en elegir la especialidad de escultura?
No, para nada. A pesar de que es un perfil que la gente rehuye porque es complejo, involucra muchos procesos técnicos que por supuesto encarecen y expanden la temporalidad de realización de cualquier obra, desventajas que no padece la pintura, sin demeritarla, por supuesto.
El ISA y yo, ¿el supremo?
Después vino el ISA —hoy Universidad de las Artes—, la gran ciudad, todo lo que posee de oportunidades cosmopolitas, ambientes transgresores —culturales y no— y competitividad en el mercado de las simpatías. Cuando cursaba el quinto año de la carrera, A Cisneros se le ocurrió, con la arrogancia propia de los talentos, que su tesis de graduación sería un autorretrato a tamaño natural.
Lo tituló Sin razón, sin aliento y sin nada, una pieza hiperrealista, en la que el detalle protagoniza y certifica la maestría del iniciado, cuya pose, tumbado sobre un butacón, con una pierna sobre el brazo del mueble, y la mano izquierda cerca de la barbilla, en actitud pensante, es una mezcla de desparpajo, abandono y desafío.
Aún así, al estudiante le pareció que faltaba ser más arrojadizo y colocó la guinda del pastel. Dentro del cuerpo de la escultura depositó el texto de su tesis, de modo que había que romper la pieza para obtener el manuscrito, en una suerte de extracción freudiana del yo.
El jurado asimiló la extravagancia y la premió con un 5 de calificación, la más alta nota. El lance lo acercó a Villa Soberón, profesor del instituto, quien reparó en las audacias plásticas del recién graduado.
“En ese momento, me propuso realizar en conjunto la escultura de José Martí que está en la embajada de Cuba en Washington”, recuerda Cisneros.
Una mente inquieta consigue aporías
Su talante disruptivo siempre fue vocacional. Siendo todavía estudiante del ISA, comenzó a dotar sus esculturas de procesos que semejaran vida. Uno de sus proyectos expositivos, llevado a cabo junto a su compinche Osvaldo Ferrer, consistió en replicar las cabezas del Cristo de la bahía habanera (Jilma Madera) y del Martí de la Plaza de la Revolución (Juan J. Sicre) y ponerlas a dialogar con un detalle desconcertante: ambas lloraban, mediante un mecanismo hidráulico que administraba la salida de gotas de agua de los lagrimales. “Cuando la gente entraba al salón se encontraba un patiñero tremendo”, dice desacralizando su propia iniciativa.
Antes de tener el título de graduado debajo del brazo, Cisneros no paró de hacer de las suyas. Se inclinó por una intención más perfomática. Algunas esculturas trucadas “tenían ciertos objetos en su interior; otras contenían sangre o despedían mal olor, buscando una dinámica diferente a la tradición”.
Los años han moderado los impulsos epatantes y el autor, en sus treinta y tantos, se concentra ahora en cómo impactar mediante otros recursos, más sutiles y económicos.
“Procuro un diálogo diferente”, afirma. Para ello, acude al desplazamiento de las lógicas visuales hacia ejes inesperados por el espectador, que se perturba o vibra con escenas faltas de equilibrio y formalidades distributivas del espacio subvertidas; o con composiciones escénicas en las que la ironía puede pasarse de rosca y caer en territorio dominado por la iconoclasia.
Así tenemos a Éxtasis, donde un Cristo que reposa sobre un almohadón se “descrucifica” para conseguir un efecto de solaz en el cuerpo atormentado del mesías. Basta eliminar el símbolo de la cruz, una clave crítica, para cambiar radicalmente el discurso.
“Estamos acostumbrados a ver la crucifixión apoyada en una pared. En mi obra, la sensación ya no es de sufrimiento, sino de éxtasis, siendo el mismo objeto” involucrado en ambas situaciones dicotómicas. Para una subjetividad cristiana la obra puede resultar un exceso y no le faltaría razón. Para el arte, la libertad de creación la eximiría de cualquier reproche, y tampoco le faltaría razón. ¿Una aporía? Tal vez.
Mercado y sustentabilidad
Gabriel Cisneros Báez lo tiene claro: su trabajo debe montarse sobre una plataforma de mercado. Satisfacer la demanda de obras por encargo, institucionales y no, cuyos dividendos le permiten sufragar y poner a punto sus ideas en el campo de la experimentación formal y conceptual, aun cuando ello no suponga una disidencia respecto a la figuración más estricta.
“No me traiciono para nada cuando hago obras por encargo”, asegura. En términos económicos, facilita la logística para “explorar e ir mejorando cosas dentro de la escultura que quizá no me podía permitir en mi propia obra personal, dado su carácter más arriesgado… Creo que una inevitablemente ha nutrido a la otra y viceversa, de modo que hay ganancias artísticas para ambas”.
—¿Se distancian mucho las obras a demanda de las hechas a voluntad?
—Técnicamente el proceso es exactamente igual. La bifurcación estaría en que unas son más miméticas y compositivas a la hora de recrear a una persona o un personaje, mientras que la otras derivan hacia sensibilidades más propias y arriesgadas.
—¿Ambas gozan de una legitimidad compartida?
—Por supuesto. Aplico los mismos esfuerzos profesionales. Lo que sucede con la escultura conmemorativa es que tienes que escuchar permanentemente el criterio del cliente, porque es importante complacerlo.
—Se convierte en una camisa de fuerza.
—De cierto modo, sí. Para un artista es muy complejo someterse al criterio de alguien que quizá no tenga conocimientos técnicos sobre el campo específico de acción. En mi caso, la escultura. A veces te piden cosas que dices: ¡eso es una locura! pero tienes que llegar a un consenso con el cliente para que ambos queden conformes. A veces he quedado insatisfecho con el resultado final, pero el cliente está encantado.
—¿Arrepentimientos?
—Hay veces que veo algunas piezas y me arrepiento terriblemente de no haber podido hacerlas mejor, pero ya no hay marcha atrás.
—No hay tecla de reset que tocar.
—No. Como la vida.
Un bicho raro en su zona de confort
En la bibliografía consultada sobre su obra, suelen presentarlo como alguien que ha posado la mirada en el pasado, en medio de una contemporaneidad sedienta de posmodernismo y vanguardias.
—¿Que te observen como un bicho raro, un outsider para ser políticamente correcto, te hace sentir mal, te descoloca o eres un artista sin ataques de actualización?
—Eso a mí me agrada. Todo el mundo tiene un momento en su vida en que se decide por desarrollar determinado perfil y formas de hacer arte. Yo descubrí las mías, que son auténticas y que se detienen en corrientes que ya nadie toma en serio.
—Estilos descartados…
—Sí. Siempre me fascinaban formas ya marginadas por el tiempo, fuera de moda, que me parecían una manera muy válida de traer de nuevo la tradición a la contemporaneidad.
—Suena conservador…
—Bueno, es una dinámica para mí muy eficaz de ser diferente, aún siendo conservador en un contexto en el que todo el mundo es mucho más abierto a la experimentación.
—¿Te trae problemas o complejos?
—No chico. Creo que todo todo tiene su lado bueno y su lado malo, pero es la posición en la que me siento cómodo y para mí salirme de ahí es difícil.
—Es tu zona de confort. No hay porqué aborrecerla. ¿Ahora, con apenas 33 años, sientes recelos ante el cambio y la experimentación?
—No es porque no me atreva a experimentar en otras zonas, sino porque para mí sigue resultando atractivo lo que hago y me he tomado como tarea personal validar esta estética y en alguna medida demostrar que a partir de una práctica superada se puede desarrollar y obtener una obra perfectamente contemporánea.
—¿Te atreverías a trufar lo figurativo con lo abstracto?
—Es muy muy importante mantenerme fiel a la manera en la que trabajo. Aunque he barajado determinadas posibilidades, necesito cerrar un ciclo y llevar esta zona de trabajo a sus máximas posibilidades. Después, inevitablemente, me veré obligado a explorar otra zona y seguir evolucionando.
Referentes
Gabriel Cisneros comulga con autores de los entresiglos XIX y XX. “Me apropio de ellos”, confiesa sin sonrojos. “Es una escultura pensada para el ambiente citadino, donde tiene unas condiciones muy específicas”. Pero ojo. Aquí hay subversión. Y de la buena. “Lo que estoy haciendo es sacándola de ese ambiente y recolocándola al interior de una galería que tiene unas reglas de juego muy distintas”.
¿Nombres? “Me la pusiste dura”, responde Cisneros, evitando los subrayados y las omisiones. En Cuba, la gran mayoría de los escultores se decantaron por la abstracción a partir de los 50. “No hace tanto descubrí —dice iluminando su rostro— un escultor cubano prácticamente olvidado por la historiografía, José Vilalta Saavedra” (La Habana, 27 de enero de 1862 – Roma, 16 de marzo de 1912).
A Saavedra debemos una escultórica conmemorativa de peso. Del Martí del Parque Central a la fuente de Albear, que enaltece a Francisco de Albear y Lara, mente brillante y autor del acueducto habanero, estimada como una de las más sobresalientes obras ingenieras a nivel mundial en el siglo XIX. Formando en la escuela italiana, Saavedra también diseñó el conjunto escultórico del pórtico del cementerio Colón y el monumento en la Plaza de La Punta, a los ocho estudiantes de Medicina fusilados por el colonialismo español en 1871.
Entre los referentes de Cisneros no falta el maestro Villa Soberón. No es un cumplido. “Lo respeto. Creo que su obra abstracta es mucho más sólida que su producción figurativa. Yo tendría unos 11 años cuando se inauguró la escultura de Lennon y dije: ¡Woao, qué cosa más interesante!”.
En su listado de preferidos incluye a un par de españoles: Juan Muñoz (1953-2001), quien poseía una singular capacidad para tramar narraciones en espacios con atmósferas cargadas de teatralidad, y Mariano Benlliure Gil (1862- 1947) “considerado como el último gran maestro del realismo decimonónico, del que muy particularmente me interesa la manera en la que abordó la escultura conmemorativa”.
De acuerdo con Cisneros, por lo general son autores que crean bajo el influjo de una época transicional, la que define como “no tan romántica ni tampoco clásica, y en la que se abre una brecha hacia una visión expresionista”.
También cita entre sus creadores de cabecera al italiano Maurizio Cattelan (1960) descrito como “uno de los grandes artistas post-duchampianos y también un sabelotodo, con una obra harto polémica”.
Otros maestros que sobrevuelan el cosmos de Cisneros son el escultor y grabador español Eduardo Chillida (1924-2002), de quien “me fascina y me funciona su escultura que es completamente abstracta”, así como el francés Jules Dalou (1838-1902), amigo de Auguste Rodin (1840-1917) y combatiente de la Comuna de París, de quien el cubano aprecia su secuencia de bustos y sus piezas monumentales en bronce y mármol en un estilo que pendula entre el realismo y el neobarroco.
Duchamp
En su propósito de descolocar al espectador, Gabriel Cisneros cita a Marcel Duchamp (1887-1968) y su operatoria del ready made o arte encontrado, en el que objetos comunes hallan resignificación de acuerdo con el contexto en que son expuestos.
Ocio y Embestida son un par de piezas de gran formato exhibidas en el Museo Nacional de Bellas Artes, con las que Cisneros “bajó del pedestal” a figuras del imaginario político y cultural, “acostumbrados a verlas de pie firmes y hieráticos”, en una dinámica que pone patas arriba la tradición visual.
La política, un convidado de piedra
—A diferencia de otros artistas cubanos de diverso origen y generación, no has politizado tu discurso. ¿Por qué?
—Porque creo que la circunstancia política es muy propia del contexto y en algún momento se va a agotar.
—Temes que una obra amarrada a las circunstancias del presente no sobreviva a su superación…
—Exacto. En algún momento inevitablemente las circunstancias de Cuba, de aquí a diez o cien años, van a cambiar y todo será agua pasada y es algo que no quería permitirme. También está el hecho de que uno no produce solamente para las galerías de aquí, sino que tiene la aspiración de colocar su propuesta en un ambiente más internacional y entonces cuando sales de Cuba con estas obras politizadas, se volverían inoperantes porque estarían muy ligadas al contexto.
—¿Interesado en la trascendencia?
—Para mí es importante que mi obra me trascienda y que de la manera en que está resuelta soporte el paso de los años.
—¿No te veremos haciendo esculturas efímeras?
—Creo que no, aunque me parecen espectaculares.
—¿Quisieras poder ver tu obra en los próximos quinientos años?
—Salvando las distancias, cuando ves como cinco siglos después la gente sigue conectando con la obra de un Miguel Ángel, por ejemplo. Es algo que me inspira. Como autorrealización me parece sublime. Creo en la perpetuación de la especie humana por la superposición de la memoria de generaciones y generaciones. Eso me parece fascinante.
—¿Otras aficiones, más allá de la escultura?
—Le dedico muchísimo tiempo a la escultura y a los fines de semana llego muy cansado, pero en mis ratos libres me gusta diseñar para el ámbito doméstico y viajar en moto junto a Giselle. Nos vamos lejos, al campo, y hacemos senderismo, tal vez recordando mi infancia junto a mi padre en sus expediciones científicas.
Un unicornio, no azul
No tenía 30 años cuando para la XIII Bienal de La Habana Gabriel Cisneros salió en las portadas de noticias con un unicornio gigantesco y famélico que estuvo situado al final del Paseo del Prado, en el Parque de los Enamorados, de La Habana Vieja.
Al irrumpir en una realidad atribulada, con sus privaciones y conflictos, el animal mitológico operaba como un interruptor de desconexión, un acceso repentino a la ficción “y ese choque de realidades me parecía muy atractivo y simpático y que fuera asimilado por la gente común como un disparate, como una ilusión, era tremendo”.
Un mago sin chistera
Esa línea disparatada, en un autor que se define como conservador, se reitera en su exposición El prestidigitador, a todas luces un acto de ilusionismo, en el que el mago tiene por chistera su propio intelecto creativo.
“El busto ha sido una forma de representación muy explotada dentro de la escultura conmemorativa y está, como estética, muy insertado en el imaginario colectivo”, dice Cisneros; de ahí que al trastocar los puntos referenciales, el espectador sea capturado en una dinámica casi onírica.
Fundidas en resina poliéster y fibra de vidrio, ese es el propósito de piezas como Hombre mirando al cielo, el decapitado de marras; u Olimpia herida, “una mujer soberbia” que empatiza con el público al recostar su rostro augusto a la pared de la galería en señal de fragilidad; o Nostalgia, en la que un busto femenino de párpados semicerrados invierte su relación con su capitel para convertir su base en almohada. También desconcierta Sueño de una noche de verano. Aquí un par de bustos masculinos y robustos “que parecen políticos o militares se besan volcados sobre el piso”, recuerdan por asociación inevitable el beso entre el líder soviético Leonid Brezhnev y su par de Alemania del Este, Erick Honecker, en 1979. El suceso quedó inmortalizado por el grafiti Dios mío, ayúdame a sobrevivir a este amor mortal, pintado en 1990 por el artista ruso Dmitri Vrúbel en una de las secciones del muro de Berlín, que los martillos de la ira tuvieron a bien no demoler, para la posteridad, en el ya icónico noviembre de 1989.