Eduardo Guerra nació en Pinar del Río. Como de pequeño padeció de asma, la familia decidió mudarse para el poblado de San Luis, muy cerca de las famosas Vegas Robaina, donde se cosecha el tabaco más famoso del mundo.
Cuando apenas tenía doce años su padre –que era cocinero– supo que en la cercana Casa de Cultura “se estaban haciendo los exámenes de captación para ingresar en Escuela Vocacional de Arte de Pinar”. De la mano llevó a su hijo y ese fue, justamente, el inicio de la carrera de este pintor y grabador quien considera que ser artista requiere no solo estudios y talento sino un quehacer constante, firme, sostenido. Eduardo Guerra cree en el trabajo.
“Estar en esa escuela, en la que permanecí unos tres años, me permitió en primer lugar entrar en contacto con excelentes artistas y pedagogos como Mario García Portela –que en aquel momento era el director de la Academia–, Pedro Pablo Oliva, Humberto Hernández El negro y Pablo Fernández, entre otros. Fue sorprendente ese primer choque.
En conversación con OnCuba, reveló que la mayor influencia que reconoce es la de Pedro Pablo Oliva quien, como práctica docente, llevaba a sus alumnos al campo y, más de una vez –recuerda Guerra– los “paraba frente a un basurero y exclamaba: ¡aprecien qué basurero tan bonito!, y yo no comprendía lo que él quería decir. Después me he dado cuenta de que con ese acto fomentaba, entre sus discípulos, una actitud estética; con el transcurso del tiempo, me he convertido en un gran recogedor de basura para hacer mis esculturas, aunque considero que no tengo una formación como escultor. Estoy convencido de que a partir de cosas aparentemente feas, se puede hacer buen arte y decir cosas hermosas y hondas. En ese sentido Pedro Pablo nos hizo tener una mirada hacia lo lírico, hacia los sueños, hacia la fantasía que es tan importante desde edades tempranas porque despierta y fomenta una postura estética que te acompañará a lo largo de toda la vida”.
De 1982 a 1986 cursó estudios en la Escuela Nacional de Arte (ENA) y, posteriormente, en 1995 se graduó del Instituto Superior de Arte en la especialidad de Grabado, manifestación que ha dicho “es su fuerte”, y con la que se siente comprometido por varias razones: “tuve excelentes maestros como Belkis Ayón, una de las grabadoras cubanas más importantes, que me enseñó a ver el grabado, por su nivel de entrega, como un sacerdocio. El grabador tiene que conocer todas las técnicas y poseer la humildad de saber compartir con sus colegas la vida de taller. El original múltiple tiene la ventaja, también, de que llega a más públicos, es decir que un grabado puede estar en tu casa y a la vez en otro espacio, por lo que el impacto social y la repercusión es mayor”.
Este singular creador –que no solo graba sino que imprime su propia obra– ha encontrado en la colagrafía un inmenso campo para la experimentación y un soporte para dar rienda suelta a su desbordante imaginación. Figuras aladas, duendes, elefantes, nubes, gatos, cerdos, corazones, enigmáticas mujeres, pájaros, y peces, entre otros muchos imaginarios –todos desde la figuración– toman cuerpo y conforman una visualidad extremadamente sugerente que se sostiene y refuerza a partir de un depurado dibujo de línea muy limpia.
“Pertenezco a una generación marcada por los difíciles años noventa” –dice– “y la obra generada en ese período tenía una actitud reflexiva en torno a todo lo que estábamos viviendo y nadie quedó ajeno a ese momento porque fue, ciertamente, muy complejo. Actualmente, quizás, me he vuelto más sosegado en cuanto a algunos asuntos y percibo que hay una introspección y una mirada hacia el ser humano, hacia las relaciones interpersonales, al vínculo con el medio y eso, sin uno darse cuenta, va cambiando la perspectiva de los argumentos que se abordan en la obra. El tema de cómo se relacionan hoy los seres humanos es una preocupación que se refleja en mi trabajo. Creo que el arte puede curar y sanar”.
Ese deseo de participar y, sobre todo, de influir en su entorno, hizo que en octubre de 2008 se concretara un sueño que acarició junto a otro vecino de la cuadra: la realización de un parque, sencillo homenaje al reconocido arquitecto catalán Antoni Gaudí. Así nació el parque Gaudí en una esquina del habanero reparto Kohly que otrora fue un vertedero y, gracias al poder transformador del arte, desde hace casi una década, la comunidad cuenta con un espacio de socialización.
“Cuando se supo del proyecto dijeron que iban a apoyarnos con unos asientos y dijimos que los íbamos a fabricar nosotros mismos y que cada banco iba a ser una escultura diferente. A medida que el parque fue creciendo, la gente se sorprendía al ver cómo a partir de aquel cemento iban naciendo imágenes hermosas. Para hacer el diseño involucré a todos los vecinos quienes, desde entonces, defienden su parque. Desde mi modesta acción, siento que cooperé para que el arte se convirtiera en arma de encuentro. Sinceramente, la considero mi obra más necesaria, porque sé que representa un beneficio social y la gente la disfruta. Ya estamos pensando en organizar el décimo cumpleaños del parque Gaudí, un espacio de arte vivo”, dice.