Tomás Núñez (Johny) detesta los salideros de agua, le molesta que arrojen papeles en medio de la calle o que lancen una lata al suelo; le duele que caminen sobre un césped recién podado o que, sin recato, “maltraten” árboles, paredes, piedras, adoquines o muros: la desidia lo incomoda y esas arraigadas convicciones que, insiste, “no son moda sino algo que siente profundamente”.
Ese sostenido desvelo lo ha llevado a que, de manera artística, su obra ensamble desechos que ha ido colectando con sus propias manos y que encuentra a su paso y, sin teorizar demasiado, se ha sumergido en la “poesía del hierro” que tuvo su auge mayor a finales del siglo xix y en los albores del xx, cuando el art nouveau elevó ese metal a rango artístico.
Johny –que no es apodo sino el segundo nombre que le pusieron sus padres cuando nació el 4 de febrero en 1973 en la oriental provincia cubana de Granma–, desde pequeño sentía inclinación por las artes pero, en su familia, nadie tenía vínculos con el sector. Sin embargo, cuenta, algunos profesores lo estimularon y estudió Dibujo técnico, conocimiento que le “ha sido muy útil para la obra, sobre todo el rotulado”.
Por razones familiares su infancia transcurre entre la capital y Granma y, aunque no pudo ingresar en la Academia de Artes de San Alejandro, ese ha sido “su sueño mayor”. El joven artista, que aún andaba buscando su propio camino, llega al Consejo Asesor para el Desarrollo de la Escultura Monumentaria (CODEMA) en el momento en que la imprescindible escultora Rita Longa lo dirigía y lo designa como productor, labor que le abrió todo un universo –hoy indispensable– porque le permitió conocer con profundidad la infraestructura que se mueve detrás de una obra: “esa es una especialidad que no se enseña en ninguna escuela y es absolutamente necesaria. Me formé al lado de grandes escultores como José Villa Soberón, Tomás Lara, Rafael Consuegra, Eliseo Valdés y Ramón Casas” y, posteriormente, ha expuesto y participado junto a ellos en diversos proyectos.
Tempranamente Johny entendió que, pintando, era “demasiado espontáneo”, y el volumen lo sedujo porque la tridimensionalidad le permite jugar con el espacio. “Tocar una pieza, darle la vuelta, observarla por todas sus caras es una sensación única”, asegura.
En su ascendente carrera como escultor, ha participado en más de setenta exposiciones colectivas y once personales y tiene obra de gran formato emplazada en nuestro país, México e Islas Canarias, al tiempo que combina su quehacer con pequeñas piezas que denomina Retablos. En ellos usa materiales como el metal, la piedra y el mármol y los conjuga con desechos de plástico, resinas, maderas y óleo: “estos retablos llevan un proceso largo; primero los patino para dar una evidente sensación de envejecimiento y, al llegar al resultado final, uno se da cuenta de que es secuela de todo lo anterior y que atesora elementos de la pintura para llegar a la escultura”.
Johny trabaja los retablos por series, pero cada pieza encierra un sentido particular que logra no solamente a partir de la composición sino que tiene que ver con alguna experiencia personal, vivida o imaginada: “voy combinando y armando un pequeño teatro y lo atrapo en cada retablo. Un recurso que utilizo es el tiempo a partir del icono del reloj –puede que no funcione o que lo haga al revés–, e igualmente las marcas, que tanto representan, definen y caracterizan la sociedad de consumo”.
Su taller está en la emblemática Calle del Obispo 465, de La Habana colonial, y pertenece al maestro Alfredo Sosabravo; ahí nació durante la pasada XI Bienal de La Habana el proyecto (colateral) Alboroto quieto que aglutinó a treinta y cinco diseñadores gráficos, pintores, escultores, dibujantes y grabadores –jóvenes y consagrados– convocados por Johny para que dejaran su huella sobre un soporte cerámico: “esos soportes son módulos cuadrados, tubos circulares, placas redondas y ellos intervinieron con su impronta”.
Alboroto quieto devendrá exposición en el primer semestre de este año porque la Casa del Benemérito de las Américas, Benito Juárez, o como todos la conocen, la Casa de México así lo ha solicitado, pero seguramente vendrán nuevos “alborotos” porque el prestigioso Museo Nacional de la Cerámica Artística Contemporánea Cubana ha mostrado su interés e intención “de darle continuidad al proyecto”.
Mientras esos planes se concretan, Johny sigue fantaseando. Su anhelo es crear un contenedor con alas de más de cinco metros –combinando el metal y el mármol– que lo imagina emplazado cerca de la bahía de La Habana y acumulando desechos no degradables como llantas de automóviles y otros elementos de hierro que son los que van a perdurar y que han tenido usos anteriores y, por supuesto, historias pasadas. Insiste en que su obra “no es un periódico”, pero sí le preocupa el diálogo con el espectador y que la gente interactúe y toque con sus manos las piezas: “me interesa que la gente piense, reflexione y se comunique a través del lenguaje del arte; la obra tiene que decir algo no solamente por su estética o su diseño, sino por su contenido”.
Tomás Núñez –indetenible en su cruzada personal por ahorrar el agua, erradicar los vertederos, evitar la innecesaria suciedad– desde su Alboroto quieto dice no a la indolencia, y su obra es el mejor ejemplo.