En subasta, un yatista adquirió por la cifra de veinte mil dólares un ejemplar de gato azul. Raza originaria del archipiélago de Cuba que los pescadores también llaman gato-pecera. Mirados a contraluz, estos felinos irradian un azul fosforescente que permite observar su flujo sanguíneo (igualmente azul) en científica correspondencia con los cambios de mareas y las fases de la luna.
El gato fue llevado a la casa del acaudalado. Dormitaba ante la ventana recortado contra la luz del día. Antes de salir a navegar el yatista examinaba el cuerpo del animal. Veía en su vientre lo que le depararía la jornada de pesca: los vientos, los huracanes y los cardúmenes. Lo llamó entonces Almirante Nelson; lo condecoró y vistió honorablemente.
Pero cierta vez vio en su vientre la superficie del agua cubierta de peces muertos. Y del otro lado, un gato –era el mismo Almirante Nelson– que hundía su zarpa en el mar y escapaba con la presa en la boca.
El gato se ovilló hasta formar un cojín azul ante la ventana. No eres azul marino –pensó el hombre mientras le cosquilleaba el entrecejo– eres azul ajenjo, y tienes el pasado luciferino de cualquier gato del mundo.