Rauch es una calle tranquila y arbolada que parece una ranura entre edificios modernos. A media cuadra, a través de los cristales de una planta baja se observan cuadros. Junto a ellos salta el nombre. InKuba Tattoo&Art Studio abrió sus puertas en marzo de 2018 y tiene una peculiaridad: sus propietarios son cubanos.
Con InKuba Tattoo&Art Studio en esta manzana del barrio bonaerense de Almagro son tres los espacios donde uno puede hacerse un tatuaje. Argentina es el quinto país del mundo con más personas tatuadas, según una agencia alemana de investigación.
A simple vista, Armelio Borges es de carácter reflexivo y Harold García temperamental; uno es más alto que el otro, pero ambos tienen ideas afines sobre el arte, el trabajo y suelen complementarse. Se reconocen como “los mejores amigos desde primaria” y por eso decidieron unir esfuerzos en este espacio.
Nacieron en 1984, en Holguín, y por razones parecidas estudiaron la carrera de Instructor de Arte a principios de este siglo. Entonces ni siquiera soñaban con ganarse la vida realizando tatuajes; menos, con hacerlo a siete mil kilómetros de su ciudad.
“Como artista plástico subestimaba el tatuaje”, confiesa Harold: “Para mí era una rama muy baja de la pintura. En Cuba nunca se me hubiera ocurrido.”
En la misma línea se encontraba Armelio, quien, en materia de tatuajes dice haber vivido “en una burbuja”. El dibujo en piel más acabado que había visto antes de salir de Cuba era un pez coi.
“Hoy para mí es una obra de arte”, dice: “Un tatuaje es como un lienzo caminando. La persona que lo lleva puede mostrarlo, incluso puede dejar que lo toquen.”
“La gloria los espera”
El 20 de octubre de 2004 sucedió en Cuba la primera graduación masiva de los Instructores de Arte. En la Plaza Ernesto “Che” Guevara, de Santa Clara, Fidel Castro los despidió al grito de: “¡Adelante, valientes abanderados de la cultura y el humanismo! Toda una vida de gloria los espera.”
Por todas partes se les vio después, con sus camisas a cuadros y sus faldas o pantalones azules, pintando o tocando guitarras en calles o escuelas donde eran ubicados para multiplicar en otros una vocación en ellos consolidada.
A Armelio Borges le tocó el Servicio Social en una escuela primaria. Allí impartió clases durante cuatro años. “A la vez pintaba cuadros por encargo o le vendía a artesanos de la playa”, cuenta.: “Eso ayudaba un montón. Así pude darme mis gustos y venir a este país.”
“En Cuba vivíamos del arte”, señala Harold, y prosigue: “y dentro de todo teníamos un estatus bastante alto con respecto a la media. Al trabajar con el turismo cobrábamos en dólares… qué sé yo”.
Pero, un día, estos dos valientes quisieron probar de verdad su valentía. En Harold todo comenzó como un reto, mezcla de curiosidad y sueños. Le entraron ganas de conocer, de probarse.
“Yo me estaba aburriendo en Cuba. No me fui por un problema político, a pesar de no estar de acuerdo muchas veces con el sistema. Tenía 24 años y quería saber si era capaz de vivir por mí mismo en un ambiente totalmente ajeno, saber si tenía la capacidad intelectual y moral para sostenerme en un ambiente distinto”.
Buenos Aires, Buenos Aires….
El primero que salió del país fue Harold.
“Vine en noviembre del 2009, de vacaciones. La que era mi novia tenía familiares en Buenos Aires y quisimos ver qué honda. La verdad es que nos gustó”, sostiene.
“Me dijo que las posibilidades eran buenas.”, continua Armelio: “Entonces mi esposa y yo decidimos venir.”
“La desinformación que tenemos en Cuba es increíble”, vuelvo a decir Harold: “Yo tenía una expectativa completamente distinta. Pensaba que llegaría a la tierra prometida, donde todo era fácil y seguro. Al final fue todo lo contrario, fue una cachetada durísima”.
2009, el año en que Harold García arribó a la ciudad de Buenos Aires, la dirección Nacional de Migraciones habría de tramitar, por cubanos, 131 radicaciones permanentes y 52 temporales. La entrada y salida total durante esos doce meses fue de 3 mil 837 y 4 mil 401, respectivamente.
Harold vendió paquetes turísticos en la calle Florida, trabajó en un call center y en una empresa de videojuegos donde fue ascendiendo en responsabilidades hasta que decidió fundar el estudio de tatuajes.
Armelio llegó dos años después, y, como su amigo, pasó sus primeros y largos años de emigrado intentando venderle por teléfono a cientos de desconocidos al día.
“Además, vendí ropas, hice otras cosas…”, advierte: “En mis tiempos libres siempre pintaba. Hice algunos cuadros por encargo, abrí una página en Facebook. Por esos tiempos pasamos un curso de tatuaje, y ahí me di cuenta que no podía hacer dos cosas a la vez. Tenía que elegir, y elegí el tatuaje.”
“Que empezara a tatuar fue idea de mi actual esposa”, dice Harold: “Me dijo que, aunque estuviera realizándolo en otro soporte, estaría pintando. Así, me apunté en un curso. Una vez que hice el primer tatuaje vi lo difícil que era y lo equivocado que estaba.”
A Armelio mucha gente le había aconsejado meterse en el mundo de los tatuajes, “por un asunto económico, más que nada”. Lo dudó hasta que otra casualidad lo puso junto a su amigo de la infancia: se habían apuntado, sin planearlo, en el mismo curso de tatuajes y ahí comenzó todo.
“Lo más complicado fue encontrar un lugar bueno”, apunta: “Bueno, bonito y barato”.
Como cada uno contaba con materiales, los juntaron. Después debieron comprar nuevos insumos para abrir el local.
“El tema es que todos los insumos son importados, precio dólar, y al subir el dólar se nos encarece todo. Tuvimos que establecer un equilibro para no perder y tampoco matar a la persona que viene a tatuarse. Buscamos un término medio”, dice Armelio.
En InKuba Tattoo&Art Studio trabajan por sesiones, por “comodidad para con el cliente y por nosotros”. Se trata de tandas de unas cuatro horas que, a veces, se extienden algo más, en dependencia de la complejidad del dibujo.
“¡Pero cuatro horas es un montón!”, exclama Armelio: “La piel sufre y el cliente también. Porque el tatuaje duele. Y el tatuador también sufre por la postura.”
El costo de la sesión está sobre los 4000 pesos argentinos, unos 107 dólares norteamericanos.
“Hay gente que te cobran desde que entras al local, cobran el tiempo. Nosotros, por ejemplo, no cobramos la realización de un diseño”, aclara Armelio.
Y continúa Harold: “Partimos de una negociación. Muchos clientes vienen con una idea definida, pero, otras veces, traen una concepción estética que no es la mejor y ahí está la parte donde uno lo aconseja y le hace una contrapropuesta. Eso lo vivimos siempre. Muchas veces denegamos trabajos por eso”.
“Te puedo asegurar que la mujer aguanta muchísimo más que el hombre. La mujer no se queja, aunque le esté doliendo un montón. El otro día estaba haciéndole un calendario azteca a una chica, un tatuaje en el cetro de la espalda. Sabía que le estaba doliendo, pero no se quejó nada. Los hombres hacen lo contrario, golpean la camilla, putean un montón.”, advierte Armelio.
Una filosofía
“Cada tatuaje es único, es una obra nuestra y lo queremos. Nos preocupamos mucho por el cliente, le preguntamos si se los están cuidando. Es nuestra cara lo que va por la calle”, asegura Armelio.
Fue él el primero de los dos en tatuarse. Bajo su propia supervisión Harold dibujó en la parte interior de su brazo izquierdo el rostro del David, de Miguel Ángel.
“Representa el arte para mí, y significa esta etapa que comienza. Es como la mezcla del arte y la tinta. Es el primero, pero no será el último”.
¿Lo hiciste para que los clientes confíen en ti?, pregunto.
“Trato de elegir un proyecto con el que podré vivir el resto de mi vida. No es un tatuaje para que la gente confíe en mí como tatuador, sino porque es lo que quiero, lo que me gusta… De hecho, lo cuido mucho, porque el tatuaje no es hacerlo y ya, hay que cuidarlo para que perdure.
¿Qué cuidados lleva?, quiero saber.
“Crema, debes mantenerlo hidratado por todo el tiempo posible. La piel siempre trata de rechazar la tinta y, si a eso le sumamos el roce, el sol, el tatuaje se va deteriorando un montón”.
Poco después de haber hecho esta entrevista, Harold acabó al fin tatuándose el suyo. También en el brazo, en la parte interior. Es la copia de una escultura que vio en Florencia, el rapto de Políxena.
“El tatuaje es adictivo”, apunta Harold, así, luego, se aprestan los dos a realizar el trabajo que espera.