Eran dos bolsas: una blanca, otra negra. Se movían solas, a ras del suelo de la galería Casa 8, entre los pies de los reunidos en la inauguración de la exposición Espantado de todo del artista visual Pedro Pablo Oliva. Quizá fueran más de dos, pero ese detalle no importa. Según el relato que escuché, en ellas estaba cifrado el poder de ilusión y encantamiento de una terrible y cándida historia.
Exhibida desde el 21 de diciembre de 2018 al 31 de enero de 2019, las series que la conforman, tituladas Lamentaciones, Balcones, Los extraños fantasmas de la utopía, Alegrías y tristezas de El Malecón, y Sillones de mimbre, no persiguen construir un simple relato de hombres y fantasmas.
Dígase paradoja para intentar rápido y mal la síntesis, para invocar incluso a Martí —ese misterio que nos acompaña— tras recordar lo condensado en las cartulinas negras ejecutadas con técnica mixta y collage, y en “el Martí dormido” esculpido en bronce. Deseos, promesas, desilusión, desengaño, alegrías y derrotas parecen ser las coordenadas de la vida de esos seres modelados por Oliva.
Pretendiendo una enumeración de las “locaciones” recreadas, dígase un balcón, el lomo verde del país, una habitación, una butaca de mimbre, el Malecón, un pedestal. Los anteriores son los escenarios desde los cuales también se ha visto, vivido y padecido una utopía. Porque se instauran como el resumen de otro posible mapa físico y político de Cuba.
Los hombres y mujeres de Espantado… transcurren en una extraña calma o aparente resignación acompañados de animalejos, nubes, rocas, flores. Algunos parecen levitar o soñar. Otros, según el arco descrito por el cuerpo, cavilan desde posturas cómodas o extremas. Sin dudas se trata de una quietud situada en un equilibrio precario.
“Escondo en casa un montón de fantasmas que me fueron dejando poco a poco los buenos y malos amigos. Una vez al año los echo en una bolsa y los dejo pastar en algún sitio con la dulce esperanza que un día dejen de ser una utopía” —escribió Pedro Pablo en las palabras de la exposición—. Pienso en las bolsas, sus colores, el contenido, en aquello que los mueve. Pienso en Pedro Pablo Oliva y sus fantasmas, en esa singular manera de lidiar con ellos.
Hay en la obra de Oliva una variante muy personal que le ha otorgado forma, orden y sentido al sueño de la razón. Lo humano y lo divino está en esta exposición, estampado sobre el negro fondo de los cuadros o en el metal moldeado.
Espantado de todo resulta el corte en canal de una realidad delineada, para bien o para mal, por las relaciones de poder, por el relato narrado desde el que detenta el poder, y la noción del bien elaborada y enunciada por esos sujetos.
Las relaciones de poder también incluyen la duda de quien apenas se encuentra representado, de aquel que no entiende desde cual agenciamiento se le desea el bien, de quien disiente ya sea del amor que se le profesa, de la ideología propuesta o impuesta. Sin lugar a dudas, Espantado… pone en crisis no la ideología incondicional del amor, y el amor incondicional a una ideología, sino las nociones de lo moral y lo ético en quienes profesan un tipo determinado de amor e ideología u ordenan profesarlos.
“Me creí aquella historia del hombre nuevo, dueño de una filosofía racional y científica, desprendido del mundo material y repleto de espiritualidad. Todo hombre carga con sus fantasmas, esa especie de frustración que nos atormenta y nos impulsa a ser cada día mejores” —escribió Oliva.
Entonces es real la paradoja vivida por los personajes de las oscuras cartulinas. Parecen ingenuos, simples, tanto por los trazos y expresiones que los caracterizan como por las frases que los acompañan. Sin embargo no hay nada naíf en ellos, ni siquiera en esa escritura de trazo redondo y claro, de “escolar sencillo”, donde faltan tildes: “por más que me agacho veo solo nubes”, “por más que oigo no se que dice”, “por más que me quito la piedra me aparece en algún zapato”, “por más que huelo no se a que sabe”, “por más que miro no escucho la voz”, “por más que sueño pierdo la fe”. Es aparente la candidez de las escenas, porque debajo de ese velo acontece una batalla.
Puestos a recordar esa suerte de closed caption en la serie Lamentaciones, y a la par enlazándolos con la postura de los personajes, entenderemos de manera cabal las paradojas planteadas por Pedro Pablo Oliva. En las calles de Cuba está el hombre común para corroborarlas. Es ese hombre el de Lamentaciones. Y no es precisamente un actor social con verdadero poder de decisión y transformación, sino un elemento más de un gran mecanismo. Esos seres no están fuera del juego, pero por más que jueguen siempre pierden “la bola”.
Arrodillado en una colina, uno de esos hombrecitos espeta: “toda utopía tiene una máscara”. Pero lo enunciado allí no solo propone imaginar las disímiles formas de la máscara, también sitúa al espectador en la necesidad de desentrañar el verdadero rostro del enmascarado y los matices de su discurso. Espanta menos la máscara que la verdadera identidad del hombre tras ella y el significado de cuanto dice.
Una suerte de susurro o grito más o menos ahogado recorre las cartulinas. No se trata precisamente de la frase espetada por cada personaje en el verde lomo del país, sino la voz del artista. ¿Acaso es un hombre “espantado” que encontró un refugio en las artes visuales? Es en la escultura del “Martí dormido” donde esa voz alcanza su registro más alto, porque en la pequeña figura de bronce se resume el hombre enamorado del amor, el sufridor del anillo de hierro, el que plantó batalla en la manigua enfundado en negro sobre un caballo blanco, aquel de verbo rotundo e inflamable, esa suerte de trinidad en tanto padre, hijo y “espíritu santo”.
¿Qué imágenes estallarán en el sueño; qué voz, de todas, Martí no escuchará ni entenderá? ¿Qué no olerá ni degustará? ¿Verá solo nubes, tendrá una piedra en el zapato? ¿Acaso en la butaca de mimbre sueña que en algún momento perdió “la bola”?
Los collages y la escultura se constituyen como un dispositivo personal y a la vez colectivo para enunciar y traducir una incomodidad. Allí se ejecuta una suerte de resistencia.
Espantado de todo es un relato donde estamos (casi) todos. Hasta el anciano de la barba y traje militar oliva. Alberga las alegrías, frustraciones y la terquedad de muchos: la enamorada en el balcón, el que duda sentado en la colina, los que intentan participar activamente en “el juego”, aquel decidido a cambiar todo lo que puede ser cambiado, el amante, el funcionario, el ingenuo, aquellos que han envejecido y ya no esperan nada, los adolescentes, el camaján…
A propósito de los fantasmas y del hombre, escribió Pedro Pablo Oliva: “Aquí los traje, aquí los dejo, torpes soñadores sin rumbo fijo, intentando a cada segundo descubrir un nuevo y esperanzador camino”.