Los viajes de una rara colección de arte

Pepe Núñez, uno de los salvadores de la colección. Foto: Maykel González Vivero

Pepe Núñez, uno de los salvadores de la colección. Foto: Maykel González Vivero

Wifredo Lam no siempre fue él mismo. Alguna vez fue Wilfredo de la Concepción Lam y Castilla. Estudiaba en la escuela Latorre del barrio de Cocosolo. Pintaba naturalezas muertas y escenas mitológicas de factura popular. Pintaba sobre papel de envolver provisiones en una bodega de Sagua la Grande. Algunos de estos cuadros, extraordinarios sobrevivientes de un aprendizaje fecundo, volvieron a la ciudad natal del pintor después de varios años de ausencia. Pertenecen a la pinacoteca Apolinario Chávez, una de las más raras colecciones de arte cubano que conservan los museos de la Isla.

Apolinario era camagüeyano, pero daba clases en la academia Leopoldo Romañach, de Santa Clara; según recuerda el pintor sagüero José Ramón Núñez, Pepe. “Chávez supo que teníamos en Sagua una pequeña colección de pinturas, y por eso donó la suya poco antes de morir”.

Esta pinacoteca, como cualquier repertorio de su clase, se conformó a partir de múltiples gérmenes. Los artistas Pepe Núñez, Manolo Fernández y Francisco Rodríguez Marcet, hurgaron toda Sagua en busca de obras dignas de exhibirse. Así aparecieron las primicias de Lam, las evidencias de su aprendizaje. “Salvamos de las llamas –dice Pepe– los cuadros de las galerías del Liceo y el Casino Español. Era una época de tanteos –se refiere a la década de 1960–, y no faltaron los vándalos que desconocían el valor de aquellos óleos. Los bodegones de Lam –el pintor sonríe, se felicita por la sagacidad que desplegaron– los canjeamos por un paisaje de menos valor”.

Wilfredo Lam, copia de Delacroix
Wilfredo Lam, copia de Delacroix

Los bienes artísticos de las antiguas sociedades y familias sagüeras incluían retratos, sobre todo. Pero grandes retratos: firman Melero, Valderrama, Manuel Mesa. El núcleo primigenio ya estaba reunido en 1974. Al año siguiente, la ciudad estrenaba una colección que seguiría incrementándose durante las próximas décadas.

Para tratarse de artes plásticas –uno las ve, idealmente, colgadas e iluminadas, eternas–, la pinacoteca nunca se ha expuesto permanentemente ni ha dejado de viajar. De Sagua a Santa Clara. De Santa Clara a Sagua. Trashumante. En los ochenta parecía que el museo sagüero no podía garantizarle seguridad. Se fue y volvió. Pero le cobró gusto al camino: hizo la misma ruta varias veces. Parece que en ningún caso las obras fueron transportadas según los requerimientos de conservación. En cada viaje, un bastidor roto, un agujero en la tela, un poco de óleo agrietado y perdido.

El Museo Provincial Abel Santamaría, su destino transitorio de siempre, es seguro y poco confortable. Hay cierto hacinamiento en el almacén. El comején de un armario se alimentó de un suculento bodegón. “No hay esperanzas de restauración aquí”, avisa Rosa María Reinoso, la conservadora. “El trámite depende de muchos factores, es burocrático”.

Cerca de cien piezas posee hoy la pinacoteca. La mayoría se halla en estado regular. Unas pocas se mantienen intocadas. Otras están impresentables. No obstante, el legado de Apolinario Chávez hace de esta colección un conjunto raro, inesperado. Apolinario era un pintor menor, y su colección, en razonable armonía, se enorgullece de haber salvado obras menores. Ya se ha dicho que no sólo las cimas conforman una tradición. Hay zonas de las obras maestras que sólo se explican desde los matices de las expresiones pequeñas, preliminares, circunstanciales.

Apolinario Chávez
Apolinario Chávez

Aquí Amelia Pélaez no es ella misma: pinta una marina. Romañach, en cambio, no pinta sus conocidas marinas, sino nubes. Estudios de nubes. De Ponce hay un dibujo a lápiz, unos trazos apurados. Lam copia a Delacroix. Víctor Manuel sí es él mismo. Sanz Carta es él mismo. Federico Sulroca urde un desnudo exótico, de hechura ingenua, pero tema digno de Ingres. Y lo mejor: Apolinario gozó de la amistad de pintores notables del siglo XX, poco recordados hoy, que le obsequiaron algunas obras merecedoras de figurar en una antología de nuestro arte menor. Ahí aparecen Antonio Rodríguez Morey, Sánchez Araujo, Emilio Rivero Merlín, Crispín Herrera, Pastor Argudín…

Amelia Peláez
Amelia Peláez

Tantos trasiegos de Sagua a Santa Clara han actualizado la vieja polémica regional: ¿una ciudad quiere despojar a otra? ¿La mejor solución es el traslado, que presupone la incapacidad de la región menos favorecida para mantener su patrimonio? Miguel Madariaga, director del Registro Provincial de Bienes Culturales, defiende el derecho de cada propietario, de cada localidad, a retener y disponer sus obras de arte con respeto a las disposiciones legales que aluden a la seguridad y preservación. A Sagua, no obstante, se le torna empresa difícil.

Los viejos catálogos de exhibición temporal de la pinacoteca aseguran que la Villa del Undoso, gracias a su tradición pictórica y al trabajo de la academia Fidelio Ponce, había devenido para finales de la década de 1970, “uno de los ambientes más ricos en manifestaciones plásticas del interior de la República”. La centralización, la política que favorece a una ciudad sobre las demás y ha construido focos absolutos de vida cultural donde hubo, si acaso, un sitio más, ha liquidado las circunstancias que propiciaron el surgimiento de la notable compilación.

La pinacoteca regresó a Sagua la Grande este mes, sin embalaje, a bordo de una camioneta. “Será el último viaje”, asegura Yolanda Collazo Goicochea, directora del Museo Histórico de Sagua. “Trataremos de hacerla restaurar. Queremos exponerla. Que alcance el reconocimiento que merece como una de las colecciones de pintura y dibujo más importantes del centro del país”.

 

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