Con la misma “magnífica ironía” que Dios le dio los libros y la noche a Borges, dejó ciego a Marcelo Pogolotti a los 36 años de edad.
El llamado “pintor social” de la vanguardia histórica cubana llegó a la cúspide de su carrera en 1937, y para 1938 había perdido del todo la visión. Así, su paso por las artes plásticas fue efímero, pero lo suficientemente vasto como para convertirlo en un reconocido artista fuera de su país natal.
Después de formarse académicamente entre La Habana, Turín y Nueva York, Pogolotti fue una suerte de hombre orquesta: delineante arquitectónico, vendedor de bombas de agua y empleado de la Compañía Cubana de Electricidad, de una importadora de medias y corbatas, y una firma de corredores.
Sin embargo, al salir de Cuba en el año 28 era un miembro destacado de la primera generación de vanguardistas que, a partir de la Exposición de Arte Nuevo organizada por la Revista de Avance en 1927, reorientó la pintura en la Isla.
Más que un frío homenaje al aniversario 30 de su muerte, la exposición Marcelo Pogolotti: Vanguardia, Ideología y Sociedad, que llena hasta el próximo 21 de mayo las paredes de la sala transitoria del Edificio de Arte Cubano del Museo Nacional de Bellas Artes, constituye un retrato del período entreguerras.
La muestra intenta ser abarcadora de toda la producción pictórica y dibujística de uno de los más legítimos plásticos cubanos de la tercera década del siglo XX: desde obras que hizo en 1925, cuando comenzaba a darse a conocer, hasta su último cuadro, Encuentro de dos épocas, realizado en 1938.
De acuerdo con el curador Roberto Cobas, la exposición intenta mostrar que, aunque casi toda su obra fue realizada en el Viejo Continente, Pogolotti es un pintor eminentemente cubano.
Cubano, vanguardista… en Europa
Para adoptar el vanguardismo “sin reservas ni cortapisas de ninguna especie” –como quiso Pogolotti–, el joven requirió un entorno más fecundo que La Habana, y París estaba prestablecida como destino de la élite artística del momento.
Tal como señaló en Del barro y las voces el propio Pogolotti, “un imperativo estético en coincidencia con el tormentoso momento mundial” le impuso una nueva orientación pictórica hacia 1929.
“Todo lo que se había realizado en arte hasta entonces en el transcurso de tres cuartos de siglo, no obstante sus inmensas aportaciones, empezaba a parecerme no más que un espléndido juego de artificios. (…) el arte había ido perdiendo su grandeza. Era preciso reintegrarlo a la vida, a la historia y al pensamiento vivo”, resaltó el artista en su autobiografía.
“Entonces ya empezaba a comprender que no iría lejos modificando lo que se había conseguido, sino que resultaba indispensable hacer tabla rasa de todo para, sin olvidar las anteriores experiencias, dar un salto hacia adelante”.
En palabras del intelectual Jorge Rigol, el propósito de Pogolotti no era “realizar una pintura cubana, ni francesa, ni de ninguna parte. Tal vez sería más acertado decir que se trataba de hacer una pintura de todas partes”.
Entre Francia e Italia se movió el pintor hasta regresar a Cuba en 1939, poco antes de iniciarse la Segunda Guerra Mundial. Si bien incursionó en el surrealismo, el maquinismo y unos cuantos “ismos”, su logro más notable lo tuvo al ser el único exponente cubano de la tendencia futurista.
Al respecto, plantea Alejo Carpentier en el artículo Un pintor cubano con los futuristas italianos: Marcelo Pogolotti, que Pogolotti era el pintor antillano de técnica e ideas más avanzadas y que “llegó maduro a los núcleos futuristas italianos. Ellos tuvieron muy poco que enseñarle”.
Pogolotti resultó, de hecho, el primer integrante del arte nuevo criollo que se involucró y trascendió alguna de las vanguardias europeas. Dotada de un discurso estético muy bien estructurado, su obra fue radicalmente crítica.
Su hija Graziella Pogolotti ha subrayado que el auge del fascismo y las repercusiones de la crisis económica, acentuaron el interés de su padre por los problemas sociales de la época.
Dos de los cuadros más conocidos del pintor, Paisaje Cubano (1933) y El Intelectual (1937), dan cuenta de que la estética y la ética estaban profundamente imbricadas en su concepción del arte. A tenor con el director del Museo Nacional de Bellas Artes, Jorge Fernández, Pogolotti pudo unir como pocos su legado artístico con su legado ético.
Sobre Paisaje Cubano, el propio autor expresó: “Me resistía a mostrar una imagen de mi país que satisficiese el gusto por el exotismo de los franceses, anglosajones u otros extranjeros, ya sea como una salvaje isla antillana entregada a frenéticos desahogos festivos, según lo pintaba tres años atrás Abela, ya sea como una remota tierra de ensueño, idealizada por Víctor Manuel en su Gitana Tropical… Mi objeto era pintar la realidad humana en un paisaje social”.
Con El intelectual, por otra parte, se propuso traducir las circunstancias que “arrinconaban cada vez más al intelectual consciente, quien estaba perdiendo rápidamente toda libertad de expresión en la propia Francia, después de haber sido amordazado en casi todo el resto de Europa”.
Incluso habiendo moldeado un prolífero camino como ensayista y narrador a través de variados géneros y temas, publicados en catálogos, diarios, revistas, libros y programaas radiales, Pogolotti fue incomprendido y excluido por algunos de sus contemporáneos. Pero la historia se ha encargado de recordarlo.
Nadie duda hoy lo alto que voló su espíritu progresista cuando la ironía de Dios no lo había dejado aún en las sombras. Cuando era pintor y todos los conflictos del mundo cabían en su pincel.