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El vínculo entre la poesía y la pintura ha existido desde tiempos remotos, y no es mi intención —ni especialidad— hablar sobre este apasionante tema. Solo pretendo contarles sobre la amistad entre dos poetas, aunque los “versos” de uno de ellos, en realidad, sean, digamos, “silenciosos”.
Vicente Gandía (1935–2009) fue un extraordinario pintor valenciano que a la edad de 16 años emigró a México con su familia. Allí comenzó a estudiar Arquitectura, carrera que abandonó al poco tiempo para entregarse por entero a la pintura, de forma autodidáctica. Se dedicó también al grabado, la cerámica, la joyería.
Llegaría a exponer en el Museo de Arte Moderno de Columbia, en el Centro Europeo Chastened de Londres, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, Palacio de Bellas Artes de México, y en otros museos en Italia, Francia, España. Obras suyas se encuentran en todos los museos importantes de México. La enumeración de sus premios, exposiciones y reconocimientos es extensa y se encuentra en numerosas páginas de Internet para todo el que quiera ampliar sobre estos datos.
Vicente Gandía y mi padre se conocieron en México, aproximadamente en la década de 1980, a través de una amiga en común, la escritora hispano-mexicana María Luisa Elío, y fue una amistad, como diría mi hermano Lichi, “a primera vista”.
Gandía no solo fue un gran pintor sino, sobre todo, una gran persona, generoso, cálido, inteligente. De niño padeció de poliomielitis pero se sobrepuso a su enfermedad y tuvo una vida plena y productiva. Había que verlo subir aquellas escaleras para llegar al apartamento de María Luisa, con su bastón, como si no representara el más mínimo esfuerzo para él. Se radicó en una bella casa en Cuernavaca con su esposa, Andrea Velazco, y sus dos hijos, Antonio y Xihuitl.

A una muchacha llamada Xihuitl1
Xihuitl, ya ves, yo te recuerdo
como sólo una niña suave, leve travesura de luz en la mañana.
Y de pronto te has vuelto una muchacha
toda de oro, y más, toda de gracia.
Virgen que algún Maestro aprisionara
para una eternidad de juventud sin mancha.
¿Qué decirte, Pequeña, sino gracias?
Por el don de ti misma que atesoro.
En Cuernavaca trabajaba incansablemente, sus lienzos eran una explosión de luz y color. Heredero de la gran pintura española y, también, me atrevería a decir, del impresionismo francés, e imbuido de la fuerza de los colores mexicanos (que se encuentran en la fachada de sus casas, en su sorprendente artesanía, en los tejidos), se dedicó, básicamente, a pintar y dibujar interiores y naturaleza muerta. Y el mar, siempre presente; recuerdo de su infancia y juventud valencianas.

Como buen poeta que era, sus ojos veían lo que los nuestros no ven: la majestad de la sencillez de los objetos más humildes. Estaba atento a la belleza fugaz de un rayo de luz atravesando una ventana, y atrapaba en sus lienzos y dibujos ese momento que ya no volverá a repetirse así, nunca más: “Poesía es el acto de atender en toda su pureza”, afirmó mi padre en su prólogo a su libro Por los extraños pueblos. Y Gandía estuvo siempre atento. El jardín de su casa estaba concebido con gran delicadeza y belleza. Era el jardín de un poeta.

Gandía admiraba la poesía de mi padre y quiso estar en ella, de alguna manera. Por eso le regaló una pequeña carpeta con dibujos y grabados para que mi padre los utilizara en algunos de sus libros. Es por esta razón que las cubiertas de las dos ediciones de Libro de quizás y de quién sabe, la cubana y la mexicana, son de Gandía.
En el precioso catálogo, de una muestra retrospectiva de Gandía, que preparó Ediciones del Equilibrista en 1989, y que dirige el mexicano Diego García Elío, gran amigo de mi familia, hijo de María Luisa y de Jomí García Ascot (también español, poeta, cineasta y, por tanto, amigo de Gandía y de su familia), hay textos de importantes escritores y críticos (Álvaro Mutis y García Ascot, por ejemplo), también hay uno de mi padre, que quiso participar de ese bello homenaje a un pintor‒poeta lamentablemente poco conocido en nuestro país, pero que vive intensamente en cada una de las obras que hizo.

Termino este breve comentario con las palabras de Eliseo, posiblemente “inéditas” para muchos, pues solo se han recogido en ese catálogo:
Un lienzo de Vicente Gandía
Un lienzo de Vicente Gandía no es solo un deleite para los sentidos, también es una puerta o una ventana que se abre a un fragmento del Universo.
Un destello de luz y color de algún modo nos revelará su secreto, y desde entonces extrañamente se convertirá para nosotros en un perpetuo manantial de felicidad y consuelo.
La obra de Gandía se sitúa dentro de la mejor tradición de la pintura española. Parte de las cosas sólidas, reales, y las hace resplandecer desde adentro, como si fuese con el escondido esplendor de su verdadera esencia. Humildes mesas y sillas y la solemne presencia de los árboles en toda la riqueza de sus hojas y flores, se convierten en símbolos que solo el corazón podrá entender a fondo. Y la perspectiva apunta a un algo detrás de las cosas que nos devuelve la confianza en la fundamental unidad de la asombrosa, casi terrible diversidad de las criaturas y objetos que nos rodean.
El mar está siempre cerca, en plenitud de su silencio, cuando la calma y la paz lo unen con aquellos que lo aman en su tremenda, sobrecogedora belleza.

- En Obra poética, de Eliseo Diego. Ediciones DGE Equilibrista y TIERRA FIRME, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1989.