En unos pocos años, Silvia Rodríguez ha hecho trizas el proverbio de que nadie es profeta en su tierra.
Acumula trece exposiciones personales en la Isla, además de otras en Europa, a la que se suma Ofrendas, una mirada panóptica de una imparable creatividad, que estará abierta hasta el 4 de febrero en Artis 718 –la galería de 7ma y 18, en Miramar.
La artista, nacida en La Habana en 1952, confiesa su plan maestro. Captar, con pinceles, laboriosidad y una insomne fantasía, el candor posible y acaso redivivo de una nación en trance.
“Ese candor es también una forma de libertad”, enaltece la creadora en exclusiva con OnCuba en uno de los salones de la galería.
El local está dotado de un sistema de iluminación cenital sobre la mayoría de los cuadros, lo que permite descorrer el velo de las más subrepticias interioridades de la muestra, una réplica de la ya exhibida en la sala Miró de la UNESCO en París durante la primavera de 2017.
Así que aun el espectador profano puede asomarse a la intimidad técnica de la pintora. Recorrer desde la audacia o la cautela de los trazos y las transparencias superpuestas de los acrílicos sobre el lienzo, la cartulina o la madera, hasta los detalles más solapados de la composición, salidos de una autora autodidacta que se hace firmar: Silvia R. Rivero.
Tres nombres y una persona
Fuera de Cuba era Silvia Vitier, “porque muchas veces la mujer toma el apellido del marido”, José María Vitier.
Luego, al pie de las notas discográficas escritas por ella, aparecía Silvia Rodríguez Rivero y en los créditos de los conciertos Silvia Rodríguez.
No faltó quien lo consideró una errata, endilgando las piezas a Silvio Rodríguez, quien a su vez ha cantado algunas de ellas.
“No logré que Silvio se cambiara el apellido”, dice entre risas.
Cine y canciones
Con sus canciones, Silvia ha intervenido en la banda sonora de filmes cubanos y extranjeros.
Debutó en Salón México, una versión del original del Indio Fernández a partir de un cuento del cubano Eliseo Alberto Diego –Lichi– primo de los Vitier.
Para Un paraíso bajo las estrellas, de Gerardo Chijona, compuso de todo: desde sones hasta canciones románticas. Una de ellas, Juego de amor, la recuerda con toda la intensidad de una reliquia.
Su oído musical le viene de su madre, Cuca Rivero, una de las matriarcas de la enseñanza coral en Cuba, que siempre estuvo detrás de su hija como una maestra invisible.
“Nací oyendo un coro”, dice Silvia, quien estudió cuatro años de piano y es capaz de anotar la música de José María Vitier en los programas digitales al uso. “A veces decimos que entre los dos hacemos una sola cabeza.”
Cuando llegó la hora de rubricar su trabajo plástico desechó el heráldico Vitier, “porque iba parecer como un oportunismo”.
Así que el galimatías quedó resuelto con el definitivo Silva R. Rivero.
El encanto de la madera
Sin saber carpintería, ni poseer el instrumental necesario, en 2013 Silvia se lanzó a una empresa artesanal con la madera.
“Las vetas me daban mucha idea para pintar”, evoca.
Todo comenzó con un ramalazo de exageración bien criollo, en el centro de la Isla. En San Juan de los Remedios, “un pueblo lleno de artistas y gente totalmente enloquecida”.
Silvia pidió alguna que otra madera vieja, porque a diferencia de la nueva, presta su resequedad y curación.
“Eso no tiene problema”, le prometieron los lugareños.
Al día siguiente un bicitaxi rebosante “ de tarecos viejos y hasta con un pedazo de ventana” parqueó de sopetón ante la puerta del hostal donde se hospedaba junto a José María, entonces de gira por el escenario remediano.
“Con toda esa tarequera luego hice una exposición en la iglesia de Remedios, en la que iba contando muchas de las historias” de la villa, una de las fundadas a lo largo de Cuba por los colonizadores en la primera mitad del siglo XVI.
Retablos
“Ahí comencé a pensar en los retablos clásicos”, precisa la artista, quien también ha intervenido la superficie convexa de palmas reales en la serie Las palmas son novias que esperan, inspirada en una cita de José Martí.
En sus retablos, Silvia está imbuida de la tradición occidental de tales estructuras colocadas detrás de los altares de las iglesias católicas.
Muchos son joyas del arte sacro, que luego, secularizados, fueron reasumidos por genios de la pintura, como El Bosco, en El jardín de las delicias.
Verdaderas piezas de colección, estos retablos salidos del ingenio de la creadora cubana, donde incluso “se guarda un secreto” que puede ser un abanico, por ejemplo, muestran cierta narrativa, pero sin llegar a una servidumbre impuesta por la anécdota.
Se trata de trípticos de doble cara, finamente decorados con historias reales y fantásticas al mismo tiempo concurrentes.
Atraviesan temas como la maternidad, el viaje, lo onírico, el amor, las pérdidas, el olvido; en su mayoría envueltos en atmósferas arborescentes, iluminadas con una discreción que hace pasar, de contrabando, un sentido místico que toma a hurtadillas el subconsciente del espectador.
Modas y mercado
Silvia R. Rivero es una creadora que se gasta ciertos lujos. Mantenerse al margen del mercado es uno de ellos.
Su trabajo como productora musical y discográfica le permite optar por vender poco como plástica, sin sobresaltos ni marchantes.
“Prefiero ganar mucho menos a ocuparme de vender, porque creo que me dañaría”, alega la pintora, algunas de cuyas piezas han sido adquiridas durante sus exposiciones en Europa.
“En España y Portugal vendí bastante y vinimos muy contentos y sorprendidos”.
Al darle la espalda a las modas y tendencias en el diabólico mercado del arte contemporáneo, Silvia dice defender en mucho su “libertad a la hora de enfrentar un lienzo”.
“Para mí la pintura ha sido un estado de gracia. Es un regalo que he recibido y no tengo pretensiones más allá de que les guste a mis amigos y a mi familia”, establece Silvia, quien hasta el presente ha evitado el uso del óleo por su padecimiento asmático.
Resolutiva, certifica: “Ni me importa lo que se usa y tampoco quiero que me importe”.
Pese a que la mayoría de ellos son artistas respetados, nunca presta oídos a los consejeros. A los que la invitan a pintar con líneas más contemporáneas y novedosas y a los que celebran su imaginería naif.
“Mejor hago lo que me parezca”, resuelve sin altanería.
Una prueba de fuego
El hijo de los Vitier Rodríguez es un remedo de hombre renacentista.
Poeta y novelista, dibujante y pintor, traductor y editor y creador de revistas y libros de arte, José Adrián invitó en 2011 a su madre a tomar, junto con él, unas clases de dibujo con una prestigiosa especialista.
“Adrián, yo no sé pintar ni un cochinito”, se excusó Silvia, quien no dibujaba desde su niñez en los años 50.
Sin embargo, “siempre tuve imágenes claras de cuadros y le decía a Adrián ‘por qué no pintas esto y lo otro’, porque yo lo tenía en mi cabeza”.
Finalmente accedió. En la primera clase le pidieron dibujar una taza.
La profesora quedó satisfecha y la alumna, al llegar a casa, “enloquecida”, comenzó a “dibujar todos los candelabros, las lámparas de techo” y cuanto objeto consideró digno del ejercicio.
“Me despertaba de noche a ver si se me había pasado la racha”. Entonces dibujaba algo para calmarse y retomar el sueño. “Tuve esa sensación de sorpresa”.
La segunda clase fue pastel y algunos consejos sobre claroscuro. Entre las lecciones se interpusieron algunos viajes.
Espaciada, llegó la tercera clase. Fue acuarela. Por primera vez pincel en mano, dibujó una pelota con sombra.
A punto de marcharse, la profesora tomó un pincel con acrílico e hizo unos trazos. Silvia quedó petrificada cuando le entregó el pincel y le dijo: “Haz uno tú”.
“Aquello que salió fue horroroso y con el nerviosismo que tenía empecé a llorar con una vergüenza horrorosa”.
Silvia se disculpó y esa fue su tercera y última clase.
Una pintora que no sabía que lo era
Para otra, tal vez ese sería el punto final de un episodio fallido. Para Silvia el punto de partida de un revés superable.
Comenzó a comprar acrílico y cartulina. Bocetaba y luego pintaba y perdió el miedo al pincel.
“No paraba de pintar”, recuerda, pero sobre todo, la sorpresa radicaba en la cascada de ideas plásticas que “venían una detrás de la otra”.
Algunos amigos pintores le explicaron que esa explosión creativa sucede por temporadas, de modo que no se alarmara si dejaba reposar los pinceles.
“Esa necesidad y esa felicidad no han pasado. Cada vez que tengo un tiempo y lo busco afanosamente, lo dedico a pintar”, notifica Silvia, muy ocupada en los menesteres de la galaxia musical que es el pianista y compositor José María Vitier.
Al autor de Misa cubana a la Virgen de la Caridad, cuya plegaria y salmos salieron de la sensibilidad de Silvia, lo conoció en los ya lejanos e idealistas años 70, una época que “nos permitía vivir en un estado de felicidad importante sin zapatos que ponernos”.
La trovadora –y amiga de Silvia desde la adolescencia– Sara González, le presentó en el antiguo Johnny’s Drink a un José María veinteañero y estudiante de piano, en quien muchos encuentran el ejemplo perfecto para probar una pauta machista que intenta ser taxativa cuando establece: “Detrás de un gran hombre hay una gran mujer”. O viceversa, para adecentar el sarcasmo de Groucho Marx.
Sílvia es una talentosa Artista y sus retábulos son auténticas obras de arte. Estive en su exposición en Lisboa-Portugal y me encantarán todas sus obras.