Algunos podrían pensar que es un clásico de otra época, de otro tiempo, pero en cada palabra suya, en cada diálogo, descansa la identidad y la vida de este país. Si hacemos un breve repaso al entramado de su obra, podremos reconocer que mantiene una actualidad total en el acontecer cubano. La Isla lamentó su muerte un mes de julio hace un lustro, con 82 años, y todavía hoy se extraña en los escenarios nacionales.
Carlos Ruiz de la Tejera no solo fue ese actor que llevó el humor cubano a sus mejores cúspides, sino un hombre que diseñó su vida a partir del placer que indudablemente le provocaba lanzar esas estampas costumbristas al público y recibir de vuelta el aluvión de risas y frases de admiración que recogió durante décadas en las tablas cubanas.
Cualquiera que lo haya visto en escena puede recordar el fervor con que estableció uno de los mayores vínculos que se recuerden entre un humorista y los espectadores en una puesta. Su rostro y sus movimientos en escena eran una oda a la desmesura. Era capaz de interpretar con sus facciones los parlamentos que declamaba y el público no podía quitarle los ojos de encima a lo largo de todo su show.
La maestría con que tejía sus espectáculos no podía venir de otro lugar que de la fatiga y el dolor, de la disciplina monacal con que ensayaba sus monólogos y sus diálogos hasta encontrar el nivel de perfección que desbordaba luego en las noches de los teatros habaneros.
Su técnica estaba curtida en las tradiciones más relumbrantes del teatro cubano. Comenzó a depurarla desde que integró, durante la década del 60, el Conjunto Dramático Nacional junto a los notables Miguel Navarro, Herminia Sánchez, Adolfo Llauradó, Asenneh Rodríguez, Alicia Bustamante y José Antonio Rodríguez. Su debut junto a este influyente grupo fue con la obra de Nicolás Dorr La esquina de los concejales. La demostración de su talento alcanzó tanto arraigo que el propio dramaturgo le agradeció por haber defendido la pieza.
Carlos era un espejo de suspicacias. Tenía un carisma reconocible para comprender lo que el público necesitaba en cada momento e intercalaba sus chistes para que provocaran el mayor golpe de efecto.
No fueron pocas las conversaciones que sostuve con este camaleónico y tremendo actor. La primera ocurrió al finalizar una obra en el teatro Mella, de La Habana. Allí, entre bambalinas, me contó un poco sobre su percepción del humor cubano y los rigores de su trabajo antes de mostrar el resultado final en escena. Sus palabras me confirmaron que no estaba satisfecho hasta que no reconocía que había alcanzado su máximo nivel de perfección y que había logrado de verdad que su mundo habitara plenamente en sus obras.
Sus puestas eran un fresco de la sociedad cubana y de la visión que tenía sobre su país. Nunca acudió a la broma fácil, a la sencillez de un parlamento nacido del choteo o de la burla vergonzosa. Recuerdo que, cuando escribí su obituario en el diario Granma, dije algo como que fue un hombre que elevó el humor a las dimensiones de la ciencia. A la distancia de los años, creo que ese es uno de los atributos que lo ha llevado a perdurar y vencer las duras pruebas del tiempo. Sin embargo, creo que la falta de memoria que acecha como un fantasma cada vez más presente a los medios cubanos y a algunas instituciones, ha pasado por alto la magnitud de su obra y apenas se menciona en estos aciagos tiempos.
Después de aquella noche en que me reveló algunas claves de su inmersión profesional, lo volví a saludar durante una llamada telefónica que hizo al departamento de cultura del diario para anunciar la peña que dirigía y quería como una niña mimada. “Michel, ¿puedes publicarme la próxima fecha de mi peña? Tengo varios invitados, entre ellos, como sabes, estará Jesús del Valle (Tatica)”.
Las llamadas se hicieron habituales. Casi siempre sonaba el teléfono en mis noches de guardia y sus pedidos no dejaban de sorprenderme por el nivel de humildad que dejaba ver cuando exploraba la posibilidad de que el encuentro con su público se anunciara en el periódico.
Reconozco que en ocasiones no era fácil para mí, porque estaba escribiendo alguna información de cierre o revisando algún material de última hora. Me pedía que le tomara los datos por teléfono porque no podía, por alguna razón que desconozco, enviármelos por correo electrónico. Yo sentía que no podía dejar de hacerlo, aunque estuviera en el punto límite de una entrega. Siempre, en reciprocidad, me invitaba a su peña en el Museo Napoleónico. Cuando finalmente me dejé caer por la instalación, descubrí que no le hacía falta promoción en ningún medio. Su público desbordaba la sala, en una comunión increíble.
Casualmente, mi debut en su peña coincidió con la imposibilidad de publicar su anuncio porque esa semana la página cultural estuvo ausente por cuestiones editoriales más relevantes, algo que, dicho sea de paso, no dejaba de molestar a los periodistas que escribían en ella.
No se puede hablar de Carlos Ruiz de La Tejera sin mencionar su paso por el cine. En esa disciplina, como en la vida real y en los escenarios, era imposible que pasara desapercibido. Defendió personajes en filmes de primera línea como Los Sobrevivientes, La muerte de un burócrata y Las doce sillas de Tomás Gutiérrez Alea. Muchos recuerdan su incursión en el séptimo arte, otra de las inquietudes instaladas en sus incesantes búsquedas profesionales.
En los últimos años, he entrado en una guerra frontal con mi memoria, que a veces se transforma, sin razón aparente, en un laberinto sin salida. Me ha jugado malas pasadas borrando fechas, nombres, frases, libros, rostros y conciertos que, por el valor que encierran, nunca debieron abandonar los pasillos de mi mente. Eso me ha provocado que deba aplicarme a fondo para confirmar temas que son muy cercanos para mí y sobre los que he escrito hace miles de años. En ese esfuerzo memorable que hago al recordar, veo como un retrato que se me desvanece a nuestro gran humorista, haciendo sus chistes emblemáticos de la jaba o el camello, entre muchos otros.
Reconozco que en algún momento mi memoria pudiera borrarse por completo, pero la que nunca debería borrarse definitivamente es la memoria toda, sin tergiversaciones, de un país.