“Se murió Chandler de Friends”, me avisó una amiga. Lejos de la informalidad de un mensaje de WhatsApp, diarios en todos los idiomas titularon en sus portadas “Muere Chandler de Friends”. Lo que técnicamente es un error o una imprecisión, resulta sin embargo una verdad como una casa: el rostro de Matthew Perry era más el del mítico personaje de Friends (1994- 2004) que el de su identidad legal; a pesar de haber interpretado otros roles en The Whole Nine Yards, su secuela The Whole Ten Yards y 17 Again; o The Ron Clark Story, entre otras series y filmes.
Para el público Perry era, sobre todo, el sarcástico oficinista (ni para sus amigos estaba claro qué hacía), partner in crime de Joey Tribbiani (Matt LeBlanc), fugitivo de Janice Litman (Maggie Wheeler) y finalmente marido de Monica Geller (Courteney Cox), en un giro de trama que salpimentó la serie más vista de la historia.
Pero bajo el enorme peso de su alter ego, había un Matthew Perry a quien el humor no siempre le sirvió, como a Chandler, de mecanismo de defensa. Es el que atravesó una violenta depresión mientras grababa Friends y al que la noche de este sábado encontraron en el jacuzzi de su casa de Pacific Palisades, Los Ángeles, ahogado, aparentemente después de un ataque cardiaco. Tenía 54 años.
La muerte de un cómico es doblemente trágica. Porque la operación del cómico es desarticular la melancolía, burlar —y burlarse de— la densidad de la vida. La risa desarticula lo que rechazamos y lo que tememos al llevarlo al plano de la caricatura o la ironía, donde se revela una gran comunidad: el lado patético o ridículo o intrascendente que toda cosa tiene; incluso la mismísima muerte, incluso la muerte propia. Pero cuando el cómico muere y sin que haya sido la caducidad natural del cuerpo lo que le puso fin a su vida, parece que la pulsada se hubiera revertido. Y el cómico se hubiera convertido en el minuto final en su contrario, poniéndose muy serio y muy sombrío.
Cuando Perry habló abiertamente sobre su depresión —esa muerte en vida—, ya el cómico se había puesto serio. Se confesaba impotente frente a las fuerzas de la melancolía o que, si acaso, su poder contra ella solo funcionaba en la ficción que mirábamos a través de la pantalla en nuestras apacibles tardes de domingo, y luego de cualquier día o noche de la semana.
A Matthew Perry no le gustaba ver algunas temporadas de Friends porque donde todos veíamos al imbatible Chandler Bing, capaz de derretir el más sólido de los dramas bastándole un solo sarcasmo, el actor veía al hombre bajo presión batiéndose contra sí mismo, que a duras penas controlaba los temblores que le provocaban las drogas y el alcohol mientras se empeñaba en hacer reír dentro y fuera del set. Y lo conseguía. Fue amargo descubrir que la serie que aún veinte años después está siempre ocurriendo en alguna pantalla en algún lugar del mundo, a veces como en loop, para Matthew Perry, la encarnación del alegre Chandler, contenía el registro de su propio drama íntimo.
Friends, Edén colectivo de los que vivimos los 90 y los tempranos 2000 —hoy blanco de cancelaciones en esta era de la pureza moral—, desde ayer nos pertenece un poco más porque lo perdimos un poco más.
Nos queda el sofá de Central Perk y abrazar la esperanza de que, en el capítulo final, justo antes de mudarse a la nueva casa y presentar el apartamento de The Village a sus hijos recién adoptados como “el primer hogar (…), un lugar feliz, lleno de amor y risa”, por fin Bing y Perry hayan estado sintiendo lo mismo.