La suerte, si existe, tuvo que trabajar horas extra para conseguir que el planificado retrato fílmico de un carbonero-curandero en un paraje solitario del occidente cubano, terminara en el encuentro sincrónico entre la historia con mayúscula y la historia con minúscula. Un documento seductor de solo 23 minutos, que desata las mil y una conjeturas en el espectador para reivindicar el carácter polisémico del arte.
Los viejos heraldos, el documental con que Luis Yero (Sancti Spíritus, 1989) removió de sus butacas a un jurado internacional que revisó más de veinte cortos y mediometrajes en el cuadragésimo Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, comenzó por una invitación: tomar fotos de Tatá, Antonio Cordobé González, para la crónica periodística de una amiga.
“Ella tenía la fantasía de que, como su amigo era cineasta, iba a tener fotos increíbles, pero no fue así”, dice Yero, burlándose de sus propias torpezas.
Escuchando a Tatá, confirmando su conocimiento enciclopédico sobre las plantas, el entonces estudiante de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños sintió una “emoción muy profunda y una admiración muy grande”. Luego, al leer el material de su amiga, se enteró de que, además de experto en herbolario, Tatá hacía hornos de carbón vegetal.
“Lo que era un párrafo en la crónica para mí era todo un torrente cinematográfico, porque es un proceso que implica cambios y pauta el transcurso de las horas. El horno es una máquina perfecta”, considera Yero, entre cuyas obsesiones está esa: el paso del tiempo y su registro.
Así decidió que su tesis de carrera sería captar ese proceso en manos de Tatá. Ni más, ni menos, una crónica sobre una ancestral práctica humana para obtener energía calórica.
El calendario de rodaje, con toda la maraña de cosas que conlleva, quedó pactado para abril, pero en diciembre una noticia remeció el esquema fílmico de Yero. La elección del nuevo presidente de Cuba, que debió ser en febrero, era aplazada hasta mediados de abril, haciendo coincidir, inesperadamente, la fecha de filmación.
“Eso fue un gatillazo”, recuerda.
Ciertamente, aunque Yero descrea del lezamiano azar concurrente, iba a tener cámara y logística para construir un relato cinematográfico y la oportunidad de registrar un hecho inédito: el traspaso generacional de la gestión de gobierno de los padres fundadores de la Revolución cubana en casi sesenta años, visto por los ojos y en el entorno de dos ancianos campesinos que temporalmente pertenecen a la generación que tomó el poder en 1959.
“Esa oportunidad donde iba a convivir lo político y la escala de lo histórico, que iba a ser perceptible por la cámara que invadiría la intimidad de la vida de Tatá, me atraía profundamente y me era muy importante como ciudadano de este país, a nivel emocional, político y estético.”
La experiencia en Baracoa, en la provincia de Artemisa, a unos 50 kilómetros al oeste de La Habana, duró un par de semanas. Siguiendo la recomendación que hiciera Rossellini de anotar los horarios de despertar y de comer de los actores no profesionales que empleaba en sus filmes, Yero concibió su plan de filmación –once días– que resultaron en tres días dramáticos.
En ese lapso intentaron, en lo posible, no ser invasivos y sumarse a la cotidianeidad de unos ancianos vivarachos e industriosos, que hacían las veces de capataces del equipo de filmación con un “¡arriba muchachos, a trabajar!” vociferado por Tatá.
¿Las escenas televisivas en la Asamblea Nacional fueron tomadas en tiempo real?
Todo se filmó en tiempo real. No fue una escena construida. Para mí era muy importante registrar lo histórico en el mismo momento en que estaba sucediendo. Durante el montaje era decisivo no mover ningún fotograma, ni hacer ninguna alteración en los momentos en que se estaba registrando el suceso. Era decisivo por una cuestión de veracidad.
El pequeño reloj de pared que se advierte en la casa es un testigo de eso que dices. Ahora, ¿pertenece a la familia o fue un recurso impostado?
El reloj formaba parte natural del espacio y era un elemento importante porque marcaba el tiempo y como dices es un testigo de la veracidad sincrónica de la escena. El reloj fue un regalo del espacio que descubrimos luego en la edición.
Aunque trataron de ser lo menos invasivos posible, una filmación siempre modifica el objeto filmado…
El documental no es una cámara de vigilancia. De algún modo, siembras una inquietud en las personas que filmas y por tanto no es un espacio en estado de virginidad. A veces uno pedía algunas acciones como herramientas para tratar de construir una verdad, que no es la verdad.
Por ejemplo, cuando la anciana dormita frente al televisor. ¿Es una escena natural o inducida?
Natural. Eso es resultado de la confianza que uno desarrolla con las personas que filma. El cine tiene que ser muy productivo, hay que tirar tantos planos en una hora, tiempo que pasa son recursos que se están gastando, y hay esa ansiedad por la productividad, pero yo le decía al equipo que se olvidaran del cine y de la productividad, porque debíamos entender y vivir de acuerdo con las lógicas del tiempo y espacio del lugar y de Tatá y Esperanza (González Pérez).
En este documental hay una intención de conectar la macro con la microhistoria y por momentos, estos ancianos están tan imbuidos en su ciclo vital, dictado como bien dices por otra escala y factores temporales, que tal parece que no perciben el acontecimiento histórico, que sus rutinas confiscan la percepción del mundo exterior.
Estamos hablando de un matrimonio de ancianos campesinos que vive bajo otra lógica, la de los ciclos solares y de las tormentas, del viento, del trabajo, del monte; y por otro lado, las palabras trascendentales de la política, de modo que lo político está pautado por otro tiempo y otra dimensión. Pero no tenía la intención de proponer hipótesis, ni teoremas. Eso son cosas del espectador. Pienso que de un lado y otro lanzan luz sobre cada cual, como la teoría de vasos comunicantes de Mario Vargas Llosa: dos sucesos completamente distintos que ocurren en paralelo, pero cuando los unes en un único relato construyen un sentido mayor de ese choque, y unos y otros se retroalimentan y enriquecen sus sentidos.
Y la figura dominante, casi totémica, del horno en toda la película. ¿Es una metáfora de la transformación de la Historia?
Podría dividir a los espectadores en dos bandos. Los que ven el horno como lo que es y los que le atribuyen una metáfora. Ninguna de las dos visiones me molesta. Mientras más lecturas tenga la película, me hace más feliz. Pero yo nunca trabajo con metáforas, detesto las metáforas en el cine. Me parece que es una cuestión medio matemática, que implica una lectura unidireccional. Cuando uno trabaja con símbolos, puede tener grandes decepciones como creador. Si creías que por poner el cielo rojo estabas hablando de la sangre y otra persona dice qué maravilloso el cielo porque estaba hablando del vino, eso para mí resultaría muy decepcionante.
¡Como espectadores, tenemos derecho a la metáfora!
¡Y no se la prohíbo a nadie!
Con Los viejos heraldos, Luis Yero no se estrena como ganador en concursos internacionales. Este recién graduado, que torció su destino al que estaba consignado –se graduó de Periodismo en la UH– ya consiguió con El cementerio se alumbra el premio al mejor cortometraje en la edición 33 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Argentina.
La obra, una suerte de ucronía fílmica, descrita por la crítica como una inquietante sensación, también fue exhibida con todo éxito el pasado año en el XV Festival Internacional de Cine Documental Documenta Madrid y en el Olhar de Cinema, Curitiba International Film Festival, en Brasil.
La producción académica de Yero se completa con Apuntes en la orilla y Años de entrega, historias ambas de personas en diversas situaciones límite, atrapados en entornos difíciles como la marginalidad y la pobreza rural.
Deudor confeso del cine de Bergman, Lucrecia Martell, Iosseliani, Kubrick y Chantal Akerman, entre otros, en Los viejos heraldos Yero se decanta por un tempo a lo Tarkovsky y una plasticidad cercana al Rulfo retratista o al Ociel del Toa, de Guillén Landrián, fotografiado por Livio Delgado.
La relación con una naturaleza cromáticamente hechizante lo hizo tomar la decisión de pasar a blanco y negro su documental sobre el matrimonio campesino.
Baracoa es “un espacio que pictóricamente resulta muy aplastante por el verdor, y para nosotros lo más importante era realzar en pantalla la presencia de Tatá y Esperanza… El color añadía una cantidad de información que para nosotros añadía distracciones”.
Sin embargo, una corazonada le indicó un par de momentos a color durante la noche en que Tatá revisa el estado del horno. No supo racionalizar la decisión, aunque tiempo después recordó que el mismo recurso fue utilizado por Tarkovsky en La zona.
¿El sonido (Nathan Armstrong) fue siempre directo o hubo construcciones?
Hubo construcciones. Para mí es muy importante trabajar el sonido, darle una identidad sonora a cada espacio, hacer dialogar las imágenes con lo que está ocurriendo fuera de campo. Hay una frase de Lucrecia Martell que me gusta mucho: El sonido es lo inevitable en el cine.
Hay muchos elementos que sí son del sonido directo, sobre todo el registro del suceso político. Al monte había que darle una presencia y una personalidad, que se sintiera como un lugar que tuviera peso, no sé si intimidante es la palabra.
¿Podría decirse que la cámara se mueve con cierta timidez o con mucho respeto hacia lo que capta? No te regodeas en el decorado de la casa, ni en detalles del hábitat de estas personas…
Es más bien una cuestión de lentes. Estábamos a menos de tres metros de los ancianos. Los planos generales los empleamos en los exteriores para describir la soledad y el aislamiento. No sé si timidez es la palabra. Más bien fue respeto, y tratar de ser armónicos con sus vidas. Bailar una especie de danza entre ellos y nosotros.
La fotografía logra unas tonalidades increíbles, las sombras están manejadas con mucho tacto…
Natalia Medina es muy talentosa. Siempre le pido alterar lo menos posible el lugar y observar y entender cuáles son las condiciones de luz propias del lugar y sobre esa base trabajar. A veces bastaba con algo tan sencillo como un poner un papel carbón en un bombillo, cerrar una ventana o colocar un espejo afuera para iluminar mejor el interior. Con mínimas acciones, ella encontró soluciones muy sencillas.
Ya graduado, ¿optarás por el cine documental?
No me pienso como director de documental, ni como director de ficción, sino como un cineasta a secas. Alguien que realiza una escritura cinematográfica.
¿Dónde te ves de aquí a un lustro?
Bueno, espero que haciendo películas.
¿Aquí o fuera de aquí?
En cualquier lugar.
Este premio Coral pone plomo a tu carrera como cineasta…
En cine no hay nada seguro. Hay cien mil personas más en el mundo que creen que serán el próximo Coppola. Lo importante es trabajar.
¿Las imágenes en el cine han sido alguna vez inocentes?
Nunca.
Y finalmente, ¿estos viejos heraldos qué anuncian?
No anuncian nada. El mensaje que portan es lo que el espectador pueda encontrar en ellos. Me gustaría mucho que vieran en Tatá y Esperanza la belleza del universo que han construido, que es una forma de libertad.