Cuánto lamento no estar en La Habana. Si estuviera, por nada me perdería esa aventura casi literaria, ese evento trasnochado para la risa, la historia y la memoria, que será la primera exhibición pública de una película en tres dimensiones en Cuba.
Como oyen: cuando es casi una reliquia en buena parte del mundo, cuando la tienen desde hace años Burkina Faso y Burundi y, desde hace meses, nuestros sacrificados cuentapropistas, cuando existen ya en cualquier otra parte sistemas de proyección en cuatro, cinco y seis dimensiones (con olores y asientos que se mueven al compás de la trama), los cubanos veremos en una sala de cine, por primera vez, un filme en tres des.
Visto de cerca, será un momento histórico, una efeméride más para nuestra apretada, ya casi sin espacio colección de conmemoraciones nacionales, el momento en que decenas de habaneros repetirán el inequívoco papelazo, el ridiculísimo lugar común: decir que las figuritas parecen salirse de la pantalla, que parecen de verdad. Moverse en los asientos, porque se les vienen encima.
Serán para compilar la selección de chillidos y exclamaciones, las sutiles emociones que de seguro repletarán la pequeña salita preparada por la Muestra Joven del ICAIC cuando las gafas especiales (¿cuántas funciones durarán?) obren el milagro y los cubanos vuelvan, como hace 118 años, sobre la ceremonia del asombro ante la llegada indetenible del tren de los Lumière.
Aunque casi nadie ha visto el célebre corto (esa sublime bobería, esa fracción de minuto que cambió la historia y la concepción de la realidad), todo el mundo sabe cómo terminó aquello: con los parisinos perdiendo toda su francesa compostura, echados a correr a la jamaicana, huyendo en colas tremendas, como podían, de la esquinada locomotora que se les venía encima.
Salvando el tiempo, la distancia y el hecho de que los cubanos adolecen de compostura, es muy probable que tras jamaicanas carreras por todo 23, se armen colas tremendas en la puerta del ICAIC en busca de los asombros parisinos que, seguramente, provocarán esas joyas inclasificables que la Muestra ha seleccionado (o no le ha quedado más remedio que seleccionar) para sus tandas tridimensionales.
Santo Dios, miren las propuestas: Los tres mosqueteros (sí, el atentado contra Dumas, esa infamia espadachina que pusieron el año pasado en el Yara), El avispón verde (solo por ese título no la vería), Titanic (¡otra vez!, ¡a llorar en 3D se ha dicho!) y los que no podían faltar: Los pitufos. Y digo que no podían faltar porque solo un nefasto embrujo económico de Gargamel, una conspiración de período especial de su gato, pueden justificar que estas exhibiciones para la Historia de Cuba se conviertan en una especie de coito cinematográfico interrupto.
Pero no nos quejemos, que tampoco los parisinos vieron obras maestras la primera vez. No nos dejemos engañar por los manuales de cine, que tan lamentables fueron aquellos cortos como estas películas.
Pero en definitiva, ellos, los parisinos, no fueron aquella noche de diciembre al Café de los Capuchinos a buscar manifestaciones estéticas, a analizar planos, tesis, composición, encuadres y otras de esas tonterías, que, a Dios gracias, todavía no existían. Iban por lo nuevo, porque tenía caché, por lo epatante, por lo nunca visto. Para estar a la moda. Por la aventura de lo desconocido. Para decir yo lo vi. Por lo snob que eran todos. Razones más que suficientes para que se llene en masa, como la Plaza, el segundo piso del ICAIC.
No fueron buscando la trascendencia, y sin embargo, aquellos cortos abrieron un nuevo chance para la curiosidad. Crearon un antídoto infalible contra la soledad, contra el olvido, contra la muerte: el Cine. ¿Quién sabe entonces lo que pueda pasar cuando los cubanos vean esos tres mosqueteros de avispón verde montados como pitufos en el Titanic?
La verdad, lo más probable, es que nada. Pero quizás, como aquella noche en París, la cotidianidad y sus límites, las posibilidades de la imaginación, cobren, para los que asistan, esa tercera dimensión de la vida que no depende de gafas y de tecnologías. La de ver las cosas, la realidad, desde lo profundo, desde su volumen y medidas, y no planas y de un lado, como suele suceder en la pantalla ininterrumpida del día a día.
Y es que si el Big Bang nos dejó un mundo chato, la mente del hombre se encargó de dar cuerpo y sabrosura a la aventura de la creación. Luego llegó el cine y completó la tarea. Se convirtió, desde entonces, en la nueva, tercera, sexta o décima posibilidad de dimensionar la naturaleza humana, de reinventarla, o de hacerla, al menos, un tantico más divertida.
Solo que no todo el mundo ha tenido los espejuelos necesarios para verlo. O los ojos, porque el cine y sus dimensiones, como la vida, son siempre cuestión de enfoque, de mirada.
Por eso, no nos quejemos de lo tarde que llega el 3d a Cuba ni de sus infames propuestas. Y tampoco nos lamentemos por saber que pasarán años, ¿decenios?, antes de que podamos ver filmes en 5 y 6 des. De todas formas, olores y asientos que se muevan durante las proyecciones es algo que a los cubanos, en los cines de Cuba, nunca nos ha faltado.