Precursor y fundador del nuevo cine cubano (desde el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos), autor esencial del Nuevo Cine Latinoamericano desde los frentes de la teoría y la práctica, fundador y luego director de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (2004-2007), impulsor del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, Premio Nacional de Cine, reconocido por las academias de cine de España y México, Julio García Espinosa vivió aprendiendo a trascender la fugacidad, construyendo el arte de lo memorable, edificando obras y acciones que persistirán contra los oleajes del olvido.
Hombre capaz de abrir todos los días los ojos a ras del nuevo día que aguardaba, supo desde siempre de la imposibilidad de que la cultura cubana se alejara de lo popular trascendente. Así, sus primeros pasos en el arte tuvieron que ver con el piano y la tumbadora, con el cine, el teatro y la música. Incursionó en la actuación y acumuló cierta experiencia como escritor y director de programas radiales a finales de la década de 1940, cuando ya era preeminente la voluntad por romper esquemas y rutinas que lo animaría a lo largo de toda su existencia. Pero su camino de precursor y fundador del «nuevo cine» cubano se inició en el viaje que emprendió a Roma, Italia, para estudiar cine en el Centro Sperimentale de Cinematografia, donde quedó marcado por el método del neorrealismo, y por el diálogo con las clases menos favorecidas.
En 1955 García-Espinosa regresó a Cuba y fue designado presidente de la sección de cine de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, donde se reunían intelectuales progresistas y de izquierda. Junto a Alfredo Guevara, José Massip y otros miembros, concibieron el proyecto de realizar El Mégano, un documental —más bien docudrama— que fue filmado entre los carboneros. Al ser exhibido fue censurado e incautado por la dictadura batistiana, hasta que fue rescatado y reconocido como la obra fundacional luego reconocida a todos los niveles.
Con el triunfo de la Revolución, Julio se integró, a petición del comandante Camilo Cienfuegos, a la sección de cine del Departamento de Cultura del Ejército Rebelde, y junto a Manuel Octavio Gómez dirigió los primeros documentales del nuevo cine (Sexto aniversario y La vivienda) para después participar en la dirección de producción de la empresa de estudios cinematográficos como guionista y asesor de numerosos proyectos. Julio participó en la creación y puesta en marcha de varios clásicos del cine cubano como Lucía, de Humberto Solás; La primera carga al machete, de Manuel Octavio Gómez; Viva la república, de Pastor Vega; El otro Francisco, de Sergio Giral, y De cierta manera, de Sara Gómez, entre muchos otros.
Además de todo ello, rodó la comedia urbana, costumbrista y musical Cuba baila, primera película generada por el Instituto; completó su homenaje al neorrealismo con la realización de El joven rebelde, con guión de Zavattini; y en 1967 realizó la muy popular, épica y atrevida Aventuras de Juan Quin Quin, comedia brechtiana influida por el western, el cine de aventuras, el cinema novo y otros muchos cauces intertextuales; que combina el cine de entretenimiento con la toma de conciencia política de los protagonistas, cuya apariencia e iconografía alusiva pasa de ser la típica del campesinado cubano, y tal vez incluso del cowboy norteamericano, para confluir con la apariencia e iconografía del guerrillero, arquetipo del personaje justiciero y comprometido con el destino de la nación.
A la práctica como cineasta, se sumó el ensayismo, pues en 1969 publicó la polémica y novedosa teoría que se defiende en Por un cine imperfecto, que propugnaba el nacimiento de una estética propia para las cinematografías tercermundistas, lejos del mimetismo y los cánones narrativos y representacionales de Hollywood. En 1970, dirigió el documental Tercer Mundo, Tercera Guerra Mundial, coescrito con el poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar.
Más tarde, sus películas evidencian una voluntad experimental, de pastiche posmoderno, bastante inusuales en el cine cubano. Son… o no son (1980) es una anticonvencional comedia musical, con momentos de documental didáctico, que desconcertó a muchos, incluidos sus colegas del ICAIC, y nunca fue estrenada en su momento. La inútil muerte de mi socio Manolo (1989) presenta la recreación cinematográfica de una obra teatral, mientras que El plano (1993) reverdece la voluntad antiacadémica del cineasta en cuanto al trabajo marcado por la espontaneidad y códigos alternativos de expresión. La comedia dramática Reina y Rey (1994) cubre sus deudas con el método neorrealista, que demuestra su validez aplicado a la cruda realidad del llamado Periodo Especial, porque Julio siempre se demostró capacidad para auscultar la realidad, para tratar de ver la verdad, como se decía en la época, veinticuatro veces por segundo. Y en busca de esa autenticidad se encargó de articular, en 1998, el proyecto documental Enredando sombras, dedicado a rendirle homenaje al Nuevo Cine Latinoamericano, movimiento que Julio contribuyó a fundar y fortalecer, desde la creación del Comité de Cineastas de América Latina.
Con toda esta experiencia acumulada, que pudiera envanecer o agobiar a cualquier ser humano, conocí a Julio García Espinosa en el Taller Nacional de la Crítica Cinematográfica de Camagüey, y le solicité una entrevista apoyada en cuestionamientos (así entendía en aquella época el periodismo) a su cine, su ensayística y su gestión como funcionario. Fue la primera de las grandes lecciones que recibí en mi carrera periodística. Julio nunca rehuyó la respuesta a ninguna pregunta, sabía mis opiniones (muy críticas) sobre las comedias costumbristas de los años ochenta y enfrentó cada criterio con su experiencia, propósitos, convencimientos. Por suerte, Julio comprendió que el respeto y la reverencia debidos a su obra tampoco excluyeron la curiosidad cognoscitiva o el ánimo cuestionador y establecimos un diálogo, en la distancia, de mutuo respeto y reconocimiento.
Porque Julio jamás incurrió, hasta donde a mí me consta, en el defecto contumaz de la mayor parte de los funcionarios cubanos: considerar inteligente y útil al crítico hasta el momento en punto en que abrazan el cuestionamiento o la detracción. Y Julio amaba la crítica inteligente, la que estimula el diálogo y renueva la visión sobre un tema. Por solo hablar de la época en que dirigió el ICAIC, valga decir que la producción se triplicó; arribaron a la dirección un grupo grande de tardíos pero seguros debutantes (Fernando Pérez con Clandestinos; Juan Carlos Tabío con Se permuta; Orlando Rojas con Una novia para David); se logró arrimar el cine a la cultura popular y a las tradiciones artísticas vernaculares como nunca antes se había logrado (La bella del Alhambra, Plaff, Los pájaros tirándole a la escopeta) y además se lograron filmes de autor altamente simbólicos y artísticos como Papeles secundarios, o Mascaró; Tomás Gutiérrez Alea exploró otros caminos con Hasta cierto punto; Humberto Solás hizo Amada y Un hombre de éxito, y ambos directores, Gutiérrez Alea y Solás concibieron en los años ochenta, en la época de García Espinosa en el ICAIC, tanto Fresa y chocolate como El siglo de las luces, sin contar con que los dos realizadores encabezaron la renovadora experiencia de los llamados Grupos de Creación cuya trascendencia y posibilidades fueron demolidas por tres sucesos continuos: el estreno de Alicia en el pueblo de Maravillas, la salida de Julio del ICAIC, y los rigores del Período Especial.
Después de aquella entrevista en Camagüey dialogué con Julio muchísimas veces. En lo personal, le agradezco haberme estimulado a escribir y publicar mi primer libro de cine latinoamericano; luego me impulsó a entrenarme como maestro de esa asignatura en la Escuela de Cine y Televisión, mientras crecía y mejoraba, creo yo, como ensayista y crítico en la revista Miradas que él dirigía. En los diálogos siempre predominaba la franqueza y la claridad. Recuerdo especialmente una de sus respuestas, hablando siempre sobre cine y cultura, un tema que lo obsedía:
“He tenido que llegar a la conclusión de que el momento de mayor madurez en el cine cubano fue cuando se logró crear un ambiente de debate, a partir del principio de no dar por sentado que los militantes del Partido Comunista tenían la verdad absoluta desde el punto de vista político. Y de aceptar que los no militantes podían demostrar con su obra si los asistía alguna una razón política consecuente. Todo ello generó un universo político en el cual había directores dogmáticos y otros liberales, pero todos eran respetados y así se lograron algunas buenas obras desde el punto de vista artístico y político. Se respetó la posición de cada cual, en lugar de silenciarlo y echarlo a un lado. Esas posiciones se confrontaban, por eso el debate nuestro nunca fue meramente estético, sino también ideológico y político en los sentidos más altos de esas palabras. Ese fue el ambiente que propició la unidad en cuanto a la defensa de la soberanía. Los cineastas que se quedaron en Cuba a veces ni siquiera estaban a favor del proyecto socialista, pero todos veían que el proyecto social de la Revolución era la garantía de una posición consecuentemente antiimperialista, y esa era la base de la unidad en el ICAIC. Me duele que se haya perdido esa atmósfera de debate, porque estoy seguro que ahí radica la base para que entre diez películas resulten buenas por lo menos tres. No es un problema de conseguir buenos guiones sino de tener un proyecto común que alimente una diversidad consecuente y coherente. Cuando no se obedece a un proyecto común se atomiza la creación y todo el mundo anda con su guión bajo el brazo tratando de conseguir financiamiento. Eso es lo que creo que está ocurriendo hoy”.
El cine de esta Isla lo extrañará para siempre.