“En el Caribe estamos plenos de sol, plenos de claridad. A los caribeños se les desborda el eros, incluso al sentarse. No somos europeos, ni asiáticos ni africanos; sino una mixtura maravillosa y eso tiene que estar en la danza. Nunca podemos olvidar nuestra voluptuosidad, nuestra luz”.
Así lo afirmó Eduardo Rivero Walker, Premio Nacional de Danza 2001. Sabía muy bien lo que decía. Lo bailó en medio mundo, lo hizo bailar. Lo reveló en las célebres piezas Súlkary y Okantomí, en su creación de la compañía Teatro de la Danza del Caribe, en 1988, en Santiago de Cuba.
El machete de Ogún y el hacha de Changó entrechocan en la pelea de la obra Suite Yoruba. Brilla el metal filoso. El brazo de Rivero es la rama movida por el huracán. El documental Historia de un ballet (1962) de José Massip dejó atrapado ese salto como imagen icónica de la danza cubana.
Tal vez desde esa época surgió su afición a las pinturas rupestres del Sahara, las tallas en madera, las máscaras que hablan de la época del hombre africano libre, anterior a la larga infamia de la esclavitud.
La danza no se trata de músculos, sino de espíritu. No solo de una demostración técnica, sino de un cosmos creativo donde la investigación constituya sustrato de la historia. Esa es la filosofía que el artista insufló al colectivo, lo mismo en sus ensayos diarios que en sus giras por Estados Unidos, Iberoamérica y el Caribe.
La desaparición de Rivero Walker en 2012, fue un golpe descomunal; mas la compañía tiene como sostén su legado. La línea estética sigue basada en la danza moderna con profundas raíces afrocaribeñas.
Teatro Heredia. La gigantesca estatua de Maceo asoma desde una ventana. Ensaya la nueva generación de bailarines, pero también veo a los que no están, a los que alzaron vuelo: a Yamilia Prevals y su expresividad sin límites; Darwin Matute y su intenso lirismo, Arturo Castillo, puro nervio; Michael y su anatomía de lujo…
No obstante, los tiempos recientes han traído buenas nuevas: el grupo musical de la Compañía se completa. Música en vivo, diálogo en las tablas. Los estrenos: Almas mariposas —coreografía de la argentina Gabriela Fabro, un canto escénico al amor sin barreras―; así como Un pedazo de tela blanca o Amor, ambas piezas de Ramón Ramos, develan la búsqueda en el manantial inagotable de la creación. A Bárbara Ramos —bailarina y coreógrafa―, toca ahora mantener el nivel alcanzado y la identidad de Teatro de la Danza del Caribe. No es tarea fácil, su mirada es una brasa.
Ya se escuchan los pasos. Ya llegan. Tiene razón el maestro Rivero: a los caribeños se le desborda el eros…