Yo estaba en el primer año de la carrera, cuando un compañero de estudios me habló del Ballet Nacional, de los “alardes técnicos” de sus mejores integrantes, de las nuevas figuras y y en qué sobresalían cada una. Durante esas mañanas de prácticas en una fábrica de mosaicos, o durante el almuerzo, me describía las características de las primeras bailarinas –las conocidas cuatro joyas– y las limitaciones que según él tenían; pero insistía sobre su esplendor en escena.
Alicia era algo aparte, una diosa. Lo tenía todo, decía: interpretación fuera de serie, extensiones, giros, saltos, limpieza absoluta. Luego de sus “alardes” justificadamente integrados a la obra, caía en posición. Jamás se corría en escena durante la ejecución de sus fouetté, posicionada siempre donde mismo los había comenzado a dar. Sus dos giros “en atitude”, lentos e inverosímiles, en Gisselle, competían en relevancia con su escena de la locura.
Luego de semanas en aquel curso intensivo, después de clases y durante las demostraciones prácticas en el teatro, ya estaba dispuesto yo también a dar mis opiniones. Las nuevas bailarinas que descollaban como solistas eran unas cuantas y excelentes; pero había una que lo tenía todo, incluida una figura preciosa y una fuerza solo comparable a la de Alicia y Aurora Bosh.
En una de aquellas funciones inolvidables presencié una discusión entre dos fanáticos de aquella joven solista, Rosario Suárez. Alguien parecía haber resbalado en el escenario, pero nadie estaba seguro de lo presenciado.
Uno de los espectadores aseguraba que había sido ella y el otro juraba que eso era imposible en lo absoluto. Entonces, un tercero se sumó a la discusión para solucionarla definitivamente. Según él sí había sido ella, pero había empezado a girar desde el mismísimo piso, de manera que en realidad no había sucedido nada.
¿Pero quién hubiera podido continuar girando a partir de un resbalón de cuya existencia parpadeante incluso se dudaba? Aquella especie de solución salomónica restauró la paz en el intermedio, y pudimos continuar disfrutando del resto de la función sin distracciones. Ya Rosario se estaba volviendo Charín para sus admiradores.
Con el estreno de Tarde en la siesta se volvió recurrente la pregunta de por qué aún no era primera bailarina. Su personaje de Soledad, sobre todo a la hora de ejecutar aquel cambré con extensión que únicamente ella podía hacer, era un deslave saturado de códigos, de lecturas ricas y convergentes.
A la conjunción esencial lograda por el maestro Alberto Méndez –al anudar aquellas danzas del inmenso Lecuona para crear una hermosa historia de compleja brevedad–, se le sumaba la (re)creación de uno de sus personajes clave. Nos preguntábamos si Alberto, al crear la pieza, habría pensado en Rosario para interpretar a Soledad o si solo fue casualidad.
Aquellos giros soberbios de Charín desafiaban la gravedad y las vivencias del personaje, gravosas por demás. Luego de aquella inverosímil implosión, Soledad regresaba al mundo que le había tocado en suerte, hecho infeliz por la supremacía de las apariencias sobre la realidad variopinta y mágica. Pero el hervor continuaba latiendo a través de esa melancolía que todos hemos sentido alguna vez.
Soledad nos comunicaba demasiado en muy pocos minutos. La espera desesperanzada, la rebeldía tantas veces inútil, la rabia y la aceptación final de lo que es, no nos hubieran invadido tanto sin el exquisito dominio técnico de la bailarina. Su trabajo con el rostro y los brazos complementaba una narrativa fusionada a la técnica, un “alarde” perfectamente bien colocado.
Luego de su desempeño inolvidable en el Lago de los Cisnes y Gisselle, y de ser promovida a primera bailarina, quedamos esperando por su interpretación de Carmen, que hubiera devenido en otro arrasador éxito. En realidad, podría afirmarse que ni falta le hizo. Pocas artistas han recibido un amor tan unánime como manifiesto, en una Isla con mucho talento.
La reina de los jueves, documental premiado en el Festival de Cine de Miami, nos habla sobre las barreras confrontadas por la artista. La corta vida profesional en ese campo exige el desarrollo temprano de las capacidades del individuo, del fogueo. El filme evoca los avatares de Rosario en su país y en el extranjero, y su desconocimiento al enfrentarse a una cultura distinta del mercadeo.
Es la fricción generada por formas diversas en cada contexto. Es el dolor con el cual todos lidiamos de una u otra forma. Charín nos demostró que batallar es ganar con creces, sin odios que resequen y sin necesidad de poseer ningún último modelo de nada.
Su luminosidad no permite sombras. Le ha permitido superar altibajos y desencuentros sin arrastrar consigo nada que no fuera su amor por la danza, porque ella no es Soledad, sino solo su intérprete excepcional.
Entonces, más que una reina de los jueves, no sería atrevido afirmar que Charín siempre será percibida y amada, como la soberana de la plenitud artística y existencial que en verdad es.
Todo realidad expresada muy amenamente con precisión y justeza Charon nunca ha estado sola Feliz comentario!
Que bueno contar con aumenta ríos de personas conocedoras!!!!