Bailar a Cuba era el sueño. Para alcanzarlo se fundó el Conjunto de Danza del Teatro Nacional de Cuba aquel 25 de septiembre de 1959, a partir del Departamento de Danza que ya existía en la estructura de la institución que entre 1959 y 1961 rigió los destinos de la mayor parte del arte profesional y amateur que se producía en el país.
El proyecto corresponde a ese genio —uno de los tantos nacidos en esta tierra— llamado Ramiro Guerra Suárez, bailarín, coreógrafo e investigador cubano, un hombre con dotes excepcionales para la comprensión y praxis en el ámbito de la expresión danzaria, a la vez que para la asimilación de la cultura en general, el estudio riguroso y profundo y el ejercicio cabal del pensamiento.
Hasta ese instante el ballet clásico era la manifestación artística de excelencia que combinaba el movimiento del cuerpo y la música en el tiempo. Por fuera, en los márgenes, paradójicamente muy amplios, una nación de componentes diversos bailaba en cualquier ocasión propicia. Música y bailes populares fueron, desde el inicio, los modos preferidos de expresión de la población de la isla.
Desde la infancia Ramiro se sintió atraído por las formas danzantes; sin embargo, para complacer reclamos paternos cursó estudios universitarios de ciencias jurídicas, ello colaboró en la sedimentación de su cultura humanística y desarrolló sus capacidades analíticas y proyectivas, mientras se entrenaba en los salones de ballet.
Las clases con Alberto Alonso en la Escuela de Baile de la Sociedad Pro Arte Musical de La Habana ya contenían nuevas propuestas. Resultaron estímulo para continuar la búsqueda de una danza de otro tipo: natural, que se aviniera a las posibilidades y modos expresivos propios del cuerpo humano inserto en un medio y una cultura. Su búsqueda afanosa lo llevó a la academia de la bailarina y profesora rusa Nina Verchinina, quien conjugaba la escuela alemana y la práctica rusa; era primera figura de las compañías rusas de ballet del afamado empresario Wassily Basil. Desde allí Ramiro integró las filas del célebre Ballet Ruso y en un viaje a Nueva York se produjo el encuentro con la gran Martha Graham, quien contribuiría a establecer los cimientos de la danza moderna en la isla.
Coincidentemente fue esta una época esencial para el desarrollo de la danza y Nueva York reunía a los más inquietos creadores del momento. Además de estudiar en la Academia Graham esta propia técnica (la técnica Graham) también hizo lo propio con los bailarines, coreógrafos y pedagogos Doris Humphrey y Charles Weidman.
Todos examinaban la relación del cuerpo con la fuerza de gravedad y las infinitas posibilidades expresivas que emanaban de ello; el diálogo con el suelo y su empleo como una coordenada más de trabajo y un recurso de lenguaje; el papel del torso y la pelvis en la danza; los movimientos de contracción y relajación y sus posibilidades comunicativas. Estos elementos, junto a la observación por Ramiro de las formas que caracterizan el movimiento del cubano: cierta ondulación, un aire serpenteante en contraposición, por ejemplo, a los modos estadounidenses y de algunos pueblos europeos lo afirmó en la idea de que podríamos desarrollar un estilo propio que nos identificara en el mainstream de la llamada danza moderna.
A ello se sumaban la poesía y fuerza de nuestras tradiciones afrocubanas con sus bailes, toques, cantos y rituales, más toda la maravillosa creación musical profesional compuesta desde los años veinte, que alternaba con las más atrevidas búsquedas sonoras internacionales de la etapa, y que esperaba para expresarse en la escena. El arte sinfónico de Roldán, con su incorporación a la orquesta de la percusión afrocubana, funcionaba como un reto insoslayable.
El regreso a Cuba
Ramiro volcó toda su energía en la creación danzaria, aplicando y sometiendo a prueba lo aprendido donde tuvo ocasión para ello. De 1952 data Toque, hecha para el Ballet de Alicia Alonso, con música de Argeliers León y escenografía de Luís Lastra.
En 1955 Son para turistas, con música de Juan Blanco y diseños de Servando Cabrera, no pasa inadvertido. El año siguiente da un paso más e inicia el Taller Experimental de Danza en la Academia de Ballet Alicia Alonso, con el cual se presenta en la Sala Hubert de Blanck durante dos días del mes de julio.
Para 1957 funda el Grupo Nacional de Danza Moderna y estrena Rítmicas y Tres Danzas Fantásticas en la Sala Teatro El Sótano. La crítica más perceptiva se hizo eco de la novedad profunda que estaba en desarrollo. Sobre el escenario había danza visceralmente cubana.
Sus relaciones con músicos, directores teatrales y pintores cubanos, algunas iniciadas durante su estancia en Nueva York, se intensifican tras su incorporación a la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo. La importancia de su quehacer con la institución se revelará luego en la fundación definitiva de una compañía cubana dentro de la danza moderna.
El nacimiento de una nueva expresión de cubanía
Cuando el primer gobierno revolucionario cubano designa a la joven intelectual Isabel Monal al frente de la ingente empresa —no creo que se calculara entonces su real trascendencia— de organizar y potenciar la creación dentro de algunas artes colectivas como la música, el teatro, la danza —tanto en la modalidad amateur como profesional— y la nombra Directora del Teatro Nacional (entonces un cascarón en proceso constructivo, heredado del último gobierno de Batista, que mucho tardaría en terminarse, situado en los terrenos de la llamada Plaza Cívica) esta fungía como Secretaria de Cultura en la estructura provincial del Movimiento Revolucionario 26 de julio y meses antes había nucleado a un grupo de artistas de la Sociedad Cultural para llevar a cabo algunas acciones de promoción del arte cubano, entre ellos se hallaba Ramiro.
Ante la responsabilidad frente al Teatro Nacional, convocó a algunos de aquellos mismos colegas, procedentes de diversas especialidades y con ellos creó la estructura base de la institución: los departamentos de música, artes dramáticas, etnología y folklore, arte aficionado, danza. De este último encargó a Ramiro, quien supo que lo primero que se necesitaba tener era un exponente vivo y actuante, un paradigma, y se dio a la tarea de fundar una compañía: el Conjunto de Danza Moderna, aparentemente de la nada.
La convocatoria para pasar un cursillo de danza de dos meses de duración se dio a conocer mediante la prensa. Sus resultados definirían la selección de los bailarines a contratar como miembros del conjunto que se pretendía formar. Los aspirantes mostraban procedencias disímiles: algunos venían del mundo del espectáculo nocturno, otros de la televisión, el ballet clásico, mientras el resto eran amantes del baile.
La estrategia planteada por Ramiro proponía la selección de unas treinta personas de ambos sexos que cumpliera la condición, ineludible, de incluir todos los tonos de piel de nuestra gente: negros, mulatos y blancos.
El 25 de septiembre dio inicio la intensa preparación de los elegidos. Por tal razón se considera esta la fecha de fundación de la primera compañía de esta clase en Cuba y la integración oficial de esta expresión danzaria al conjunto de las artes que identifican la nación.
La nueva compañía sobre las tablas
Entre fines de septiembre y el 19 de febrero del siguiente año, menos de cinco meses, la labor de Ramiro, acompañado por la bailarina, coreógrafa y pedagoga de origen estadounidense Lordna Bursall, fue de un total frenesí.
Enseñó a bailar dentro de un determinado estilo que a la vez resultaba enriquecido con el aporte colectivo, entrenó los cuerpos para ello, se ocupó a la par del desarrollo intelectual —porque se bailaba pensando o no se podía bailar—; incluyó la formación ética: impuso disciplina, reglas, educó modales. A la par creó coreografías, las ensayó, coordinó el espectáculo inaugural con el resto de los artistas y técnicos participantes, mantuvo el trabajo del departamento, se ocupó de los asuntos administrativos y, finalmente, como primer resultado notorio emergió, de aquel grupo que inicialmente era algo amorfo y dispar, un colectivo cohesionado y coherente como un solo cuerpo.
En ese núcleo fundacional se hallaban nombres hoy reconocidos como Alberto Méndez, Gerardo Lastra, Eduardo Rivero, Arnaldo Patterson, Santiago Alfonso, entre los hombres, y Ernestina Quintana, Silvia Bernabeu, Luz María Collazo, Perla Rodríguez y Nereida Doncell entre las mujeres. Ellos integraron la primera generación de bailarines de esta expresión danzaria y se convertirían más tarde en maestros del género y algunos en coreógrafos de excepción.
Esa noche de febrero debutó el Conjunto de Danza Moderna del Teatro Nacional en una sala Covarrubias prácticamente virtual, pues se hallaba en sus cimientos, y ante un público inexperto en la recepción de productos de esa clase con las obras Mulato y Mambí, coreografía de Ramiro con música de Amadeo Roldán y Juan Blanco, respectivamente, junto a Estudio de las aguas y La vida de las abejas, de Doris Humphrey, en montaje de Lorna Burdsall. Era apenas el inicio de una impresionante aventura.
Poco después, la compañía realizaba su primera presentación internacional, nada menos que en los escenarios del prestigioso Festival de Teatro de las Naciones, celebrado en París. También se dieron a conocer en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Polonia y la República Democrática Alemana. Comenzaba así lo que luego sería una extensa trayectoria internacional.
Al regreso se realizó una reorganización de las filas. Permaneció una parte de los fundadores, a quienes se unieron nuevas incorporaciones. A las clases técnicas de danza moderna se añadieron ballet y folklore. Se sumó un módulo de enseñanza teórica que incluía Historia de la Cultura, de la Danza, del Folklore; Teoría de la danza, Coreografía y Música.
Con la creación del Consejo Nacional de Cultura en 1961 y el traspaso a dicha institución de las funciones organizativas y administrativas que en el plano de las agrupaciones artísticas llevaba el Teatro Nacional se produjo, en 1963, el primer cambio de nombre de la compañía, que se reconocería a partir de entonces como Conjunto Nacional de Danza Moderna. Lorna Burdsall quedó a cargo de su Dirección General y ello proporcionó a Ramiro algo más de tiempo para la investigación y creación artística en momentos donde resultaba esencial establecer las bases de este arte en Cuba.
Como resultado de las relaciones con otras experiencias latinoamericanas y caribeñas se estableció un intenso intercambio con la importante pedagoga y coreógrafa mexicana Elena Noriega y otros de sus colegas. En 1963 Elena se integró al conjunto cubano.
Entre Ramiro, Elena, Lordna y Elfriede Mahler, también bailarina, coreógrafa y profesora estadounidense, quien a partir de 1966 dirigiría la Escuela de Danza y Folklore del sistema de la enseñanza de arte de nivel medio, se logró algo esencial, cuya impronta llega hasta el presente: comandados por Elena, se consiguió una sistematización rigurosa entre los conocimientos técnicos estadounidenses y los hallazgos reunidos al aplicarlos a las peculiaridades del cuerpo, las formas de movimiento y la psicología del cubano. Ello garantizaba una guía para la preparación de nuestros bailarines y para el aprendizaje de la técnica que caracterizaría a esta danza en nuestro medio.
Sin dudas la compañía se encontraba en un momento superior.
Los principios de la danza cubana tuvieron mucho que ver con el folklore afrocubano que, de acuerdo con la percepción de Ramiro, se había tergiversado y maltratado anteriormente, cuando se tomaba como elemento pintoresco y superficial para incluirlo en los espectáculos. No obstante, Ramiro podía reconocer un principio central, una energía en el baile de los negros que debía ser integrada a lo que se estaba creando.
Y, por supuesto, también teníamos la música de nuestros grandes compositores y los toques de las culturas afrocubanas, al igual que las obras y los estilos de nuestros principales artistas de la plástica; la danza serviría como dispositivo para promover nuestra creación musical y pictórica.
A estos esenciales aciertos se sumó la presencia de un mismo director de escena durante varios años. Eduardo Arrocha, pintor, diseñador de luces, de escena y de vestuario fue esa persona. Su cultura, laboriosidad y creatividad resultaron decisivos. Todo este equipo de dirección fundacional inscribió para siempre la danza moderna como una de las artes cubanas singulares. El Conjunto realizó giras por Europa, Asia, África, América Latina, dejando tras de sí una estela de gloria.
En 1968, durante una estancia en la isla, Maurice Bejart quedó impresionado por lo que vivenció al conocer a la compañía y les propuso realizar un trabajo conjunto a partir de la Novena Sinfonía de Ludwig Van Beethoven, proyecto que se malogró en los trámites burocráticos.
De este período, que se extiende hasta abril de 1971, datan prodigios danzarios como Suite yoruba, Rítmicas, La rebambaramba, Medea y los negreros, Súlkary, Orfeo antillano, Okantomí, Impromptu galante y Decálogo del apocalipsis.
Hasta aquí, las decisiones que daba a conocer la Dirección del Conjunto eran resultado de un proceso de pensamiento y discusión colectivo en el seno de su directiva, conformada de modo natural y espontáneo por Ramiro, Lorna, Elena, Eduardo Arrocha y el bailarín y profesor mexicano Manuel Hiram.
Una visita al futuro
Eso, entre otras cosas, significó Decálogo del Apocalipsis, la última creación de Ramiro con la compañía en esta etapa; una obra cuyo estreno resultó prohibido por las autoridades culturales de la época.
La relación entre la danza y el teatro que caracterizó desde un inicio la filosofía espectacular del maestro —y en la cual formó a sus discípulos— llegó a su más alto grado en esta creación, concebida para desarrollarse en los exteriores del Teatro Nacional, como un espectáculo multiespacial e itinerante que tenía lugar en diversos sitios de su arquitectura y que podría ser disfrutado por el público en tránsito por las diferentes locaciones.
Habría sido sin dudas un acontecimiento de resonancia internacional, puesto que dialogaba con los aportes de las vanguardias escénicas de los sesenta (teatro de la crueldad, absurdo) y ya se aventuraba en los conceptos de la danza teatro y del postmodernismo.
Para el equipo fundacional de la compañía era un hecho irreversible y propio del arte el carácter temporal de los modelos y formas artísticas y su sustitución por otros. El modernismo, que se había establecido en los años cincuenta y había luchado por socializar y defender sus códigos en los sesenta, ya era desafiado por otra sensibilidad y otro modo de expresión donde la cultura de masas, la ironía y otras variantes del humor tendrían un papel entre los recursos artísticos que desplazaría la centralidad del arte de élite y de la “obra bien hecha”.
Por otra parte, desde la perspectiva temática Decálogo…era un discurso social, compuesto por un conjunto de referencias a situaciones de la realidad cubana del período.
Si revisamos la dimensión ideológica, encontraremos que ya nos hallábamos en los terrenos del llamado Quinquenio Gris. La zafra de 1970 (“Zafra de los Diez Millones”), tras tensar todas las fuerzas de la nación, no consiguió cumplir sus metas. El socialismo cubano, original y heterodoxo, en la medida en que se trataba de una doctrina y una práctica creativa y en diálogo con la historia político-social de la nación y sus actuales circunstancias, que producía sus propios aportes a las teorías, se vio desmontado paulatinamente y suplantado por la peor catequesis estalinista.
El real poder en el campo social de la cultura pasó a manos de las figuras más conservadoras, dogmáticas y menos cultas procedentes del Partido Socialista Popular; se impusieron el dogma, la superficialidad y la coacción. Los avances de los sesenta en cuanto al pensamiento, la moral, el respeto a la diversidad de opiniones y gustos fueron demonizados desde los albores de la década siguiente.
Ramiro fue capaz de avizorar el período de esterilidad que sobrevendría y se marchó. Mucho tiempo después volvió a la creación coreográfica y lo hizo para el Conjunto Folklórico Nacional, pero dejó una línea de continuidad y estableció un magisterio y liderazgo indiscutibles.
Tradición y rupturas
En 1971 el Conjunto recibió a los primeros egresados del nivel medio de la Escuela Nacional de Arte (ENA). A partir de ese momento ello se hizo práctica ordinaria.
Las diversas promociones fueron conformando una generación valiosa. En ella figuran Víctor Cuéllar (prontamente desaparecido), Marianela Boán, Narciso Medina, Rosario Cárdenas, Regla Salvent, Dulce María Vale, Rubén Rodríguez, Manolo Vázquez y Miguel Iglesias, procedente del Ballet de Camagüey.
Los cuatro primeros se destacaron como coreógrafos y, llegado un momento, Marianela, Rosario y Narciso crearon sus propias compañías.
En cuanto a su trayectoria grupal, en 1974 el Conjunto tomó el nombre de Danza Nacional de Cuba. Toda esta fue una etapa compleja, de enorme inestabilidad en su Dirección General. A finales de la década, tras la creación del Ministerio de Cultura en 1976 con su Dirección de Teatro y Danza, se le solicitó a Sergio Vitier, en 1978, que asumiera la dirección de la entidad.
Vitier recobra el equilibrio necesario para el desarrollo de la compañía. Bajo su égida consolidan su desarrollo los continuadores, talentos como Marianela Boán, Nery Fernández, Rosario Cárdenas, Eddy Veitía, Isidro Rolando, Manuel Vázquez, Jesús López, Rubén Rodríguez.
Isidro, Marianela, Rosario, Manolo, Nereida, Nery coreografían. Es la etapa en que suben a escena Michelángelo, La caza, Escenas para bailarines, Zarabanda, Son por la libre, Mariana, Suite cubana y otras tantas a la vez que crean para la compañía coreógrafos de otras instituciones y latitudes como Jorge Lefebre, Iván Tenorio, Guido González del Valle.
En este período, además de desarrollar producciones propias, la compañía colaboró en importantes realizaciones espectaculares como Yerma, de Federico García Lorca, con Teatro Irrumpe, bajo la dirección de Roberto Blanco.
Para febrero de 1983 Vitier termina su ciclo. Clara Luz Rodríguez, subdirectora durante el período de Vitier y bailarina de extensa carrera asume la dirección de modo temporal. En 1985 es designado como director el primer bailarín Miguel Iglesias, miembro del Conjunto desde 1975. Propone, y así se decide, modificar el nombre del colectivo danzario por el de Danza Contemporánea de Cuba, denominación con la que arriba en estos días a los sesenta y cinco años de vida artística.
A Iglesias le correspondió el desafío de los años noventa con el transcurso del llamado “Período Especial” y la aprobación del sistema de proyectos artísticos que hizo posible la reorganización del talento artístico en torno a nuevos líderes. Manianela Boán, Rosario Cárdenas y Narciso Medina fundaron sus agrupaciones y alrededor de ellos se nucleó una parte de los recursos humanos activos.
Isidro Rolando, Jorge Abril y Lídice Núñez mantuvieron en los escenarios a la compañía con sus nuevas creaciones.
Por su parte, Marianela, Rosario y Narciso crecieron artística y humanamente. Disfrutamos de producciones memorables como El pez de la torre nada en el asfalto (DanzAbierta); María Vivan (Danza Combinatoria) y Metamorfosis (Gestos combinatorios), por solo citar tres ejemplos.
Ramiro volvió a realizar una nueva creación con el Conjunto, a insistencia de Iglesias, donde presentó, en una nueva lectura, un recorrido por lo mejor de su trayectoria en los inicios de este y resultó una clase magistral sostenida, mientras seguía con mirada atenta y entusiasmo de chiquillo cada estreno de las nuevas agrupaciones emergentes. Contemplar su imagen al final de la función, intercambiando opiniones con los líderes de ellas, provocaba una hermosa sensación.
Iglesias, por su parte, abrió la compañía al trabajo de coreógrafos de otras zonas y culturas. A partir del año 2000 recibimos a Jan Linkens, Giovanni Di Cicco y Joaquín Sabaté y con ellos se levantaron sobre el escenario Folía, Gravemente Dolce y El riesgo del placer. Linkens montaría más tarde Compás. Se unen a ellos en los años siguientes Kenneth Kvamström, Samir Akika, Cathy Marston, Rafael Bonachela, Mats Ek, Itzik Galili, Annabelle Lopez Ochoa, Alexis Zanetti, Angels Margarit, Theo Clinkard, Billie Cowie, Fleur Darkin, Miguel Altunaga Verdecia, Lea Anderson y entre los nuestros espigan y, luego, crecen George Céspedes, Julio César Iglesias, Norge Cedeño y Laura Domingo Agüero, entre otros.
Algunos, como Céspedes, haciendo ya historia con el favor de crítica y públicos y significativos premios alcanzados con obras como Por favor no me límites, Carmina Burana, Mambo 3XXI y Matria Etnocentra a la par que crea su agrupación propia: los hijos del director.
Por este continuo movimiento gestacional que implica preparación, crecimiento e independencia, característico únicamente de las poderosas unidades artísticas, me gusta contemplar a la compañía como una especie de archipiélago; un espacio múltiple de creación conectado mediante sólidos e intensos vasos comunicantes que trascienden, incluso, la unidad geográfica.
En tanto institución, en las décadas recientes la compañía se dinamiza y se ajusta a los nuevos tiempos en su labor de gestión, intercambio y promoción internacional. A la par, dilata sus recursos expresivos y las posibilidades interpretativas de sus integrantes al punto de que, para cualquiera de los coreógrafos de nivel internacional, sus bailarines y técnicos son capaces de cumplimentar retos disímiles.
Empleando como plataforma la técnica de la danza moderna cubana, establecida con minuciosidad y precisión por sus fundadores, la compañía muestra una ductilidad y una capacidad de asimilación —desde nuestras raíces como nación— que la reafirma como uno de los más significativos exponentes de la cultura cubana, capaz de potenciar con su riqueza proyectos artísticos de rango universal, a la vez que colocar en ese mismo nivel las producciones de sus nuevos demiurgos.