No hay precisiones sobre cuánto han afectado la crisis, los recortes sociales y laborales a la ciudad griega de Tesalónica con respecto al resto del país. Sin embargo, parece una reunión de gente muy feliz la que juntó a más de 1027 personas para bailar casino y, de este modo, aspirar al título Guiness por la rueda más grande del mundo.
En la plaza Aristóteles la coreografía colectiva fue interpretada por una decena de clubs de baile de esa nación a inicios de junio, y quedó registrada en la pugna por la marca. Existen referencias de otras ruedas de casino gigantes en Colombia, donde se reunieron 500 parejas en el 2009, e Italia con una cifra similar en el 2011, según los organizadores del club Danza Fuerte.
Da por pensar, con el sabio griego en una casual coalición, que la cuestión del baile cubano es un misterio a “interpretar” en todas las latitudes, con su propio modo de deducción o seducción, como se quiera.
Al compartir el video de la rueda griega en su perfil de Facebook, el investigador cubano Carlos Alzugaray decía que en tal fenómeno se constituye el cuban soft power, en alusión irónica a las llamativas políticas de aceptación global desarrolladas por la administración Obama en su primer mandato.
Será por ello que los videos con más visualizaciones que devuelve YouTube en una búsqueda del término Cuba, están asociados a los bailes cubanos y no a posicionamientos políticos explícitos, como sí lo hacen otras categorías de recuperación.
Sin datos de su acreditación en el conocido índice de los récords Guiness, queda la imagen de una bandera cubana como estructura espectacular vista desde el aire, lograda por estudiantes y profesores de la Universidad de las Ciencias Informáticas de La Habana en el 2009, quiénes convocaron a más de mil parejas en una plaza de baile, en una acción asociada al reclamo por la liberación de los cinco agentes cubanos presos en los Estados Unidos.
Ver bailar, técnica compleja cuasi exclusiva de los que no saben hacer bien lo segundo, puede ser uno de los referentes menos explotados como producto turístico, o como sustancia de lo que nos identifica como nación, sin que sean ambas cosas lo mismo. En un país que ha construido una inusitada cantidad de símbolos universales para su dimensión poblacional y geográfica, rescatar de los clichés esos núcleos culturales aportaría mucho a su sociedad que dibuja nuevos paradigmas de cambio e integración.
Para el historiador del Ballet Nacional de Cuba, Miguel Cabrera, más allá de la supuesta intensidad caribeña, de la agilidad de las piernas cubanas en los movimientos de un arte regido por un patrón universal, el sello distintivo de la escuela cubana está asociado al vínculo entre las miradas de los bailarines.
En el baile cubano también se dirimen las esencias y los prejuicios de nuestra composición racial, nuestra diversidad educacional, barrial o etaria, mejor que en las fisionomías o en los acentos. Es también una mapa revelador de los circuitos de la distribución de la riqueza, los modos de organización del ocio y los flujos de la vida en las ciudades, como aquello de dime dónde bailas… Aún más intrincado resulta el pasadizo de lo sexual y el de los roles de género, de quien puede llevar el paso, o de quien mira y no baila y, por ende, no participa.
En fin, si los griegos de la ciudad de Tesalónica logran su ansiado récord, habrán puesto una sombra sobre el ciclo trunco de programas televisivos que no logran interpretar, en las pantallas de Cuba, lo que esos que saben bailar, o mirar desde un asiento, dicen sentir. Tampoco alguna danza memorable tiene cabida regular en el discurso audiovisual más importante del consumo mediático cubano e internacional: los videoclips, aun con el éxito de los gerundios de Descemer Bueno y Enrique Iglesias.
Habrá que ver, desde la pista, en la televisión, Internet o en cualquier otra parte, cómo se va edificando en la nueva temporada de apertura y rearticulación de Cuba con el mundo, un modo de vivir donde dichos productos culturales no queden perdidos en los pasillos de un mercado, o desaparecidos de él, y puedan formar parte a su vez de un arsenal de representación de lo identitario, no estigmatizado en reduccionismos raciales o sexuales. Mientras tanto, tendremos que aprender a bailar, o seguir mirando.