Muchas veces he contado sobre nuestra casa‒jardín, Villa Berta, en Arroyo Naranjo. La casa, de dos plantas, estaba al fondo, también el otro edificio, que era el garaje y que en los altos se encontraba el estudio de mi padre, que era un lugar muy agradable donde en muchas ocasiones se reunían “las personas mayores”: los tíos Cintio y Fina, amigos, otros miembros del grupo Orígenes y, una tarde, ¡hasta Julio Cortázar!, acompañado por Lezama. Frente a ambas edificaciones estaba el jardín, concebido por mi abuelo paterno, el asturiano Constante de Diego.
El lugar era un verdadero parque de diversiones, el Paraíso nuestro, de nuestros primos y amigos del barrio, igual que lo fue para mi padre cuando era niño: “El Paraíso de mi infancia tiene un nombre: Arroyo Naranjo”, afirmó en su conferencia “A través de mi espejo”. Pero no quiero detenerme en los juegos y entretenimientos de los niños, sino en los de los mayores, sobre todo, los que le gustaban a mi padre.
El domingo era el día de las visitas de los tíos y sus hijos, los primos de mi padre con sus hijos, y amigos de mis padres. Por lo general, eran tertulias de conversación y lectura de textos, todo muy tranquilo. Mi abuelita materna, Josefina Badía, era pianista y en las tardes tocaba el piano. Algún que otro domingo llegaba el tío Felipe Dulzaides, solo o con sus músicos y descargaban un rato. Tía Fina, pocos lo saben, bailaba muy bien el tap, mi madre y ella eran admiradoras de Fred Astaire y Ginger Rogers. Y lo hacía muy bien, era muy cómico verla.
A veces jugaban ajedrez y hacían torneos. Los “ajedrecistas” que recuerdo eran mi padre, Agustín Pi y Lezama. Pero pienso que Cintio y Octavio también participaban. Papá escribió un poema sobre sus partidas de ajedrez con Lezama, a quien no le gustaba perder. ¡A ninguno le gustaba! Creo que mi hermano Lichi, muy jovencito, se incorporó a algunos de esos torneos; fue un gran ajedrecista.
Quizá, en algún momento, el tío Sergio, que era médico, les recomendó, a “las personas mayores” que debían hacer algún tipo de ejercicio físico, y mi padre escogió uno: el cróquet (no confundir con cricket, que es un deporte fuerte y de mucha acción, como la pelota).
El cróquet es un juego muy antiguo. Existen varias versiones sobre dónde se originó, si en Francia o en Inglaterra.
Consiste en golpear unas bolas de madera de diferentes colores con un mazo de madera a través de pequeños arcos colocados en el campo de juego. En realidad, no implica hacer mucho ejercicio. Es, más bien, recreativo, o sea, ideal para ellos. Pero lograba su objetivo de que hicieran un poco de actividad física al sol. El terreno más alejado de la casa, arriba, pegado a las rejas del jardín, era el ideal: una extensión grande, plana y con un césped bien cortado. Generalmente eran tres jugadores. Tengo dos fotos donde aparecen mi padre y el tío Agustín Pi. En una de ellas, Agustín está vestido de traje y corbata, con “cara de palo”, como a veces lo llamaban. Aparece un amigo de la familia que se llamaba Carlos (no era Carlos M. Luis).
Mi padre era un entusiasta del juego. Creo recordar que todos los asiduos a nuestra casa lo jugaron alguna vez.
¿Pero de dónde sacó Eliseo la idea del cróquet? En Cuba nunca se jugó y muchas personas ni siquiera conocen de su existencia. Como muchos saben, mi padre era un gran conocedor de la literatura inglesa, y el cróquet se jugaba mucho en Inglaterra. Se menciona en novelas y en una de sus preferidas, Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas. Hay un capítulo completo donde los mazos de los jugadores son unos flamencos que se agarran con la cabeza del animal hacia abajo.
Algunos domingos, papá y Octavio Smith se convertían en Otto y Fritz y hacían unos dúos muy simpáticos de canciones y diálogos inventados en un alemán que ambos desconocían.
Estos eran los entretenimientos y juegos colectivos, digamos. Creo que mi padre, de todo ese grupo de escritores, músicos, dramaturgos, que nos visitaban, era el único que disfrutaba, como un niño, todo aquello.
Pero había otros juegos que él inventó, supuestamente, para nosotros; aunque, en realidad, eran para su disfrute más que para el nuestro.
Le encantaban los trenes, aquellas antiguas locomotoras que echaban humo por la chimenea y tocaban un silbato, avisando su llegada. Contaba que de niño quería ser maquinista de un tren. Al fondo del jardín había una especie de barranco y por ahí pasaba una locomotora. El niño que fue mi padre salía corriendo cada vez que sentía el silbato de la locomotora.
En su libro Por los extraños pueblos, hay una décima dedicada a los trenes:
¿Adónde han ido los trenes
llenos de fama y poder,
cuya elocuencia fue ayer
la gloria de los andenes?
Cuando por la tarde vienes
cruzando el año perdido,
¡como extrañas el silbido
anhelante, noticioso,
que desdeñaba el reposo
y majestad del olvido!
Pues, como podrán imaginar, le encantaban los trenes eléctricos y decidió comprarles a sus hijos un tren. Pero no iba a ser un tren convencional, pequeño, que diera vueltas y vueltas. No.
Mandó a hacer una mesa y comenzó la construcción de todo un pueblo. En aquella época, por supuesto, no existía Internet, pero él tenía enciclopedias de todo tipo y libros de “recetas” para hacer cualquier cosa. Comenzó por la construcción de un túnel que no era recto sino con una curva que atravesaba una montaña. Hizo una armazón con alambres y lo cubrió con yeso. Cuando se secó el yeso, lo pintó de color “montaña”. Era totalmente hueco y por ahí pasaban perfectamente el tren y todos los coches que él quisiera. Los rieles del ferrocarril podían comprarse aparte, curvos y rectos, y así se ampliaba el recorrido del tren. Había una pequeña estación de trenes, con todas sus señalizaciones de rigor, un pueblito y, claro, “personas” en el andén y caminando por el pueblo. Pienso que todo eso fue comprándolo en diferentes tiendas.
Ese fue uno de nuestros juegos preferidos. Y, también, el de él. Era como una reproducción de nuestro pueblo, que también tenía una estación de trenes. El tren que pasaba por el barranco, en un momento de su trayectoria, salía a la calle, la cruzaba y hacia una parada en esa estación. Ya no pasa y la estación se ha convertido en una ciudadela…
Lo del tren era un juego bastante tradicional, con los añadidos de mi padre que lo hacían algo peculiar. Pero había un juego que, podría decirse, era invención suya, aunque, como verán, no era exactamente así.
Era el juego de los soldaditos (fue en otra época, cuando nos mudamos para El Vedado). A él le gustaban los soldaditos de plomo, posiblemente desde que de niño leyó el cuento de Andersen. En Cuba dejaron de venderse y siempre le pedía a sus amistades que vivían en otros países que le trajeran. Llegó a tener una gran colección, pero no suficiente para lo que tenía en mente: guerras entre ejércitos.
Entonces recurrió a los soldaditos de goma tradicionales, que tenían caballería, infantería, artillería con soldados con rifles, de pie o con una rodilla en tierra, apuntando. Construyó unos “cañones” y dibujó los uniformes, cuidadosamente, con un pincel y una acuarela. Serían dos ejércitos: el inglés y el francés durante las guerras napoleónicas. Confeccionó sobre un cartón tabla de 99cm x 80cm un mapa dividido en dos partes, dibujó colinas, montículos, ríos, puentes. Cada bando colocaba su ejército de acuerdo con la “estrategia” concebida sin que su adversario lo pudiera ver. Eso se lograba poniendo un cartón alto en la mitad del mapa (al menos es lo que recuerdo, no creo que se vendieran esos mapas. Tengo uno que hizo de un lugar llamado Fritzlandia, y ahí sí se ve bien su letra. Nunca he sabido qué quiere decir ese mapa).
Cuando los contrincantes estaban listos se alzaba el cartón y entonces podía verse la posición del enemigo. Se avanzaba tirando dos dados y midiendo el avance con un pequeño cartoncito, como si fuera una regla. Había algunas combinaciones de dados que podían significar, por ejemplo, un cañonazo y la destrucción de un puente.
El juego tenía reglas rigurosas. Nunca jugué pero lo vi jugar con mis hermanos (sobre todo con Lichi) y amigos. Así que puede ser que haya olvidado muchas cosas o las recuerde mal. Lichi tenía mucha suerte con los dados y casi siempre le ganaba. En una ocasión estuvo varios días sin hablarle. Le pregunté por qué y me respondió, muy molesto: “Hace trampa”.
Pero la concepción de este juego no era suya, se la tomó prestada a uno de esos “amigos” que nunca conoció porque lo separaban “abismos de tiempo inexorables”: H. G. Wells. Resulta ser que a H. G. Wells le gustaban, entre muchas otras cosas, los juegos. Y junto con su amigo Jerome K. Jerome, idearon unos propios, con sus reglas e instrucciones. Y Wells escribió un libro, en un tono jocoso, que tituló Little Wars (Pequeñas guerras), publicado en 1913. Ese libro estaba en mi casa pero desapareció. Un amigo (que fue quien me contó lo de Wells, que yo ignoraba) me dijo que se lo regaló a alguien. Pero lo buscaré. Según información que encontré en Internet, un par de años antes, Wells había escrito otro libro sobre juegos titulado Floor Ganes (Juegos de piso).
Pienso que, aunque mi padre se definía como “un niño más bien solitario”, encontró gran compañía en sus libros y en los juegos con sus primos, que lo visitaban a cada rato, y con sus amigos del barrio. Hay fotos suyas con varios niños, en una está “boxeando”. Sabía de la importancia de la lectura para el desarrollo de la imaginación, aparte de para la ortografía y el conocimiento. Y, además, la importancia de los juegos y de los juguetes en las edades tempranas.
Afirmaba que era fundamental el estímulo de la imaginación y la fantasía en los niños, y los juegos, todos, son parte de esa estimulación. Decía que un científico, antes que nada, tenía que imaginar, soñar. Da Vinci soñó primero volar como los pájaros y, después, trató de llevar su sueño a la realidad.
Mi padre fue un defensor de las hadas y de los duendes cuando en este país no se podían ni mencionar por los absurdos extremismos de la época. Había que retirar toda mención al mundo de la fantasía y eliminar cualquier referencia religiosa, incluso palabras como “dios”, “ángeles” “alma”, “Navidad”, “Reyes Magos”, etc. Pero él era católico y, por suerte, encontró una excelente aliada cuya ideología y criterio eran sólidos e incuestionables: la Dra. Mirta Aguirre, militante del Partido Comunista y una persona cultísima y muy respetada por todos. Mirta Aguirre escribió un libro de poesía para niños, precioso, Juegos y otros poemas (1974), en el que, incluso, introduce un tema bíblico (pues el conocimiento de la Biblia forma parte de la cultura general, sea usted creyente o no), el de Jonás y la ballena, que es divertido, sencillo y culto. Por su gracia y dominio del idioma, lo reproduzco aquí:
ARREPENTIMIENTO
Recado para Jonás,
recado de la ballena:
que ella tiene mucha pena
por lo de tiempos atrás,
que no se lo va a hacer más,
que es una muchacha buena;
que lo convida a una cena
de olvidó y olvidarás;
que le promete además,
regalarle una sirena.
Recado de la ballena,
recado para Jonás.
Mi padre también escribió un poemario para niños, Soñar despierto, con ilustraciones de mi hermano Rapi. Fue fundador y director del Departamento de Literatura para niños y jóvenes de la Biblioteca Nacional José Martí durante muchos años y siempre defendió la importancia de la calidad literaria de la literatura para niños. A los que consideraban que la literatura para niños era algo menor, les recordaba siempre que el más grande de todos los cubanos dedicó gran parte de su vida, en medio de los preparativos para la “guerra necesaria”, a confeccionar una revista para las niñas y los niños, con excelentes ilustraciones y textos, La Edad de Oro.
Así que mi padre no solo disfrutó de los juegos en su infancia y en su adultez sino que también quiso compartir ese gusto —que no solo era entretenimiento sino además fuente de aprendizaje y desarrollo de la imaginación— con los demás. Muchas cosas podría contar de él sobre este tema pero ya este texto es algo largo. Quiero terminarlo con el poema que da inicio y título a su libro preferido de poesía, El oscuro esplendor.
EL OSCURO ESPLENDOR
Juega el niño con unas pocas piedras inocentes
en el cantero gastado y roto
como paño de vieja.
Yo pregunto:
qué irremediable catástrofe separa
sus manos de mi frente de arena,
su boca de mis ojos impasibles.
Y suplico:
al menudo señor que sabe conmover
la tranquila tristeza de las flores, la sagrada
costumbre de los árboles dormidos.
Sin quererlo
el niño distraídamente solitario empuja
la domada furia de las cosas, olvidando
el oscuro esplendor que me ciega y él desdeña.