Enrique Pineda Barnet murió este lunes a los 87 años. A raíz de su fallecimiento, leí en el perfil de Facebook de un amigo que Barnet era una isla dentro de otra isla. La frase no se me ha quitado de la cabeza. Creo que esa definición retrató fielmente una parte de la vida del cineasta y de esa particular mirada cinematográfica hacia Cuba que nunca perdió, como tampoco perdió la alegría por ser parte del milagro de la vida y de la creación cinematográfica.
Enrique fue un niño precoz antes de convertirse en un gran cineasta. Nació en 1933 y ya con solo cinco años interpretó el personaje del negrito bufo en el teatro cubano. Años después realizó su primera incursión como actor de radio.
Esas primeras experiencias formaron la poliédrica personalidad de un joven que con el tiempo se convirtió en un hombre del renacimiento en la cultura cubana. Incursionó en el periodismo, la literatura (ganó el Premio Nacional de Literatura Alfonso Hernández Cata en 1953 por su cuento “Y más allá la brisa”), la locución, fue uno de los fundadores de la influyente Sociedad Cultural Nuestro Tiempo y uno de los primeros maestros voluntarios en subir a la Sierra Maestra. En su labor periodística, mostró una profunda agudeza y una excelente capacidad narrativa, atributos con los que se consagró desde temprano en el periodismo cubano.
En el cine encontró el espacio definitivo para orientar ese fervor por la creación que definió las líneas maestras de su futura obra. Entró al Icaic a inicios de la década de 1960 y en 1963 estrenó la obra Giselle, con el que sorprendió incluso a los más avezados por su extrema sensibilidad, su capacidad para estar al tanto hasta del mínimo detalle y, sobre todo, por adelantarse a su tiempo. Si uno repite hoy el visionaje de este filme podrá percatarse de que resume visajes de contemporaneidad por los cuatro costados.
La biografía de Barnet es de película. No sé exactamente por qué motivo (pero quizás puedo suponerlo) tanto su vida como parte de su obra no son conocidas a plenitud por el público cubano. Ha quedado relegado al claustro de los especialistas.
En la carrera de referencia obligada en el cine latinoamericano aparece, como una marca primordial, su trabajo como guionista en Soy Cuba, esa ambiciosa y sorprendente coproducción entre Cuba y la ex Unión Soviética, que, si bien tras su estreno en 1964 no despertó los mejores aplausos de una segmento de la crítica especializada de la época, fue reconocida décadas después como un clásico en la historia cinematográfica.
El propio Pineda Barnet, cineasta exigente donde los haya, tampoco estuvo satisfecho con el resultado final de la obra ni con los tardíos elogios. Pero los que lo conocieron de cerca saben que no era fácil descubrirlo en la exaltación desmedida ni el conformismo. Incluso tomaba cierta distancia de aquellos de los que solo escuchaba halagos serviles o alabanzas en el lugar donde él esperaba un cuestionamiento o una crítica. Por eso encontraba también un oasis de felicidad y esperanza cuando le sugerían o cuestionaban algunos planteamientos creativos durante el proceso de realización de algunos de sus filmes.
Era un espejo de suspicacias. Encontraba con facilidad los entretelones que animaban cualquier discusión, polémica o idea y a partir de ahí decidía si instalarse en la geometría particular de dicho proyecto u observación. Su mirada lo decía todo. Escrutaba a fondo con unos ojos que no perdieron el asombro de la vida y nunca dejó de lado el porte de hombre elegante por el que muchos lo reconocieron, junto, claro está, a la magnitud de su obra.
Su nombre remite directamente a La Bella del Alhambra, ese clásico del cine cubano que se disfruta como el primer día. Ciertamente, el ámbito cinematográfico de la Isla no ha sido prodigo en este tipo de obras, pero la probada calidad de la película la ponía a competir en las mejores lides cinematográficas del continente.
La cinta, se sabe, estuvo rodeada de polémica tanto antes de su estreno como luego de su exhibición pública en el cine Yara, en 1989. Basada en las fuentes literarias de “Canción de Rachel”, de Miguel Barnet, (quien también se sumó al trabajo en el guion), su protagonista, Beatriz Valdés desempeñó un papel magistral. La cinta causó furor entre el público, se ganó el favor de la crítica, y comenzó a marcar una época y un nuevo territorio de creación en el cine cubano. Beatriz, en el papel de la despampanante corista, adquirió categoría de símbolo y leyenda entre los cubanos.
Pese a esas profusas credenciales, el filme no fue considerado lo suficiente en el Festival del Cine Latinoamericano de La Habana, donde compitió y todos esperaban que se llevara los máximos galardones, entre ellos, por supuesto el de mejor actriz. Sin embargo, Beatriz, que ejerció de presentadora en la gala de premiación del prestigioso evento, vio cómo el premio se lo concedieron a una actriz argentina. Tras ese primer tropiezo con la desilusión, Barnet y la propia Beatriz coincidieron en que el mejor premio ya lo habían obtenido del público cubano.
Se sabe que, luego del fallecimiento de un artista de relieve o de cualquier otra personalidad, muchos quizá sin el conocimiento necesario o guiados por los manos siempre dispuestas del oportunismo, ensalzan su obra o lo ponen como ejemplo de la creación de un país, obviando los pormenores de vidas que en ocasiones hubieran podido hacer más con mayor apoyo o simplemente con los ojos abiertos de los otros a la compresión.
Barnet, autor de otras obras imponderables como Mella, fue también de esos cineastas que vivió sus momentos de silencio y cuyos impulsos creativos no se comprendieron del todo en diversas épocas de la cultura cubana. Él mismo reconoció que alguna vez sintió que trataron de obviar su nombre del cine cubano. Pero salvados esos entuertos que, por otro lado, definen muchas veces la personalidad, Barnet ya era un cineasta completo, un artista muy querido por sus colegas, amigos y por los seguidores de su obra, que nunca dejaron de interesarse por sus rumbos creativos y por su salud.
Su muerte cierra una época para el cine cubano y, a la vez, abre una dimensión histórica en la que muchos jóvenes cineastas se pueden reconocer y tener la certeza, como la tuvo Barnet, de que su destino es superar los obstáculos impuestos y las incomprensiones, para encontrar siempre la luz al final del túnel del cine cubano.