Llovió después en la alta fantasía.
Dante
La fantasía es un lugar en el que llueve.
Italo Calvino
Anoche volví a soñar. Desde hace unos días sueño todas las noches, pero casi nunca recuerdo mis sueños. En los primeros días de encierro apenas podía dormir: stress, insomnio, adicción a las noticias, a los partes médicos, perplejidad, miedo.
Cuando el confinamiento empezó yo estaba a punto de finalizar una nueva película, una suerte de hundimiento en mis archivos fílmicos y personales, un ejercicio de evocación, un cuestionamiento reflexivo sobre la memoria que, mirándolo ahora, parecería una premonición terrible de lo que está sucediendo.
Estructurada y montada a partir de fragmentos diversos, la película cuenta la incertidumbre de un cineasta que se encierra en su casa a confrontar su soledad y los fantasmas de unas parejas que protagonizaron tres de sus películas anteriores. Es un ensayo sobre el aislamiento, la ausencia, el desasosiego, y el peso de las circunstancias sociales sobre los individuos; un recorrido a través de mis dilemas creativos y personales y de mi determinación de vivir y hacer cine en Cuba, en la Habana, bajo un sol poderoso.
Pero no he vuelto a verla hasta hoy. Tengo que confesar que al principio de todo esto sentí el temor de no poder terminarla, de no poder estrenarla, de no poder proyectarla en una sala de Cine.
“El Cine es un sueño proyectado, —escribí en mi diario el 6 de diciembre de 2018— luces y sombras proyectadas en una gran pantalla blanca, en un espacio amplio y oscuro colmado de gente. Cualquier otra cosa, cualquier otra variante de mostrar o ver una película, no es Cine.”
Una definición que leída ahora parece rotunda, pero es hermosa, de esas que uno escribe en un diario como si fuera un trazo gestual y después no sabe por qué la escribió ni cuál fue la causa que la motivó.
De cualquier manera, para mí el cine siempre fue algo más que las películas y las historias que contaban estas; al principio era una sensación que no podía explicarme pero, poco a poco, viendo películas en los cines de mi barrio y después en la Cinemateca y en la Sala de arte y ensayo “La Rampa”, fui entendiendo al cine como un suceso vivo que además de sus especificidades como lenguaje y sus hallazgos narrativos, me sumergía con cada nueva proyección en una experiencia renovadora de mi percepción, de mis sentidos, de mis emociones.
Antes las películas tenían un anverso y un reverso, tenían un negativo y un positivo, una imagen latente y una imagen real. Antes el mundo era capturado en negativo y esa captura permanecía oculta como un misterio hasta ser revelada. En el cine analógico se llegaba a la imagen por impresión, y en la textura del celuloide quedaba registrada como una huella química y física la opacidad del mundo. Entonces el cine era un prodigio alquímico que materializaba sus mutaciones sucesivas en el momento de la proyección.
Hoy con el desarrollo del cine digital el mundo se graba en directo y la imagen que resulta es inmediata y con un plus de brillantez. Con ese salto tecnológico el cine ha perdido una parte de su misterio (el retardo de tener que esperar a que las imágenes latentes se revelen) pero aún conserva su aura mágica en el momento de la proyección.
El cine surgió con la invención del cinematógrafo, pero su nacimiento social sucedió el día que los hermanos Lumière hicieron la primera proyección pública y una parte de los espectadores reaccionó espantada con L´ arrivée d´un train. Desde su origen eso es lo que define al cine: una proyección para un grupo de personas que viven y comparten una experiencia emocional con la que cada uno de ellos se conecta de manera íntima.
Hay algo maravilloso en el acto de ver películas proyectadas y rodeado de gente. En Por primera vez, un documental del cineasta cubano Octavio Cortázar, viajamos a un caserío de la Sierra Maestra para ser testigos del primer encuentro de un grupo de niños con el cine y con Chaplin. Llega un camión de cine móvil, despliega una pantalla y con la caída de la noche comienza la proyección y reina la fantasía. Entonces solo vemos a Chaplin actuando y a los niños reaccionando con incredulidad, asombro, desconcierto, gozo.
Yo recuerdo que cuando era niño y mis padres me llevaban al cine yo esperaba ansioso el momento en que la luz de la sala se apagaba y desde el fondo, en lo alto, comenzaba la proyección. Entonces lo primero que yo hacía era levantar la vista y mirar hacia el haz de luz, sombras y polvo suspendido que sobrevolaba nuestras cabezas para llegar a través de él hasta la pantalla blanca, que ya no era blanca porque se había poblado con las imágenes en movimiento de la película que habíamos ido a ver.
Eso es para mí el cine: un lugar que me devuelve a la infancia y a la curiosidad por las personas y sus vivencias; el sitio en el que yo puedo conectar mis sentimientos con lo que estoy viendo y liberar mi sensibilidad, mis sensaciones, mi fragilidad, olvidando que estoy rodeado de gente y sin importarme que alguien me juzgue.
Hay algo en esa vivencia colectiva que siempre reconforta. Por eso amo las salas de cine, por eso temo no poder volver a ellas, por eso quiero terminar mi nueva película… por eso sueño estrenarla en una proyección óptima.
“Proyección óptima” es un concepto formulado por el teórico croata Aleksandar Flaker, que define la revalorización estética como la función social básica de los textos de vanguardia; su propuesta subraya la orientación hacia el futuro de tales textos a través de una elección que suponga, entre otras proyecciones posibles, un desplazamiento orientado a superar la cosificación de la realidad en que esos textos se producen. Su campo de estudio no tiene nada que ver con el cine, pero la invocación de su enunciado sí:
“Proyección óptima no designa un espacio idealmente estructurado del futuro, ni siquiera trata de definirlo, sino que designa el movimiento como elección de la ‘variante optima’ en la superación de la realidad.”
Hay que volver a las salas de cine, a las proyecciones públicas, al espacio social que el cine convoca; hay que soñar ese día y movernos hacia él; hay que trabajar para hacerlo posible; solo así podremos superar la realidad de hoy y rescatar esa variante optima de ver películas y sentirlas, inmersos en una experiencia social.
En estos meses, encerrado en mi casa, no he dejado de pensar en mis estudiantes: Sara, Kim, Florencia, Ángel, Leinad y José Raúl, que tuvieron que interrumpir con la aparición de la pandemia el proceso de realización de sus tesis y la culminación de sus estudios en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Pienso en ellos, en lo diversos que eran entre sí y en todo lo que se nos quedó por hacer, hablar, escuchar, aprender unos de otros.
Yo tenía el propósito de proyectar mi película Bajo un sol poderoso alguna noche durante la semana de evaluación de sus tesis y compartirla con ellos; compartir con ellos esa emoción personal de ver proyectadas para los demás las dudas, los anhelos, las obsesiones que uno visualiza en su cabeza antes, mucho antes de filmarlas.
Pretendía que esa fuera la manera de agradecerles todo lo que aprendí de sus ejercicios escolares y mi tributo a una certeza que fuimos elaborando juntos: hacer películas que nacieran de nuestras visiones, deseos, angustias y carencias personales, pero en permanente interacción creativa y crítica con otros sujetos y con la realidad, la cultura y la sociedad a la que cada uno de nosotros pertenece.
Vivimos días de pesadilla, pero esa es una realidad que podemos cambiar soñando. Solo el artista que sueña y expresándose enuncia sus sueños puede aspirar a una revelación; solo el cineasta que logra dar proyección a sus anhelos puede vivir en el lenguaje.
Es preciso cruzar las grandes aguas nos diría el I Ching, o tal vez sea suficiente con penetrar, infiltrarnos en “la zona” y atravesar sus charcos de agua y sus espacios mutantes guiados por el Stalker de la película de Tarkovski; la cuestión es saber volver a la habitación en la que habitan y se cumplen los deseos, y allí recuperar ese instante en que se suspende el polvo sobre nuestras cabezas… y en el reino de la fantasía, el cine, llueven las imágenes.
Kiki Álvarez.
La Habana, 7 de junio de 2020.