Respondí el teléfono enseguida, no sin preocupación. Eran cerca de las once de la noche, esa hora umbral en que te llaman si ha muerto alguien, si ha nacido alguien, o para decirte que te aman con locura y que no pueden vivir sin ti. Pero otra sería la causa del timbrazo noctámbulo. Era Margarita para decirme que acababan de nombrar a Lázaro Vargas como director de Industriales y Javier Méndez le dijo que, si iba a capitanear el equipo insignia de la capital, tenía que conocer a Leonardo Padura.
Me quedé en silencio un momento procesando la idea de Javier Méndez, el afamado jardinero central del equipo azul al que podías encontrar en La Habana, lo mismo en un estreno teatral en la sala Llauradó, que en una presentación en el Sábado del libro, un festival del humor en el Mella, una cola para comprar libros en la Feria de La Cabaña, una exposición de pintura o un concierto de los Van Van.
Padura ya era el reconocido creador del personaje de Mario Conde y su saga de novelas policiales donde la intriga detectivesca y el reflejo de la vida cotidiana de la isla se mezclaban de un modo que tenía atrapados a miles de lectores, diseminados por el mundo.
También, hacía tiempo que era una especie de arcano de la historia del béisbol habanero; su pasión por este deporte era proverbial. Apenas cuatro años después, tendría la oportunidad de levantar una pelota de béisbol ante el público que escuchó sus palabras de agradecimiento por el premio Princesa de Asturias de las Letras 2015.
Y Vargas, Lázaro Vargas, el carismático y explosivo tercera base de los leones de la capital; el de la bronca con Juan Castro, en El Latino, en el juego de 1986; el del batazo decisivo frente a Estados Unidos en el campeonato mundial de 1988; el de las conexiones oportunas por la banda contraria; el dos veces campeón olímpico; el de la grandeza de afirmar: “Yo era el mejor tercera base de Cuba y Linares, el mejor del mundo”. Aquel encuentro podía ser una locura o una genialidad; o ambas cosas.
—Dame el número de Vargas y les aviso.
Al día siguiente hablé con Padura y dijo que sí, con una sola condición: que le diría a Vargas lo que pensaba, con sinceridad. A los pocos días llegué a la casa del barrio de Mantilla donde Lucía y Padura me recibieron con la cordialidad de siempre. Era una calurosa tarde de septiembre que intentamos paliar con un vaso del refrescante jugo de uvas criollas que la pareja cosecha en su propio patio. Unos minutos después llegó Vargas, excusándose por no encontrar la casa al primer intento y mostrando una sonrisa que lo hacía parecer todavía más joven.
Hechas las presentaciones de rigor, se creó un pequeño silencio, un poco dramático, que rompió Padura con una felicitación por el nombramiento y el anuncio de que, para facilitar el diálogo, había organizado sus ideas en cinco puntos que consideraba esenciales. El primero de ellos directo, como los demás: “Si vas a dirigir el equipo, tienes que dirigirlo de verdad, no que te estén llamando al celular para decirte lo que tienes que hacer”.
Fueron palabras mágicas. Cualquier rastro de tensión o formalidad se borró de golpe. De ahí en adelante hubo un ambiente de total franqueza donde se sucedieron argumentos, anécdotas, recuentos de estrategias deportivas, de momentos memorables, otros polémicos o dolorosos, visiones de presente y futuro cercanos.
La épica del deporte nacional se complementó con el debate de sus realidades más complejas, desde el dilema con la pelota de las grandes ligas y sus consecuencias, hasta las glorias y sacrificios de los atletas, los detalles cotidianos de la vida, la familia, la paternidad y los aspectos menos visibles de un fenómeno de masas sustentado por individuos que cargan sus propios dramas personales.
Era casi de noche cuando me tocó poner el anticlímax: “Caballero, tengo que irme que mañana viajo a España”.
Comenzó el ritual cubano de despedida. La simpatía mutua que se había instalado entre ambos personajes llevó a Padura a desprenderse de unos ejemplares únicos que le quedaban, para dedicárselos a Vargas. Nos despedimos entre risas, promesas de próximos encuentros y de ver algún entrenamiento y un juego de Industriales en El Latino, invitados por el nuevo director del equipo. Me perdí la invitación por mi viaje a España. En los próximos meses cambiaría el azul por el pardo de La Mancha, donde me esperaban estudios de una maestría en literatura.
Ya en la acera me volví para dar un último adiós a Lucía y Padura y me pareció ver detrás de ellos los espectros traviesos de Mario Conde, del Flaco, de Candito el Rojo, del capitán Contreras y algún otro personaje que no logré distinguir. Seguramente se quedarían hablando de pelota, de libros usados, de gente que no está y quizás, de la idea de Javier Méndez. Todavía no sé si fue una genialidad o una locura, o las dos cosas a la vez.
*Este texto fue publicado originalmente en la cuenta de FB del autor. Se reproduce con su autorización.