Para expresarlo en términos más sencillos, ¿qué haría usted en un caso de delirium tremens crónico,
dirigido, sistemático e ineluctable?
Malcolm Lowry, Bajo el volcán
El inglés Malcolm Lowry, además de ser un excelente escritor, un decoroso golfista y un borracho incorregible, fue asimismo un imán para los incendios. Varias de las casas en que residió hubieron de soportar los embates del fuego. En uno de ellos estuvo a punto de desaparecer el original de Bajo el volcán. La novela, dichosamente, fue rescatada a tiempo por Margerie Bonner, su mujer, cuya experiencia como salvadora no debió de haber sido poca, habida cuenta de las veces en que rescató a su propio marido de los burdeles que este frecuentaba.
Para la mayoría de los escritores la pérdida de un manuscrito constituye una tragedia de proporciones bíblicas; para el infausto Lowry, no obstante, el extravío de un original acabó siendo un indeseado pero tolerable gaje del oficio. A tres actividades, pues, dedicó una buena parte de su vida: beber alcohol, tocar el ukelele y reescribir.
Hay que suponer, como bien señala Javier Marías, que si Bajo el volcán se hubiera perdido en el incendio, Lowry la hubiese escrito de nuevo.
En otra versión o borrador de la realidad que habitamos, puede que Margerie le tuviera pánico al fuego y que su esposo, de entre tantos vicios posibles, practicara sólo uno: la holgazanería. Allí, en ese universo paralelo, el siglo xx habría carecido de una novela descomunal, terrible y hermosa a la vez; sin embargo, Guillermo Cabrera Infante habría sido, quizá, un poco más feliz.
A finales de 1968, el Guillermo Cabrera Infante guionista mira hacia atrás y ¿qué ve? Desde 1966 hasta ese momento ha escrito tres películas, pero él, un hombre cuyo ego difícilmente cabría en un terreno de fútbol, no puede envanecerse de ninguna. La primera nunca llegó a filmarse, la segunda es tan mala que él insistió en borrar su nombre de los créditos y la tercera es destacable apenas por la música de George Harrison. Por cada una de ellas, incluida la que jamás se filmó, le pagaron. El dinero le sirvió para mudarse, junto con su familia, de Madrid a Londres. Muchos se habrían conformado con la pasta. Él no. Su ego y su mejor amigo tienen una cosa en común: precisan de ser acariciados con cierta frecuencia.
El mejor amigo de Cabrera Infante se llama Offenbach y es un gato siamés. La repentina muerte de Offenbach, en 1977, lo afectará tanto o más que los suicidios de Calvert Casey y Alberto Mora.
En 1969, Cabrera Infante escribe el guión de una película, Vanishing Point, que se estrena al año siguiente y que no tarda en sumarse al club de los llamados filmes de culto. Si bien no se trata de Citizen Kane, la película no le disgusta del todo.
Por fin.
Antes del estreno de Vanishing Point, un productor de la 20th Century Fox le encarga el guión de un filme de espionaje titulado The Salzburg Connection. El pago, por suerte, es inversamente proporcional a la calidad de la novela que sirve como punto de partida. Algunos cambios en la Fox provocan que su guión sea descartado. Resuelve no escribir más para el cine y, de hecho, no lo hace.
Hasta 1972.
Joseph Losey ya ha dirigido tres cintas formidables: The Servant, Accident y The Go-Between, escritas por Harold Pinter. Para decirle que no a una propuesta de trabajo proveniente de él hay que pensárselo. El cubano no se lo piensa. Cuando el exiliado Losey le pide que escriba un guión basado en Bajo el volcán, la novela del exiliado Lowrey, el exiliado Cabrera Infante acepta.
No lo sabe –no puede saberlo–, pero lo que está en juego es más que una película.
Cabrera Infante se sumerge de tal modo en la novela que un día, de golpe, descubre con pavor que ya no se encuentra en Londres, sino en Cuernavaca, es decir en el infierno. La escritura del guión, por desgracia o acaso afortunadamente, debe ser interrumpida por una operación de apendicitis. Hace lo posible por retomarla pronto. Está obsesionado. Los espectros de Lowry y el Cónsul se ciernen sobre él.
Escucha voces. Tiene pesadillas. Pierde la cabeza.
El guión, que escribirá a toda máquina, en dos meses, se va llenando de imágenes y diálogos delirantes, febriles. «Está bebiendo demasiado mezcal», le dirá su secretaria.
Aunque no se atreva a confesarlo, a su nervous breakdown –«manera inglesa de diagnosticar la locura»– no sólo contribuye el dominio que sobre él ejercen el Cónsul y su séquito de fantasmas, sino también el temor de que su guión no esté a la altura de la novela, o, si esto fuese mucho pedir, a la altura de la película que la novela se merece.
Una mañana, a eso de las diez, su hija menor lo atrapa en el momento justo en que pretende salir a la calle, con esmoquin y bastón.
Miriam Gómez regresa de Miami y lo encuentra en un estado deplorable. Ella, como Margerie Bonner, la mujer de Lowry, se dispone a rescatar a su esposo, que se las ingenia lo mejor que puede para terminar de escribir el guión.
Losey lo lee y, por supuesto, le fascina.
Cabrera Infante ingresa en un manicomio privado. Lo someten, a semejanza de Lowry, a una terapia de electrochoques. Lo atiborran de píldoras.
A partir de entonces ya no será el mismo. Si 1947 es el año en que empieza a usar espejuelos, el fatídico 1972 es el año en que empieza a tomar litio, un medicamento contra la depresión clínica.
De súbito, a Losey le son retirados los derechos y el proyecto cambia de manos. El guión, que tan caro le ha costado a Cabrera Infante, jamás se llega a filmar.
En 1984 se muere Joseph Losey y se estrena Bajo el volcán. El director es John Huston; el guionista, un tal Guy Gallo.
Varios años atrás, el novelista Malcolm Lowry, en colaboración con su esposa, también emprendía la tarea de escribir un guión basado en una novela ajena: Tender Is the Night, de Fitzgerald. El resultado fue un mamotreto de seiscientas páginas, lo que equivale a seis horas de película aproximadamente.
Nunca se filmó.