La casa donde vivió Reinaldo Arenas está en los límites de los repartos Vista Alegre y Luz. Ambas zonas pertenecen a un mismo consejo popular, cuya población ronda los 34 mil habitantes.
“Viste que no era en Vista Alegre”, me dice fatigado. Delfín Prats está a punto de cumplir setentaitrés, y aunque conserva vitalidad, no ha estado exento de ciertos achaques. “No era Vista Alegre y es Vista Alegre”, vuelve a decir, triunfal.
Desde que dejamos el bicitaxi hemos caminado siete u ocho cuadras por aceras estrechas que, al terminar, nos hacen proseguir por el borde de calles asfaltadas o con remiendos por la construcción del acueducto. Las casas aquí son de arquitectura variable, hechas como han podido sus habitantes, a pulmón. Desde los años noventa por todas partes proliferan las rejas, se ramifican como trepadoras por sobre garajes, pasillos, patios.
El sol seguía potente a nuestras espaldas, aunque ya empezaba a perderse tras las edificaciones más empinadas o entre los árboles. Era sábado, había poco movimiento, la gente estaba en los portales.
De repente, Delfín se queda quieto, gira su tronco a la derecha y como un antiguo navegante avisa: “Es por aquí”.
Unos metros más adelante pregunta a dos vecinos ubicados en una segunda planta si ahí donde está señalando con una mano vivía Oneida Fuentes. Tiene que repetir la pregunta porque la música arriba, Franco de Vita, se desparrama por toda la cuadra. Los vecinos, en medio de su brumoso entusiasmo sabatino hacen un esfuerzo por ubicar el nombre, pero al final no lo logran.
Otra mujer que pasaba y había escuchado el intercambio entre Delfín y los de arriba, confirma que esa es la casa.
El lugar está justo detrás de mí. Al voltearme veo una vivienda pintada de blanco con columnas rosadas en cuyas superficies destacan unos ornamentos geométricos. También se encuentra enrejada y tras la cerradura cuelga un cartel de cartón con uno de los avisos de moda: “Se vende esta casa”.
Delfín Prats se ha ubicado junto al cartel, toca la parte exterior de una de las columnas, se queda pensativo; después mira al cielo, a la lejanía, a mí, da una zancada y vuelve a donde estoy, parado casi en el medio de la calle, tratando de hacer lo mejor que puedo algunas fotografías.
-Pasar un rato con Arenas era un gran privilegio, porque era un gran conversador. Tenía esa gracia innata suya para hablar mal de todo el mundo. Para decir, por ejemplo (y aquí, por el tono, parece imitarlo): “Mi madre me dijo que me iba a hacer unos bisteces, y terminó haciéndome un huevo”. Esas cosas, que en otras ocasiones eran punzantes, más sarcásticas, según la persona. Hay que atestiguar su enorme talento, su capacidad para asimilar las formas literarias, que no todo el mundo logra. Hay gente que se pasa la vida y no puede. Es como tener una gracia, como sacarse la lotería.
-Como dar con un código secreto.
-Él tenía esa gracia. En su primera juventud había escrito dos novelas, Adiós mundo cruel y Que dura es la vida. Yo vi una de las dos, la tenía la madre ahí. Después la entregaron a una universidad en los Estados Unidos.
-¿Llegaste a leerla?
-No, pero las vi. Era un cartapacio así, grande.
Él me leía sus obras, en las playas o en el Parque Lenin. Hacíamos una excursión, comprábamos unos quesitos cremas y unos vasos de leche y nos íbamos a leer.
-¿Valoraba tu criterio?
-Recuerda que yo era muy afín. Yo había nacido cerca, teníamos a Holguín como referente, los dos éramos gays, yo era poeta y él narrador.
-¿Leíste todos sus libros?
-No, me falta casi todo.
-¿Cuál fue el que primero leíste?
–Celestino… He leído el siguiente, el del fraile que huye (El mundo alucinante). Pero esas novelas que son principales en su obra, como El color del verano, y las otras, no las he leído.
-¿Y qué impresión te causaron esos dos?
-En aquel momento me agradaron, ahora no sé qué impresión me pudieran causar. Me parecía una literatura fresca, atrevida, lozana, brillante. Ahora, no sé.
-Nunca te molestó que te convirtiera en ente de ficción, que escribiera esos pasajes en los cuales el lector puede formarse la idea que se le antoje de ti.
-No, eso me dio gracia. Porque eso es propio de la literatura, de cierta literatura, que incluye la sátira. A mí me gustó la idea. Hay cosas excesivas, cosas muy simpáticas, cosas que nunca sucedieron. Hay que considerar su capacidad ficcional, su capacidad para inventar una literatura con datos nimios, reales pero muy escuetos. De ahí hacía un árbol ficcional gigantesco.
***
Cuando estamos a punto de retirarnos, o retirándonos, una vecina se asoma por entre una malla de hierro ubicada en el patio contiguo para proclamar que conoció a Raine.
-Raine es Reinaldo, me explica Delfín tratando de ser discreto.
-Era un señor escritor, dice la mujer: de los grandes entre los grandes.
Se llama Justina Luz Arencibia y le ha llamado la atención que preguntáramos por la casa de Oneida. Tendrá setenta y pico u ochenta años. Para hablarnos levanta un poco la voz.
-¿Usted lo leyó?, pregunto.
-No lo leí, pero sí lo sé: era un señor escritor.
-¿Lo conoció?
-¡Cómo no lo voy a conocer si muchas veces comió aquí en mi casa! Él se fue para los Estados Unidos, pero era un hombre maravilloso. Tendría sus defectos, como todo el mundo, pero…
-¿Y cuáles eran sus defectos?
-Que era invertido…, dice un poco por lo bajo antes de animarse otra vez. ¡Pero era una persona bella! Era una persona maravillosa. Estudió como siete u ocho idiomas. Era un taco… superinteligente; igual que Rogelio, el primo, personas buenas.
[Rogelio es Rogelio Polanco Fuentes, actual embajador de Cuba en Venezuela. Su casa natal queda a unos pasos de donde estamos parados]
-Rogelio es el que viene a cada rato por aquí, continua: Raine también vino antes de irse. Dicen que fue al campo, que vio todas las matas y eso, y que después de pasar por esta casa otra vez, viajó. El nació en Perronales. Toda esa familia es de allí.
Me despido de la mujer dándole las gracias, y tomamos el camino de regreso hablando de lo mismo.
“Yo no recuerdo cuándo Arenas estuvo aquí la última vez. No creo que viniera ya en los últimos días de su estancia en Cuba a despedirse de Perronales”, dice Delfín cuando hemos superado la esquina. “Quizá forma parte de la leyenda, o es probable que él se hubiera despedido de Perronales un tiempo antes. Su salida de Cuba fue apresurada. Tú recuerdas que abrieron lo del Mariel, primero había sido lo de la embajada del Perú. Desconozco las razones por las que él no se metió. Pero sí aprovechó la situación del Mariel, y se fue. O sea, que no tuvo tiempo ninguno de despedirse de la zona donde había nacido. Quizá se había despedido antes”.
***
-Déjame contarte más o menos cómo fue que dejamos de vernos. Yo trabajaba en Santa María del Mar. Muchas veces yo alquilaba una cabañita, y algunas veces él venía y ahí pasábamos par de días, por todo su amor por el mar, por Santa María, por Guanabo. Era muy fácil en aquel momento alquilar una cabañita. Yo había llevado para su casa una mochila verde, grande, rusa, para que él la usara y, bueno, la perdí. Ya cuando volví él no estaba. Había aprovechado la posibilidad del Mariel y por ahí había salido para la Florida. Cuando él se va estuvimos desvinculados mucho tiempo. Yo sabía de él por otro amigo que sí me escribía… Otros amigos lo hacían, como Reinaldo García Ramos, que siempre me ha escrito, y con quien mantengo una política más allá de las fronteras de la realidad. Pero, Arenas más nunca me escribió a mí, y yo tampoco hice el intento por localizarlo.
Yo sí supe que cuando se publica mi libro Para celebrar el ascenso de Ícaro, que me entregan el Premio de la Crítica, él había escrito algo. Pero tampoco tuve acceso a lo que escribió. El texto se llama: “Delfín Prats: ¿rehabilitación o castración?” Y hacía referencia a un poema que es “Aguas”, donde había un elemento que yo suprimo.
Un poema tú lo dejas madurar. Un poema va madurando y a lo largo de los años llega un momento en el que suprimes algunas cosas. Y había un verso que decía: Y hasta la grasienta barriga, la oscura trayectoria del hombre del Toyota, cobraron cierto matiz de prestigio a través de sus ojos. Yo suprimí eso, porque consideraba que no le agregaba nada al poema, que es uno de mis mejores poemas. Era una cosa que estaba obsoleta completamente, que no iba a ser funcional en el futuro. Y él me criticó eso, criticó severamente eso, porque veía una crítica donde no hay tal crítica. Creo que ese verso lastraba el poema. Él dirigió las armas a convencer a sus lectores de que yo había sido “castrado” en vez de “rehabilitado”. Y yo no fui rehabilitado nada, porque nunca había sido habilitado. Sencillamente me dieron el Premio de la Crítica.
-Pero, ¿el premio no tiene que ver, además, con “una buena conducta”, con una manera de comportarse dentro de límites políticamente correctos?
-No, yo estaba trabajando en Holguín. Estaba integrado en el grupo de escritores holguineros. Fue muy positivo que me entregaran el Premio de la Crítica tal y como yo era. No me exigieron nada para entregármelo, ni que yo cambiara, ni que modificara mi forma de ser. Sencillamente me dieron el premio, que en aquel momento eran mil pesos.
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Al fin alcanzamos el punto donde nos dejó el bicitaxi. En lugar de optar por otro medio de transporte, que en este caso habría sido otra bicicleta, decidimos seguir a pie, tomando la calle Libertad, una de las vías que atraviesa nuestros parques principales y sobre la cual, también, se encuentra la sede de la UNEAC. Esa calle termina en el Ferrocarril y se conecta con otra que llevará a Delfín hasta su casa.
Me interesa pasar por el Parque Calixto García porque cada uno de nosotros, los holguineros, alguna vez hemos ido hasta allí para poner en tela de juicio nuestra existencia; el parque Calixto García, al igual que la Loma de la Cruz, es nuestra pecera desestresante, el psicoanalista de cabecera, el mar que no tiene la ciudad y por el que tanto sufre.
-¿Qué otros jóvenes intelectuales había acá en aquella época?
-La figura más brillante que dio Holguín por esa época es Coco Salas, pero no hay un momento en que coincidamos los tres, aquí en Holguín, nunca. Cuando salíamos al parque con quien coincidíamos era con Rodolfo de la Fuente, con Gilberto González Seik, con Alejandro Fonseca, con Carlín. Compartíamos con ese grupo.
-¿Alguna vez sentiste a Holguín como Destino?
-No tengo tanta vanidad como para creer en esas cosas. Eso queda para un caso como Adán Buenosayres. Holguín humildemente ha tenido algunos escritores, tiene algunos escritores. Tiene algunas instituciones, pero yo no creo que sea el ombligo del mundo.
-La provincial del universo, apunto, en referencia a aquella manera de llamarla en tiempos de Romerías de Mayo.
-Ese es un título bonito, dice, y remata: Prácticamente la vida mía ha pasado aquí.
-¿Todavía Holguín te parece una ciudad acogedora?
-Holguín me agrada, no sé por qué. Me agrada bastante. Me gusta pasear, es como si yo hubiera nacido para permanecer aquí, como aquella cosa de Cavafis, que la ciudad te acompañará a todas partes. Holguín me acompañaría a todas partes.
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Desde el 2014, tal vez antes, el nombre de Delfín Prats suena entre los candidatos al Premio Nacional de Literatura que entrega el Ministerio de Cultura junto al Instituto Cubano del Libro. “A mí no me van a dar el Premio Nacional de Literatura”, dice. “¿Por qué?”, pregunto. “Porque no me lo van a dar”.
En 2016 también estuvo ligado a una polémica. El filme Santa y Andrés, del realizador Carlos Lechuga, fue censurado por el ICAIC y el Ministerio de Cultura. El filme de alguna manera se inspira en la historia de vida de Delfín, sin que llegue a serlo; de hecho, su primer título era Santa y Delfín, porque, ha dicho su director, fue una especie de homenaje. Pero, Delfín Prats no quiere hablar de eso. “No, no, no…”, me advierte cuando intento sacarle alguna respuesta.
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-¿Te sientes mucho más poeta que intelectual?, le pregunto.
-En verdad no soy un intelectual. Un intelectual es, por ejemplo, Roberto Fernández Retamar. Hay mucha confusión a partir de los treinta o cuarenta años de institucionalización de la cultura. Hay una enorme confusión entre lo que es un poeta, lo que es un narrador, lo que es un especialista, lo que es un investigador, lo que es un historiador.
Yo nunca me he considerado un intelectual, porque no lo soy. No manejo ideas que estén insertadas en algo doctrinario. Lo único que hice fue escribir unos poemas, conservarlos tal y como los logré crear, trabajándolos, porque mi poesía es trabajada. Como te decía, son muy pocos los poemas míos que están en la versión esa que sale la primera vez. Todos mis poemas recibieron un toque posterior. Me hizo mucho bien el hecho ese de que yo no tuviera acceso a las editoriales para mejorar los poemas, pulirlos.
Siempre he negado mi condición de escritor, tengo que considerarme escritor porque soy miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, porque disfruto de los beneficios que eso concede aun, de la connotación que tiene para uno, pero no me considero ni escritor ni intelectual, sino simplemente una persona que logró veinte o treinta poemas.
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Toda esta caminata tiene una explicación. Caminar es una buena manera de evocar. Y la idea había sido recordar los tiempos en que jóvenes escritores de Holguín fraguaban sus obras entre dos ciudades, la idea era volver sobre la memoria de Reinaldo Arenas para, con el mayor respeto, recordarlo junto a quien era su amigo.
Todo esto había comenzado a las tres y treinta, cuando llegué a su pequeña casa del reparto Pueblo Nuevo. La puerta estaba abierta y sentado de frente a la calle ante la luz inesperadamente tórrida de otro día de noviembre un hombre de bigotes y gorras me recibía con amabilidad. Era su hermano Segundo Prats. “Viene todos los días a conseguir un pan”, dijo Delfín.
Conseguir es una palabra que a veces extraño para mal en Buenos Aires. Conseguir quiere decir en Cuba comprar a sobreprecio el extra de algún producto indispensable. Nos saludamos. Me siento. Espero.
Delfín pasaba del cuarto a la cocina y de la cocina al cuarto. Ambas secciones de la casa quedan separas solo por el recibidor, un pasillo de un metro de ancho por metro y medio de largo. Sobre un sofá de madera me encontré el número 4 de La Gaceta de Cuba en cuya portada descubrí la obra “La noticia que no vende” del artista cubano Wilfredo Prieto.
Una taza de café todavía caliente ante mis ojos. Miré detrás y vi una hornilla sobre la que dentro de una olla temblaban unas yucas. Delfín estaba diciendo que enseguida saldríamos y empecé a sorber de la tacita mientras releía la reseña sobre El huracán y la palma escrita por la investigadora y ensayista cubana Cira Romero.
Segundo hablaba de la familia, y de La Cuaba, donde nació Delfín; trataba de entablar una conversación con él y a la vez leía a Romero: “Si bien Delfín cumple este año setentaitrés, su poesía participa en un espacio donde las mutaciones a que el alma está sujeta permanecen en el centro mismo del misterio encerrado en el humano entendimiento que busca, sondea, examina y hasta muerde para animar así el golpe de la temeridad y de los años. La juventud de su voz goza del privilegio de descorrer el velo del tiempo, el suyo y el de los demás…”
Sin que hubiera terminado la lectura, Delfín dijo estar listo, y apareció ante mí pasándole un brazo por los hombros al hermano, como para una foto. Se había vestido con camisa azul de mangas cortas, pantalón crema, zapatos grises, del tipo que en Argentina llaman borcegos. “Nos vamos”, dijo.
Arenas vivió en el Reparto Vista Alegre, pero tanto este reparto, como la ciudad en su conjunto, aparecen retratadas en su obra con gran amargura: “El barrio nada alegre de Vista Alegre”, escribe en el Color del verano. Incluso en comunicaciones íntimas, como una carta dirigida a la escritora holguinera Lalita Curbelo Barberán, a propósito de la publicación de su libro Catedrales de hormigas, Arenas no lograba contenerse: “Cuánto le agradezco esta obra, hecha a pesar de Holguín, de sus calles rectas, y su configuración cuadrangular; y de sus gentes, al menos las que yo conocí, tan estrictamente comerciales.”
Para Reinaldo Arenas, Holguín era “el tedio absoluto”: “Pueblo chato, comercial, cuadrado, absolutamente carente de misterio y de personalidad; pueblo calenturiento y sin un recodo donde se pudiera tomar un poco de sombra o un sitio donde uno pudiera dejar libre la imaginación”. “Una inmensa tumba”, “un sitio ajeno a toda forma de belleza”.
***
-Y esa tendencia a la marginalidad que parece haber en tu vida, ¿cuánto hay de marginación, digamos desde las estructuras institucionales, o de automarginación?
-Una pregunta difícil. A mí me gustaría no vivir en la marginalidad. No tener que comerme esa yuca que viste en la olla, sino comer una comida de verdad. Pero estoy obligado por la circunstancia. Nadie me va a sacar de aquí.
-¿Qué dinero gana un poeta como tú?
– Muy poco. Tengo una jubilación, y entonces nos pagan las actividades que hacemos. Una actividad por lo general son doscientos pesos cubanos, y las de la UNEAC, trescientos. De eso vivimos nosotros, pero con nada de eso tú sales de la marginalidad. Tienes que tener un ingreso grande para, por ejemplo, dejar esta casa, no sé, vivir como gente.
-¿Nunca te ofrecieron establecerte en otra ciudad?
-Yo viajé, estuve en España, en México; viaje, pero nunca me sentí tentado a quedarme, porque a mí me resulta difícil vivir, y me parece que enfrentarme a una realidad con aquellas características es un poco molesto. Y uno tiene apego a las cosas elementales, al lugar donde naciste, a la familia, al pueblo este. Ya a mi edad no me quedó en ningún lugar del mundo.
-¿En qué otro sitio te hubiera gustado vivir?
-En una isla, en el pacífico, bien alejado de todo.
– ¿A qué temes de la vida en sociedad?
-No sé…, dice pensativo, dubitante. De repente, asegura: A la rutina.
-¿Cuál es la tuya?
-Subo por la mañana, vengo a la UNEAC, después vuelvo a la casa, me acuesto… no hago nada, terrible.
-¿En qué piensas cuando te acuestas?
-En muchísimas cosas; tú sabes como es el monólogo interior de uno.