Entre la dicha y la tiniebla
no queda sino el filo de la lámpara.
Eliseo Diego
Nadie se queje cuando ya no se lea, o de que ahora en general se lea menos y peor, pues razones hay para ello. La principal, digámoslo si se quiere a modo de respetuosa provocación, es que actualmente la inmensa mayoría de los libros a nuestro alcance nos van disuadiendo del hábito de la lectura. Enfrascados desde hace tiempo en campañas por la lectura, solemos olvidar que leer no es algo bueno en sí. Hay que leer buenos libros. Y ni siquiera los libros buenos son buenos de por sí. Todo depende de la lectura que se haga. El lector avisado lo sabe. Y la gente de todas las edades, aunque no lo sepan, lo intuyen. Por eso no leen. Sienten, muchas veces con razón, que tienen mejores cosas que hacer.
Entramos a las librerías y de ellas salimos con las manos vacías. No por los precios; los precios están bien. Sino por haber corroborado otra vez que no vamos a encontrar lo que buscamos. ¿Y qué buscamos? Nuestro alimento necesario. Aquello que si nos falta durante suficiente tiempo, llegaremos a no reconocer.
Es de sentido común que el único modo eficaz de promover la lectura es publicar buenos libros y solo buenos libros. Quienes eluden este mandamiento, este principio raigal (nadie parece obedecerlo en realidad) no se quejen luego, cuando ya nadie lea.
“A lo esencial, hay que estar”, susurra un apunte de José Martí, cuyo sueño de vida alternativo hubiera sido editar para nuestras repúblicas los libros cuya utilidad y destello de urgencia lo desvelaban. Véase, por ejemplo, su carta del 22 de abril de 1886 a Manuel Mercado. Pero ningún libro, por bueno (o malo) que sea, ha logrado jamás interesar a todos. ¿Cuál sería entonces el criterio de selección de un plan de publicaciones “esencial”?
Imaginemos una casa editora que funcionase irreprochablemente como faro de cultura, como un sol que calentase todo el año, irradiando en todas direcciones las obras maestras de todos los tiempos. Tiene recursos ilimitados: el dinero no es un problema. Cuenta con una vasta red de distribución. Tiene además los derechos de publicación de todo, de absolutamente todo. Su director –un intelectual humanista– se halla plenamente imbuido de su alta misión. El perfil de esta casa editorial, o si se quiere, su ética, su pudor, consiste en publicar solamente los títulos que hayan apasionado, deslumbrado o divertido en grado sumo a sus editores. Libros que de verdad hayan pasado por las telas del corazón de sus redactores. No será infalible este tamiz, ya lo sabemos, pero aún así el judicium cordis (juicio del corazón), como que es el más desinteresado, nos parece el más confiable, valioso, y persuasivo.
Este benéfico manantial de libros, este arquetipo que pudiera parecer tan natural, este diálogo íntimo y silencioso entre editores y lectores, ¿por qué no existe? Y si existiera, ¿por qué no lo conocemos?
No deseamos siquiera esbozar la lista de escollos que conspiran contra la existencia y operaciones de semejante palacio encantado, pues ¿para qué hacer inventario de “esas cosas tristes de la vida”, si podemos saltar directamente a un ejemplo concreto y cercano que les puso inesperado remedio durante décadas?
Porque es un hecho que esa visión, ese bienaventurado paraíso de libros buenos, bien hechos y baratos, se materializó realmente en Cuba para dicha del pueblo, durante por lo menos treinta años. Tan asombroso como el milagro de que existiera resulta el hecho de que no hayamos sido del todo conscientes de su realidad entre nosotros. De Finlandia, por ejemplo, se dice que tiene la mejor educación pública del mundo, y ello nos sorprende, pero más nos sorprendería si los finlandeses no estuvieran al tanto de ello ni pudieran decirnos cómo lo lograron.
Aun cuando no alumbre ya, los efectos de ese “sol del mundo editorial” siguen estando a la vista, y aún se siente el tirón de su campo gravitatorio: son las generaciones de lectores creadas en Cuba antes de la crisis de los años 90. Estas no se crearon con consignas ni “campañas” que exaltasen los beneficios de la lectura: surgieron de modo natural al aumentar no solo la producción editorial, sino sobre todo la proporción de libros buenos en relación con el total de los libros publicados. Pienso que esta elevadísima y nunca vista proporción de libros buenos en relación con el total tuvo que ser el factor decisivo.
¿Cómo fue posible generar tal abundancia y calidad de lectores? He aquí algunas hebras del milagro: en primer lugar, las personas tan competentes que había al frente de nuestras editoriales; en segundo, el hecho de que estas competentes personas tuvieran ante sí el festín de la literatura universal, y pudiesen publicar lo que quisiesen sin rendir cuentas (ni pagar cuentas) a nadie; y en tercero, la política, que aún persiste, de que los libros (como las medicinas) no sean en principio una mercancía y que su precio de venta siempre haya sido más o menos simbólico.
Ahora vivimos en un país muchas veces más pobre en términos económicos que hace tres décadas –eso es otra historia–, pero, en nuestras peculiares circunstancias, ello no tendría que ser un obstáculo para retomar con mayor deliberación la única medida probadamente eficaz para promover la lectura: publicar buenos libros. Así sean menos libros, pero que sean buenos. (“Marchando, vamos hacia un ideal”, un ideal de calidad en este caso, ahora que la cantidad está limitada por las circunstancias). ¿Y cómo saber si son buenos? Pues ad judicium cordis. Lo que partió de un corazón es lo que tiene más esperanzas de llegar a otro. Esto es elemental.
“La biblioteca de mi pueblo era tan pobre que no tenía libros malos”, dijo en una entrevista el escritor guatemalteco Augusto Monterroso. Las librerías del nuestro, aunque pobres también, no tienen suficientes libros esenciales. No en balde la gente lee cada vez menos.
Pero creo que estamos a tiempo. Si la ciudad de La Habana, por ejemplo, está pudiendo renacer lentamente, con los esfuerzos del Estado pero también significativamente con el esfuerzo de sus habitantes, ¿no ocurriría lo mismo con nuestro paisaje editorial?
Toda la literatura del planeta hasta mediados del siglo XX empieza a estar libre de derechos de autor. Un banquete para quien tiene ojos para ver, y el apetito adecuado. (El tema de las traducciones, para mí fascinante, es otra historia y “debe ser contada en otra ocasión”). Publíquense buenos libros. Caros y baratos. Por cualquier medio. Y por favor, libros de tapas duras otra vez. ¿Cuándo fue la última vez que vimos uno? Uno aunque sea, para no renunciar, para no perder de vista el Ideal. Surjan editoriales independientes del Estado, que liberen las fuerzas culturales creadas por el propio Estado. Confluyan los empeños estatales e individuales en una perenne feria de los libros. Ya se pensó en grande, al pensar en el bien común; piénsese ahora en infinito, que es pensar en el individuo. Menos prohibiciones, por favor. Háganse también libros bellos, ediciones limitadas. Rescátense los oficios que hacen posible el libro como objeto de belleza. Promuévase todo poéticamente, pero con el énfasis en la acción, en el buen hacer.
¿Quién iría a comer habitualmente a un restaurante donde la comida no fuese siempre deliciosa y sorpresiva? ¿Quién bebería habitualmente de un manantial cuya agua no fuese siempre pura? Si los buenos restaurantes atraen comensales y los manantiales puros atraen a los sedientos es por la consistencia de sus virtudes. Por lo mismo, un consistente buffet de buenos libros debería despertar el apetito lector, incluso en quienes han pasado su Edad de Oro en la Edad Dorada de las series y los videojuegos. Si de placeres se trata, no olvidemos que la experiencia a rescatar es ante todo un placer. Pues la lectura por placer es la que acendra el espíritu, la que libera, la que da el alimento necesario, esa que se acerca por simpatía y se aleja por repugnancia, sin absurda disciplina a priori, sin respeto o idolatría por un supuesto “canon”. Es muy simple mi idea de ofrecer solo buenos libros, o tal vez muy simplista, pero al menos habría que intentarlo. Intentarlo, literalmente, con el corazón. Nada menor parece que vaya a funcionar. Tal es la ilusión y el propósito de un proyecto llamado Colección La Isla Infinita, sobre el que OnCuba prepara un reportaje.
Yo soy lector de esa generación, de cuando aparecían El Corsario Negro, o las novelas de Julio Verne, que ya no existen en las librerías y que por azares de la vida he perdido de mi colección personal.
Conseguir un buen libro puede ser problemático a veces. Llegas a la librería, ves que en la carátula dice que el autor es premio Nobel, abres el libro y lees el prólogo, el prologuista interviene por ti, por tu lectura. Ya a estas alturas tienes la lectura condicionada. Cuando empiezas a leerte el libro ya sabes con antelación que es un libro bueno, ya tienes moldeado el gusto sin haber llegado a la mitad si quiera. Me acaba de pasar con “El extranjero” de Albert Camus. Leía pensando más en el autor y en la mística del libro que en el contenido en sí, no lo disfruté.
Este artículo es sumamente idealizante y falsificador: es cierto que en Cuba se publicaron buenos libros entre los sesentas y los ochentas, pero comparar las bondades del sistema editorial cubano de esos años con la excelencia del sistema educativo finés es delirar. ¿Cuánto no se publicó que sí se publicaba en las potencias editoriales en lengua española (España, Argentina, México)? ¿Cuánto bodrio marxista o realista-socialista se publicó, sobre todo en los setentas, en virtud de la nueva relación de dependencia colonial establecida con los soviéticos? Además, obvia que –por las causas que fueren- se cerró el grifo de la importación de libros, haciendo imposible lo que para cualquier lector medianamente solvente de antes del 59 era una rutina: abastecerse de novedades o clásicos en las librerías, cuando no hacer pedidos al extranjero. Por otra parte, los precios de los libros en Cuba podrán parecer despreciables a los miembros de la élite económica, pero NO para un simple trabajador que viva de su salario, a quien “ese sol del mundo editorial” se le antojará tan ridículo y trasnochado como “ese sol del mundo moral” con que lo quisieron catequizar en su momento.
Señor mío, cuánta nadería condensada… iba a comentar sobre el amor no correspondido que profesa el señor Vitier por la literatura “esencial” (cualquier cosa que eso signifique; él la ama pero ella decididamente no le corresponde), iba a comentar sobre el profundo mal gusto que aqueja a quien sea que suelte un bocadillo como este: “¿Quién bebería habitualmente de un manantial cuya agua no fuese siempre pura?” (y tantos otros: pero recordarlos me da náuseas), iba a comentar sobre lo desencajado de esas citas tiradas en el texto con la torpeza de quien maneja un carro que no es el suyo, luego (vaya revelación) caí en la cuenta de que nuestro Vitier es uno de nuestros más soberbios presocráticos, y lo dejé: el muchacho tiene toda la filosofía por delante… buena suerte con esas lecturas…
Toda la literatura buena hasta mediados de XX ya debiamos haberla leido. Aún en aquella abundancia que cuentas, estabamos muy limitados, solo puiblicabamos a autores amigos. Nos lo perdimos todo desde el 70 para acá: parte del boom, el post boom, loque vino despues, nos hemos perdido toda la enorme literatura norteamericana desde el 60 para acá, gente que son clasicos ya, que se van a morir: Pynchon, Ford, Roth, Delillo, etc. El daño es irreparable. No hay ninguna esperanza, como no sea bucear cada vez que veas un vendedor de libros usados y rogar porque sea un ignorante, a ver si consigues una ganga. Lo unico duro mas que las tapas de los libros que pides, es la realidad.
a propósito de Premios Nobel -y para solo citarlos a ellos como una pequeñísima parte de ese gran todo que no se edita en la islita-, de los últimos treinta, solo hemos visto tres en librerías… Un buen récord