Hechas las maletas, por si hace falta partir, llega un hombre a la ciudad. Escribiría una novela en la casa de dos norteamericanos que abandonaron la Isla y un toronjal. Ya había sido ahorcado en Buenos Aires y fusilado por luchar con Emiliano Zapata; ahora buscaba la paz.
Quería reencontrarse con una mujer, y hacerle el amor hasta que aparecieran tréboles de cuatro hojas en la sopa. Quería cuidar del toronjal para que el oro saliera por las cáscaras de la fruta. Francois quería reanudar su vida en una sola ciudad del mundo: Nueva Gerona.
Así el personaje de Paco Mir en el cuento Sinfonía fantástica logra condensar los nombres de la urbe. Esperanza, (re)inicio, oportunidad, futuro. La literatura pinera ha traducido y archivado la historia sin grandilocuencias; lo habitual sin banalidad; como si en este espacio coincidiera toda la mesura pasada por un tazón de sake.
Mir, escritor de cabeza rapada, breve poesía y extensas hojas clínicas, compiló la ilusión en su relato macondiano; tal vez la que tanto necesitaba, antes que el cáncer se lo llevara cumplidos los 45.
Los poetas siempre recuerdan. Es parte de su vibra. Nelton Pérez, flaco y largo como un asta, arma conteos nocturnos a partir del anhelo y lo que fue. Echó en falta los temblores de tierra, pero halló el ron con versos en el Parque de las Cotorras. No tuvo rieles chillantes que buscaban caña, pero descubrió el néctar de su propia poesía. Nació, como en todo mestizaje, un pinero nuevo.
Él llegó como parte de la última gran migración a la Isla. Al igual que Mir, vino del Oriente cubano. Migración inédita, de un sitio del país a otro, no desde el extranjero, como era costumbre. No obstante, la expectación es el código de los álbunes: del sepia en rostros jamaicanos, japoneses, caimaneros.
De mano de su padre lo recibieron cerros de mármol como senos de mujer anhelante y la vagina salobre y gris del río Las Casas, donde aun hoy los catamaranes reposan tras el viaje.
Más adentro el cauce empieza a achicarse y solo hay espacio para el sueño de los botes que mañana a mañana prueban suerte en altamar. Antes que el sol se oculte ya todos estan de vuelta, y el ronroneo se mezcla con el llanto de mil garzas que tienen como hotel las copas de la ribera. Retornan por decenas y puede pasar una hora sin que dejen de llegar. El resultado es una arboleda transmutada en blanco.
Nelton se sienta a veces en el muro de los muelles para que el fresco del mar despierte la melancolías. Hoy goza como pocos del favor de los jóvenes autores. No se ha ido, ni siquiera a La Habana; toda su obra la ha hecho en la Isla y sobre ella. Estando aquí se ha enterado de sus premios y luego se le ha visto caminando entre la gente del boulevard. La fidelidad se agradece.
Y los más nuevos leen sus poemas, que son diferentes, que revelan cierto resentimiento, y otra vez la nostalgia. El abandono, una leve sensación de orfandad atraviesa la voz grupal, la traducción de una tierra:
–Todos habitamos en una isla de preguntas/donde no arriban las respuestas.
–Ya no se acuerdan de ti/ los piratas,/ las toronjas,/ los amantes.
–No decimos nuestras ideas por temor a no estar equivocados.
–¿Cómo llegamos a ser extranjeros/ de nuestra propia voz, de nuestras manos?
Si Virgilio Piñera hablaba de la maldita circunstancia del agua por todas partes, los poetas de acá identificaron la doble circunstancia de ser la isla dentro/a pesar/a parte de una isla.
De hecho Cuba, el país, se sintetiza en los medios de comunicación, los discursos oficiales, las guías para turistas, como La Isla. El término archipiélago, más acertado, al parecer no es tan chic: sílabas de más y una tilde muy fea.
***
Aquí todo es pequeño; maqueta atrofiada: el aeropuerto de juguete, los mojones de mármol. Fue un francés de apellido Chueaux quien lo descubrió en 1834. Buscaba oro en la Sierra Caballos, que abraza el lado oeste de la ciudad de Gerona, y halló las entrañas de mármol grisáceo.
Desde aquella primera cantera –establecida en la ribera del arroyo Brazo Fuerte– hasta las grandes que hoy explota el Estado cubano, la roca es presencia ineludible por acá.
Perpetuando nombres, asistiendo al transeúnte, ofreciendo asiento, dando forma a los sueños del artista. Al ser un producto local abarata su costo para el isleño, y así lo que en otros lares es lujo aquí es cotidianidad.
Un polvillo brillante desciende sobre las calles y aceras de la nueva Gerona, nombrada en honor a la urbe homónima de Cataluña en 1830. Yo digo que esa llovizna viene del mármol cortado o extraído por las industrias cercanas. Pero es quizá nostalgia. La nostalgia macerada por la paz, la ilusión y finalmente la ruina.
El cementerio y el hospital, uno al lado del otro, son una broma cruel del (des)ordenamiento urbano. Para mayor inmanencia, a tal duo le sigue el Paradero principal, de donde las guaguas aparecen como lo haría un fantasma.
Cuando camino por el boulevard, la calle 39, veo miradas gachas. Tienen aquí el más hermoso de los que he visto en Cuba; obra artesanal y puesta en escena a la vez, pero la gente va apenada, un tanto presurosa. Nelton lo ha llamado el más triste del Planeta Tierra.
El boulevard me cuenta de punta a punta la historia de la isla número dos: marca por tramos con obras únicas, hechas a mano, hitos como el descubrimiento, el triunfo revolucionario. Isla hecha con herraduras.
A la Plaza de las Cotorras solo le queda una. Inaugura el paseo peatonal y es un punto neurálgico de la pequeña urbe. La jaula gigante al centro atestigua la cantidad que albergaba. Hoy la ilusión del visitante se rompe; el tráfico de animales se ha encargado de eso.
En la otra punta del boulevard, cerca la Plaza frente a la Iglesia de los Dolores, la noche se alumbra con las pantallas de smartphones, laptops y tables, que como luciérnagas buscan la luz de la recién estrenada zona wi-fi. Mucho antes de Internet el mítico padre Sardiñas, quien llegara a ser el único Comandante de la Revolución con sotana, dejó ese templo para alzarse en la Sierra Maestra contra el dictador Fulgencio Batista.
Ha pasado mucho tiempo desde 1957 y la pequeña parroquia ha cambiado aunque sigue oficiando sus misas dominicales con puntualidad inglesa. Los feligreses salen de sus casas que son casi las mismas de 60 años atrás.
La ciudad cambia poco, al no ser por los repartos periféricos llenos de edificios de microbrigada, de cinco pisos, que ya son habituales en la mayor parte del país. Teniendo en cuenta la importancia de la comunidad norteamericana en el siglo XX pinero algo desconcierta: no encontré ni un bungalow.