Todo libro de poemas es como una bóveda de caudales, una estancia a la que se accede no sin dificultad, y aun dentro, siempre habrá recintos que nos nieguen el paso, o que solo ofrezcan una hendija para atisbar en su interior, de modo que, de lo que allí se guarda, obtendremos una imagen parcial, cuando no deformada.
Las amantes deformes, poemario de Leyla Leyva que la editorial cienfueguera Reina del Mar ha puesto a circular en esta feria, no es una lectura fácil. ¿Cómo puede serlo si trata sobre sentimientos y eventos complejísimos que sobrepasan en mucho lo eminentemente textual? La vida se resiste a ser atrapada en unos versos, y el trabajo —angustioso o gozoso— del poeta es poner cerco ilusorio a lo inefable, brindarle un puente de palabras para que se exprese de modo inteligible, en la inteligencia de que el artefacto poema será vulnerado una y otra vez por esa sustancia amorfa que se intenta amasar a diario.
De pérdidas irreparables, de trasmutaciones, de la demandante condición maternal, de su esencia de mujer habla Leyla en estas 51 páginas de letras minúsculas. Esgrime contra el tiempo un discurso que no hace concesiones al lector que busca lo “bonito”, lo eufónico, aquella frase feliz que mime a su inteligencia. Aquí la poeta habla para sí, se dice, se interroga, no da ni pide tregua. Lo que va brotando de su existencia es lo que hay, y lo ofrece con el cuidado de quien trasiega con cristales muy finos, tanto que un susurro los podría quebrar.
En el poema que da título al conjunto, nos dice: Yo también lo hice mal. / Yo también hoy ejecuto esos pasos de baile sobre un punto de quiebre. // Un amago viral nos volvió alevosas y tullidas, / en el minué de ayer, en el retintín de ahora. // Alcoholes, hombres, presentimiento, alarma… // Las reproducciones se suceden / como en una rabiosa película de culto interior/ que nos negamos a exhumar.
Son, para mí, versos desolados. En ellos hallo el terror de amanecer una vez que los desvaríos de la pasión abren el paso a la sucesión de los días. ¿Qué está bien, qué está mal en el amor a los ojos de una sociedad patriarcal y machista que, aún sin quererlo la autora, impregna su propio lente con la viscosidad de una moralidad hecha a la simulación y al castigo?
En otro momento nos dice, tal vez aludiendo a ese sentimiento oscuro de culpa que hemos heredado del cristianismo: Lo que da valor a las cosas es el miedo. Está escrito. // Pero si lo dijera de esta forma corta, en una única oración, / quedaría descartada para lo que pase. / Como si admitiese que no puedo explicar/ ser el patrón dañado, / aunque te lo deje ver en un gesto, en un gemido, / que tampoco conceden expiación o pedido alguno.
No entiendo todo lo que en este libro expone Leyla, no alcanzo a discernir la dimensión mítica que para ella tiene Kioto, por ejemplo. Pero la poesía está para sentirse, no para entenderla. Y en las piezas de esta importante poeta cubana hay algo siempre de telúrica autenticidad que constriñe y a la vez estremece el alma. Ella trabaja con la verdad, la suya, y uno puede beber de ese cauce, a riesgo de salir escaldado, un poco más triste que al principio, con la contradictoria sensación de haber ganado lucidez mientras perdía el sosiego.
Como quiera que se trata aquí de una reseña, sugeriré al posible lector algunos textos que no debería de perderse. Estos son: “El horizonte con el cielo”, “Hacia la inmensidad de la estepa”, “Vamos a hablar de sexo”, “Piso 21”, “Venta y compra”, y no sigo porque terminaré por nombrarlos todos.

Dejo aquí un texto inmenso, para que el lector pueda juzgar por sí mismo si es infundado o no mi entusiasmo:
De la naturaleza del apego
Cómo se habla con una madre que no quiere hablar.
Espíritu partidista. Corazón de tarima.
Ciudadana ilustre de las emociones sociales.
Que es por lo claro una madre muda del órgano vocal
hacia afuera, pero que tiene un barullo serio dentro,
que lo ha tenido siempre,
de lo que no ha querido hablar
más que ahora, a elecciones, cuando está vieja y repite
el so so para tratar lo del ánimo, los días sin dormir,
la soledad en su usurpador señorío.
Yo de todas las maneras posibles soy mi madre,
pero con vergüenza de serlo.
Huérfana de credos o entregas tribunas, todos
los días soy un poco más ella.
Lo que nos diferencia es la naturaleza del apego.
Solo de mayor me cargó o apretó contra el pecho
para alejar la amenaza.
Sé que es temor lo que siente, porque su frágil figura
repite las estrategias del daca cuando estamos cerca
y podemos entrar de lleno al espectáculo.
Tiembla, pero no habla de la muerte.
Ni descansa su pánico tardío, uno
que le impide ponerse en el lugar que ocupo
o padecer por las dos.
Es algo que no está en su cauce.
Ni cuidar niños en mi juventud o en la suya.
En su mundo, hace veinte años, tuve una hija.
En la sala de la casa sublime
las fotos le confiesan al visitante de esa hija.
He debido partir el fruto en dos y hablarle.
Ya no existe. Algo cambió.
Dedico un tiempo amable, protector, para explicar.
Pero no hay alma para ese desconsuelo.
El título de esta reseña es un verso de “Fisiología de la credulidad”, poema de Las amantes deformes.