Las manos de Mercedes tiemblan como casi todo su cuerpo. Ella ha temblado durante años, desde los pies hasta la cabeza. Hay días en que tiembla menos y puede dormir mejor. Pero cuando llega septiembre su alma se estremece con más fuerza.
Un ojo está casi inmóvil. Aunque la luz penetra a través de la pupila y se proyecta sobre la retina, no puede trasladarse al cerebro mediante el nervio óptico. El otro funciona un poco mejor, y a menudo es el único sobre el cual se deslizan las lágrimas.
Siempre vestida con ropa limpia y planchada, la anciana observa desde su balcón La Habana pasar. Ya no puede salir de casa. Aunque no excede las 120 libras, a ella le pesan bastante sus pies. Pesan como pesa el dolor por la injusticia humana.
Es septiembre y Mercedes está más tímida que en los meses anteriores. En voz baja repite “somos cinco mil en esta pequeña parte de la ciudad. / ¿Y México, Cuba y el mundo? / ¡Que griten esta ignominia! / Somos diez mil manos menos que no producen. / ¿Cuántos seremos en toda la patria?”.
Así ha sido durante los últimos 40 años, desde los sucesos del Estadio Chile.
“¡Todos al suelo! Con las manos en la nunca. ¿Qué esperan? ¡Arriba, formando en fila india! Y directo al Estadio Chile”, gritan todavía en sus oídos los mismos que le arrancaron la vida a Víctor Jara y a Salvador Allende.
Es la mañana del jueves 12 de septiembre de 1973 y María acaba de fumarse su último cigarro en Santiago. Ella y todos los miembros de la Universidad Técnica de Estado salen despavoridos ante los bombardeos que desalojan la universidad de los comunistas. Todo el campus central está rodeado por los traidores, que enfilan ahora sus fusiles contra el pueblo.
Hay militares apostados en las calles adyacentes a la escuela, en las avenidas Matucana y Ecuador, en la antigua Estación Central, y por toda la gran Alameda –que es paso obligado en la Capital. Allende ya pronunció su último discurso, pero ellos no pudieron escuchar.
En grupos de a 200 son trasladados al estadio. A Mercedes le brota la sangre de su boca, aunque no es suya la que está regada sobre el césped: es la de Jara, sin dudas, y la del resto de los hombres, quienes han recibido la mayor parte de los culatazos. Ya se han llevado también a Enrique Kirberg, el último rector de la reforma estudiantil, y al profe Silvano. Matías es el único de los del claustro que ha podido escapar.
-Mire compañero, usted no me conoce. Soy Matías, amigo de su esposa. ¿Usted es Sebastián, no?
-Sí, soy yo.
– Mire, Mercedes me pidió le dijera que lo quiere mucho, que no sabe cuál será su final. A esta hora debe estar camino al estadio. Recoge a las niñas y vete para la embajada sueca. Tiene que ser ahora o nunca.
-¿Qué pasará con ella?
– Yo tengo algunos contactos. Voy a ver qué hago. Dicen que a las mujeres no las van a detener mucho tiempo. Pero tú, corre ahora mismo.
En el estadio ya van 24 horas sin comer ni dormir. Matías ha podido intervenir por la vida de Mercedes, quien es abandona a media cuadra, justo al borde de la muerte. Corren juntos para la embajada. Sebastián y las niñas, sin embargo, no han podido llegar. No llegarán nunca.
Ella ha sobrevivido entre Suecia y Cuba desde 1973.
Son exactamente las nueve de la noche y acaba de retumbar el cañonazo sobre el viejo balcón de Mercedes. Es verano pero sus huesos tiemblan, porque los vientos alisios arrastran las gotas de agua desde la bahía por toda La Habana. Mercedes cierra el ventanal y sus ojos, pero no puede espantar las sirenas. Ese es un ruido escalofriante y le hace sentir temor cuando lo oye.
Entonces el llanto aumenta y levanta las manos para intentar sujetar su frente, pero estas, otra vez, no alcanzan la sien. Es culpa de una enfermedad en el sistema nervioso central -causada por los golpes de los militares-, que con el paso de los años se ha agravado sin solución posible.
Son las sirenas y los gritos los que, en pleno siglo XXI, le hacen tomar somníferos todas las noches. Hubo una época en la que casi borra el dolor. Mas la vejez nunca llega sola, y ahora los malos recuerdos aparecen con mayor frecuencia.
Es septiembre. Y de nuevo las sirenas, los gritos y el poema de Jara.
Duele.