Un intercambio rápido con Leonardo Padura en un cruce de caminos. Ambos viajamos, pero en direcciones diferentes. Se termina un año particularmente oscuro (y no es una metáfora) para el archipiélago cubano, y se impone un balance, o al menos algunos comentarios sobre el estado actual de la nación. Sobre esto y otras cosas conversamos con nuestro entrevistado en un breve diálogo.
Tu último libro, Ir a La Habana, está teniendo una muy buena andadura. Trata, con sus luces y sus sombras, de la ciudad donde naciste y donde siempre has vivido. Últimamente, el deterioro de La Habana, resultado de la crisis económica severa en que está sumido el país, más las secuelas que en lo social ha dejado la pandemia, han hecho que merme de forma considerable el arribo de turistas. ¿Crees que aun así sigue siendo la capital de Cuba una plaza visitable?
La Habana, por supuesto, sigue siendo visitable. Es una ciudad demasiado poderosa, física y espiritualmente, como para que haya perdido todos sus atractivos, y la gente suele encontrarlos si quiere hacerlo; lo he comprobado con personas que conozco. Pero tampoco deja de ser cierto que el deterioro de la ciudad es un proceso que ha entrado hace tiempo en fase crítica y, ahora, casi catatónica.
El estado de los viales, por ejemplo, hace prácticamente intransitables determinadas zonas. El problema con la recogida de basura crece y muchas de esas calles con baches tienen partes tomadas por los desechos, con todo lo que eso implica para la sanidad. La iluminación pública en ocasiones no existe, por hablar solo de aspectos puntuales.
Y todo eso ocurre también alrededor de varios de los hoteles recién construidos o inaugurados en zonas que se consideran (o se consideraban) más favorecidas. A esto se suma que quizás un atractivo de La Habana sería encontrar precios competitivos en los servicios, pero resulta que son tan caros como los de Madrid, y nunca de la misma calidad.
En ocasiones no encuentras determinados productos básicos (pasa ahora mismo con los cigarros). Hay cada vez más personas pidiendo limosnas, algo para comer. Partes de la ciudad pueden estar horas y días a oscuras. Las comunicaciones no tienen una calidad estándar a nivel internacional. El transporte público ha colapsado.
Todo ese estado de cosas, por supuesto, afecta al turismo, a pesar de las bondades de la ciudad y de que, en comparación con la mayoría de las grandes ciudades latinoamericanas, La Habana sigue siendo más segura. Eso también es verdad.
Al cierre de este año, y partiendo de cifras oficiales, especialistas y pueblo en general opinan que hay un desbalance injustificable entre la parte del presupuesto nacional dedicado a la edificación de hoteles y otros inmuebles para el turismo, y las partidas que se destinaron a la agricultura, la salud y la educación. ¿Qué comentarios te suscita este tema?
He leído en estos días varias reflexiones de economistas y demógrafos en las que se toca el tema de las inversiones; destacan las cifras dedicadas a la construcción de hoteles y centros turísticos, y se les compara con las dirigidas a otras actividades. Si se quiere saber las cifras, a ellos los remito, pues seguramente serán más precisos que yo (y son tan reveladoras y contundentes, que haría casi inútil cualquier comentario).
Lo que sí creo, leyendo esos análisis más autorizados, es que el balance resulta, cuando menos, extraño, habida cuenta la cantidad de turistas que hoy llegan a Cuba (mucho menos que en 2019) y lo que ya se ha invertido en esa industria.
Resulta entonces definitivamente preocupante que las partidas destinadas a aspectos como salud, educación o agricultura sean bastante menores. Y los efectos de esa falta de inversiones en esos sectores los notamos todos los días.
Para nadie es un secreto que en Cuba faltan medicamentos, incluso tan esenciales como los que están prescritos para enfermedades crónicas (lo sé porque soy hipertenso), y que el estado y capacidad de atención de los centros médicos se ha deteriorado; así lo dicen incluso personas que trabajan en el sector.
De la agricultura, ni hablar: el problema con la comida que nos persigue desde hace años, es cada vez más grave. Calcula que este fin de año un kilogramo de carne de cerdo puede exceder la pensión mensual de un jubilado, así que muy poca gente lo comerá en Nochebuena… si es que la celebran.
No sé cuál es la política que hay detrás de esa estrategia de inversiones, pero lo que sí puedo decir es que, mientras se levantan esos hoteles, la gente en Cuba vive con carencias tan raigales como las que mencioné.
Acabo de ver una publicación del Ministerio de Turismo basada en tu obra. En ella, se refieren a ti en términos muy elogiosos, e invitan a los visitantes poco menos que a mirar a La Habana a través de tus ojos. Sé que durante años has sido sometido a una suerte de censura velada, unas veces, y otras, muy directa, como el hecho de que siendo Premio Nacional de Literatura desde 2012 nunca te hayan dedicado una Feria del Libro de La Habana. ¿Qué ha cambiado en tus relaciones con las instituciones estatales del país? ¿De qué forma has participado en esa campaña?
Como sabes, no tengo redes sociales, y las frecuento poco. Por eso, cuando una amiga me envió esa publicación el domingo pasado, me quedé de piedra. El Ministerio de Turismo utilizaba mi nombre, mi imagen y mi obra para una de sus campañas sin contar con mi autorización, o de mis editores, o del autor de la imagen (muy “habanera”, por cierto, y que no sé de quién es, pero es de alguien, ¿no?).
Me parece una falta de respeto. Además, se ha hecho una utilización inadecuada de mi nombre, obra, persona, pues una de las cosas que no he querido ser nunca es un escritor “turístico”. Todos los que lo hayan leído saben que mi libro Ir a La Habana no es una obra de este género. Es un texto sobre el amor que siento por esta ciudad a la que pertenezco y el dolor que me provoca su deconstrucción, algo que se puede leer también en todas las referencias a La Habana que abundan en mis novelas (varias de las cuales están recogidas en ese ensayo).
Como todo el que lo quiera saber lo sabe, no tengo ninguna relación personal ni profesional con el Ministerio de Turismo, y me extrañó mucho semejante uso de mi nombre, porque cada vez soy más invisible en Cuba. Mis últimos libros —novelas y ensayos— no tienen edición institucional cubana; me dicen que por falta de papel (lo que debe ser cierto), aunque presumo que también por falta de voluntad. Y, por supuesto, Ir a La Habana no está en ningún plan editorial cubano.
Lo otro que me llama la atención es el modo automático en que ciertas auras tiñosas salieron a volar apenas publicada esa campaña. Nadie me preguntó si yo había autorizado o no el uso de mi nombre y obra. Simplemente, como ocurre con cada gesto mío, sea el que sea, fueron a buscar carroña. Y lo entiendo, muchos de ellos viven de eso y tienen que ganarse el sueldo, no importa si para ello deben difamar, torcer realidades, llegar a la ofensa personal, mentir. Aunque también parece muy evidente que es una forma de drenar frustraciones, y eso casi que lo entiendo. Pero la verdad es que me da pena que haya gente tan pobre que se tenga que dedicar a hacer esa labor miserable de carroñeros.