Desde la publicación de Los poetas malditos, de Paul Verlaine, en 1884, texto en el que se ennoblecen las oscuras y creativas obras –y vidas– de maestros del verso desalmado como Tristán Corbière, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Marceline Desbordes-Valmore, Auguste Villiers de L’Isle-Adam y Pauvre Lelian, el mundo literario occidental se ha dedicado a etiquetar a todos los autores que sobrellevan existencias trágicas e instintos autodestructivos, como escritores estrictamente malditos.
Es en el poema “Bendición” –que abre Las flores del mal— de Charles Baudelaire, donde por primera vez aparece una suerte de celebración del dolor, de la incomprensión, de la consternación, de la provocación y de la lobreguez como dones naturales que encadenan la genialidad de algunos con el paradigma de la maldición.
La historia del arte está llena de figuras desconsoladas y aciagas, y Latinoamérica no ha sido la excepción. De hecho, hay que llamar la atención a propósito de un hecho que suele pasarse por alto: Isidore Lucien Ducasse, el “Conde de Lautréamont”, aquel que escribiera ese libro maligno y perverso llamado Memorias de Maldoror, texto madre y carta de navegación del surrealismo y el “malditismo” universal, nació y creció en Montevideo cuarenta años antes de la publicación del libro de Verlaine y, su exclusión en Los poetas malditos parece deberse a que, aunque sus padres eran franceses y se suicidó en París, el Conde no era considerado un francés.
Pues bien, ciento veintisiete años después de la aparición de Los poetas malditos, a alguien se le ocurrió hacer justicia a los escritores malditos más emblemáticos de Latinoamérica. La escritora, editora y periodista argentina Leila Guerriero asumió esta empresa durante un par de años y de las idas y vueltas nació Los malditos (Ediciones Universidad Diego Portales, 2011), un libro de perfiles biográficos de escritores latinoamericanos del siglo XX, todos muertos, que, entre otras cosas, sabe forjar un detallado mapa del existencialismo, el tormento y la fatalidad literaria en el continente.
El libro está conformado por diecisiete perfiles escritos por diecisiete escritores latinoamericanos provenientes de once países:
El argentino Alan Pauls escribe sobre su compatriota Jorge Barón Biza: “No encaja, nunca encajó, no encajará nunca”.
Alejandra Costamagna dice de la chilena Teresa Wilms Montt: “era una mujer de belleza fatal que desacató los códigos sociales de su época y pagó cara, carísima, su falta”.
Daniel Titinger recorre Lima tras los pasos del mejor amigo peruano del gran Allen Ginsgberg, Martín Adán, y dice que le dijeron que: “Martín Adán no estaba enfermo, era un borracho de mierda”.
El colombiano Andrés Felipe Solano se va hasta la ciudad de Manizales a seguir la difusa pista morfinómana de Bernardo Arias Trujillo y se topa con un libro titulado Por los caminos de Sodoma cuyo subtítulo es Confesiones íntimas de un homosexual.
Óscar Contardo se sumerge en los inmundos alaridos sordos del poeta chileno Rodrigo Lira y dice que en su obra él hablaba de “cosas como el smog, los anuncios callejeros, las tetas y el pubis, su “angustioso caso de soltería” y la marihuana”.
Juan Gabriel Vásquez reconstruye la excelsa, gay y sifilítica figura del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, citando versos como “soy el viajero que se marcha definitivamente hacia lo desconocido” y “mi fe renacida en los escombros de mi alma”.
Edmundo Paz Soldán vuelve a La Paz para atender el misticismo etílico de Jaime Sáenz que, cada vez que brindaba con singani –pisco boliviano– solía decir: “¿Qué es más fuerte, yo o el diablo?”.
Graça Ramos narra la escueta y alcohólica soledad del polaco-brasileño Samuel Rawet: “después de pasar por una crisis psiquiátrica, decide romper con el tratamiento tradicional y ‘tratarse’ a través de un camino sin rumbo”.
Gabriela Alemán desempolva al escritor y periodista ecuatoriano Pablo Palacio “el muchacho con cara de cuchillo” y resalta “en su literatura todo era aire estancado”. Rafael Lemus repasa la existencia agonizada de un químico, poeta y editor veracruzano (México), con un perfil cuyo título lo dice todo: “Jorge Cuesta, dos veces suicidado”.
Juan José Becerra se asfixia yendo y viniendo de La Plata a Buenos Aires, una y mil veces, para repasar la consternada vida de Ignacio Braulio Anzoátegui, un fascista que reía a bordo de “sus dos caballos de batalla: la descalificación y la censura”.
El chileno Rafael Gumucio traza un lienzo a propósito del extracto del que estaba hecho el cubano-americano Calvert Casey: “escribía en la frontera del silencio (…) homosexual y comunista, coleccionista de pornografía y escritor, devoto de la santería y de San Juan de la Cruz”.
El venezolano Boris Muñoz escribe sobre su propio padre, el poeta Rafael José Muñoz y una vida hecha tufo: “Mi padre vivió bajo la sombra del alcohol casi toda su vida. Hizo lo que pudo para dejarlo, pero terminó vencido.”
Roberto Merino se sumerge en el polvoriento puerto de Valparaíso para ahondar en la incómoda vidorria del poeta chileno Joaquín Edwards Bello: “Ciertos rasgos de su personalidad le dieron la fama de intratable: algunas dosis de paranoia, arranques de orgullo, accesos de ira, veleidades del ánimo”.
Desde Lima Marco Avilés puntualiza el fantasma burlón de César Moro: “El célebre poeta que no existe en los anaqueles”.
Mariana Enríquez diseña una pequeña pieza tan bella como siniestra sobre la argentina Alejandra Pizarnik, esa mujer que descendió al infierno de la noche: “era una persona con problemas de convivencia y aterrizaje en la realidad (…) ella flotaba todo el tiempo (…) Para mantenerse pura y niña, Alejandra debía morir, real o metafóricamente, porque era imposible mantener esa infancia prolongada”.
Alberto Fuguet viaja de Santiago a Montevideo y restaura al recién muerto Gustavo Escanlar a partir de retazos anónimos atiborrados de cocaína: “¿Escanlar? Un payaso (…) no incorporaba formas ni las pensaba, no hacía complejas sino burdas las relaciones de las cosas”.
Después de cuatrocientas setenta y tres páginas de lectura, que no se sienten por la calidad narrativa e investigativa de cada perfil, al lector no le queda más que empezar a rebuscar en bibliotecas, librerías y páginas de internet las obras que fraguaron estos seres, cuyo único punto de encuentro fue la inteligencia superior y algunos cuantos excesos que los desviaron irremediablemente del tedioso universo de la normalidad. Fueron malditos por obra y gracia de sí mismos y un mundo que los excluyó y los relegó a las tinieblas más luctuosas de la literatura latinoamericana. Y mundial.