Este miércoles José Saramago cumpliría 99 años. El presidente portugués, Marcelo Rebelo de Sousa le acaba de condecorar, póstumamente, con la gran orden de Camões, por nuestro poeta nacional (Luis de Camões) que honra el día nacional – Portugal es el único país cuyo día nacional está conectado con un poeta, la cultura, y no un hecho bélico – y que seguramente a Saramago le hubiera gustado.
José es el única Nobel del que puedo decir fue mi amigo. Le quise mucho, era muy amigo de mi padre e iba tanto a la casa que la empleada decía era parte de los recuerdos del ambiente. Él se divertía mucho con eso. Ya lo entenderán más adelante.
Para recordarlo, les comparto un texto que escribí cuando falleció, en el año 2010. Ha sido debidamente actualizado.
1.
Hace varios años me preguntaron cuándo conocí a José Saramago. Mi respuesta sigue siendo la misma. Y al amanecer del viernes en que falleció cuando un SMS de mi amigo Omero Ciai me despertó desde la lejana Roma, con la noticia de su muerte, me volvió a retumbar en la memoria: “Fue al revés, él me conoció a mí primero, en la barriga de mi madre”.
Saramago era entonces tratado en la familia por ‘Zé’, ese diminutivo cariñoso, familiar y muy portugués que le damos a los ‘José’. Fue alguien que siempre estuvo presente allí desde que tengo uso de razón, física y espiritualmente y que Patrocinia, a la sazón empleada en la casa de mis padres, acostumbraba a decir que era un ‘adorno’ de la casa. Para nosotros lo más natural era que ‘Zé’ tocara a la puerta, entrara sin decir nada, pidiera un café y se enroscara en el sillón con un montón de papeles en la mano, cuyo contenido parecía corregir con una imponente pluma de fuente, un objeto que se distinguía por encima de su modesta forma de vestir.
Durante la cena mi padre y Él se enfrascaban en ‘conclaves’ muy particulares donde discutían en alta voz sus diferencias ― las que puede haber entre dos intelectuales altaneros, porque ambos siempre fueron muy altaneros ― con el afán de arreglar el mundo, y que a nosotros los niños nos maravillaba. Entre otras razones, porque cuando esos dos seres discutían, nadie más tenía derecho a la palabra. Allí la democracia no existía.
José era entonces ― si mal no recuerdo ― un empleado público y traductor en sus tiempos libres, casi siempre de filósofos griegos o romanos, uno que otro autor británico o francés, pero con aspiraciones literarias de obras mayores y preocupado por encima de todo en convencer al mundo (y por carambola, a nosotros) que tenía un porvenir en el cual muy pocos apostaban en esa época, en una Lisboa fascista y provinciana.
En esas conversaciones había mucho de futuro. Se hablaba de ‘hombres nuevos’ y ‘viejos dictadores’ en un ambiente que, a ‘posteriori’ o en el momento del postre, siempre dejaba un sabor agridulce cuando chocaban con la continuidad de la oscura e inamovible realidad política que entonces los rodeaba.
Fue en una de esas conversaciones, no en la cena sino en su prolongación en el auto de mi padre, cuando José me enseñó qué es la muerte. Resulta que en mi familia paterna existe una leyenda ― hasta entonces desconocida para mí ―, según la cual una generación sí y otra no, el primogénito muere antes de los 30 años. Como mi padre estaba vivo, y el suyo se murió a los 27 años exiliado en Angola, por esas cuestiones de la vida, el próximo en morirse sería yo.
Mi padre, sin duda sin darse cuenta en ese momento del alcance de sus palabras, le contaba a Saramago sobre ese karma familiar y José le contestó: “¿Me dices que él está condenado?”.
‘Él’, era yo.
A los 9 años de edad, sentado en la parte de atrás del coche, junto a José y su esposa de entonces, la poetisa Isabel da Nóbrega, recuerdo haberme atemorizado con que mis perspectivas futuras no eran las mejores de creer en los ancianos de la tribu.
Mi padre se dio cuenta del ‘gafe’ y disparó: “No digas eso, que mi hijo está presente aquí”. Fue cuando Saramago me espetó: “Pero Rui, tú no crees en eso, ¿verdad?”. De entrada no supe qué decirle. Algo debo haber contestado. Lo que sí recuerdo fue que José agregó: “Tú no vas a creer en eso, porque la muerte no existe sino en la imaginación de la gente. Es algo natural”.
Lo miré. Nadie nunca me había hablado así pero me hizo bien. Seis meses antes la había enfrentado, con miedo y sin entenderla, cuando murió víctima de cáncer mi amigo Daniel, compañero de la primaria en el Colegio Inglés. Fue el primer muerto que me tocó. La frase de José me ha acompañado todos estos 50 años y me resolvió, a temprana edad, uno de los dilemas existenciales de cualquier ser humano. La muerte es algo natural.
De esta forma acabé, gracias a Él, con el karma de la familia.
2.
El 25 de abril de 1974, el día en que los militares salieron a la calle por segunda vez en el siglo XX portugués, se desencadenó uno de los procesos políticos más seductores que me han tocado en vida. Las balas fueron sustituidas por claveles, el fascismo se desplomó antes del almuerzo y esa noche todos nos fuimos a la cama viviendo ya en democracia. Rápido, bonito y barato.
El proceso se radicalizó, pero en lo que a mí me toca una cosa sucedió: el cambio político y la nueva sociedad me atraparon con 14 años, cuando estaba decidiendo qué hacer con mi vida. Porque en esa época los estudios no eran santo de mi devoción y la revolución en la calle resultaba más atractiva.
Rebelde, inconformista y hasta cierto punto anarquista, la democracia me abrió las puertas de una aventura que dura hasta hoy: el periodismo. Me di cuenta de que sin censura podía hacer las cosas que me gustaban y en la forma en que quería. Y además, cabía la agradable posibilidad de que me pagaran por ello.
La sociedad se adaptaba entonces a nuevas reglas, diseños y filosofías, y la oportunidad de dejar su realidad plasmada para la posteridad era algo lo suficientemente atractivo como para que comenzara a fotografiarla. Así comenzó mi carrera, detrás de la cámara. Pero de fotografiar a publicar va una distancia muy larga y la democracia tiene el defecto de que sin un padrino no vas lejos. Los padrinos son, ante todo, las llaves de los cofres del desarrollo profesional. Y José tenía la llave maestra.
Fue nombrado por el poder revolucionario emergente como subdirector del Diário de Notícias, ese monstruo del periodismo lusitano que ha logrado sobrevivir más de un siglo con la filosofía de que siempre está a favor del gobierno aunque el gobierno cambie. Y José estaba a favor del gobierno.
Fui a verlo a su oficina sin decirlo a mis padres y él fue muy claro conmigo: “Aquí la censura no existe, pero hay que estar al lado de la revolución”. Y, para ‘estar al lado de la revolución’ tenía que aportar fotos ‘revolucionarias’. Mi trabajo no le gustó pero me tenía aprecio. Por eso fue sincero.
“Eres joven, tu generación viene después. Ahora estudia, espera un par de años. Y no me odies, pero por respeto a tu padre te lo digo”. Ellos eran muy amigos y creo que lo entendí. De hecho, ahora que José ha muerto me alegra que mi padre no esté vivo, porque sé que si tuviera que ver la muerte de su amigo Saramago iba a sufrir mucho.
Fue un buen consejo, porque como José siempre fue un ‘adorno’ de la casa, sabía que mi rebeldía no aguantaba una disciplina militante. Pero al mismo tiempo, me empujó hacia una independencia necesaria en una carrera desprovista de compromisos, si quiere ser exitosa, aunque eso fuera en contra de su filosofía. Comprendí cuán generoso y desprendido era y fue José Saramago. Desde entonces he sido libre. Siempre le agradecí ese saludable frenazo que dio a mi carrera.
3.
En octubre de 1983 leí por primera vez con seriedad a José Saramago. Tras un almuerzo largo y tendido en La Habana, cuyos detalles quedan para mejor oportunidad, me regaló una de sus mejores obras, la tercera edición de Memorial do Convento. Al día siguiente se divirtió muchísimo cuando le dije que había leído los primeros capítulos y, antes de dormirme, había quedado en el momento en que el rey carga a la reina hacia a la cama. “Te falta mucho, no te digo nada más”, sostuvo, alzando las cejas por encima de los espejuelos.
Recuerdo que le pregunté por qué obviaba la gramática y tiraba a mierda las reglas de puntuación, se olvidaba de los párrafos y los diálogos, y me contestó que así es como la mente humana lee un libro. “Los diálogos no tienen voz, es tu propia voz igual para todos los personajes. En la mente la gente lee todo el texto corrido. ¿Por qué yo tengo que establecer la diferencia?”. Para mí eso fue un hallazgo.
Muchos de mis editores no entienden que mi mal español escrito se debe a esa regla que ― me doy cuenta ahora ― he tomado de Él. No lo hice a propósito. En el fondo lo que ‘Zé’ me enseñó es que una historia se cuenta como le sale a uno, y el lenguaje se escribe como la gente lo habla y lo siente. No como la academia nos impone.
Él encontró la mejor respuesta para los incrédulos burócratas de la palabra. ‘Lo importante es que la gente te entienda’, con la misma naturalidad con que los portugueses descubrieron el camino marítimo hacia la India. Todos debemos entendernos a como dé lugar. Fue su mensaje apremiante.
Por eso no tuve ningún reparo hace algunos años, cuando un crítico pendenciero de la obra de Saramago me preguntó ― no sin cierto desprecio ― si José por su éxito literario ¿sería mago? “No, no es mago, es Nobel”, respondí yo.