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“Pequeñas memorias”, de Fina García Marruz: 200 páginas de “estado de gracia”

Con poco más de tres décadas de vida, la poeta y ensayista escribió páginas extraordinarias que, sin embargo, no verían las luz hasta más de medio siglo después.

por
  • Josefina de Diego
enero 23, 2025
en Literatura
0
Fina García Marruz (1923-2022).

Fina García Marruz (1923-2022).

En 2023 con motivo de conmemorarse el centenario de Fina García Marruz (1923-2022), una de las grandes voces de la lírica castellana, fallecida poco antes a los 99 años de edad, se publicó —simultáneamente, en España y en México y, más tarde, en Colombia— Pequeñas memorias, libro escrito en 1955, de recuerdos de la autora sobre su infancia y primera juventud que quedó inconcluso.

¿Por qué Fina interrumpió, súbitamente, la escritura de su libro y nunca lo dio a conocer? Nunca lo sabremos, yo nunca se lo pregunté, tampoco sus hijos y nietos. Pero ella nunca olvidó el libro y se refirió a él en muchas ocasiones. Incluso, dio fragmentos para que se publicaran en revistas, como sucedió cuando supo la tristísima noticia de la muerte del gran amigo suyo, de Cintio y de mis padres, el poeta y periodista exiliado en España Gastón Baquero, “uno de los más grandes poetas del siglo XX cubano”, como afirmó mi padre en una lectura de poemas en la Residencia de Estudiantes, en Madrid. En aquella ocasión, La Gaceta de Cuba le pidió a Fina que escribiera sobre Gastón y ella se refugió en sus memorias:

Se me ha pedido que escriba unas palabras para evocar al amigo que acaba de morir y al que nos ligaron tan entrañables recuerdos. ¿Pero qué podría yo decir ahora de usted, Gastón, qué podría decir de aquel que conocimos en su fulgurante juventud? Asaltada por muy diversos recuerdos, y demasiado emocionada para ordenarlos, trataré de recurrir a unas libretas escolares, que ya tienen más de medio siglo, y que llamo “Pequeñas memorias”, en que aparecen las curiosas circunstancias que rodearon nuestro conocimiento (…). De ellas solo extraeré algunos recuerdos esenciales. (“Gastón”, Fina García Marruz. Tomado de: La Gaceta de Cuba, julio-agosto, 1997, pp. 17-21).

Una de las tantas veces que les pregunté a ella y a mi madre sobre su familia, me dijo que me iba a enseñar un cuaderno que tenía con recuerdos de ellas dos en su casa de Neptuno 308 y me entregó lo que sería una especie de primera parte de esas memorias. Le pedí permiso para fotocopiarlo y me lo dio. Eran unas 100 páginas, mecanografiadas por ella, con arreglos a mano. Lo leí totalmente deslumbrada y así se lo dije. “Hay más”, me respondió, “pero no sé dónde están”. Una mañana que pasé a verla por el Centro de Estudios Martianos, la encontré dictándole a su secretaria un texto que me resultaba conocido: eran sus memorias que, finalmente, serían rescatadas.

Fina (I) y Bella (D) García Marruz. Foto: Archivo familiar.

En 2014 la Casa de las Américas decidió hacer a Fina la protagonista de la Semana de Autor, un evento que celebraban todos los años dedicados a alguna de las figuras importantes de la literatura; pero, por razones de trabajo o salud, ninguno de sus hijos o nietos podría participar. Me llamaron de Casa de las Américas para preguntarme si podía escribir algo sobre Fina y les hablé de aquellas memorias que tanto me habían impresionado. Aceptaron y comenzó la difícil tarea de escoger algunos fragmentos y hacer una ponencia. Su título fue “Lectura comentada de un texto inédito de Fina García Marruz”. Antes le había consultado a ella si estaba de acuerdo y me dijo que sí, incluso me dedicó mi copia mecanografiada, como prueba de su consentimiento: “A mi querida sobrina Fefé, estos recuerdos que a ella tanto le gustan Y que me ha salvado de las oscuras manos del olvido. De su tiílla Fina, 10 de septiembre, 2014”.

El libro trata de sus recuerdos familiares, habla de dos figuras importantísimas para ella que fueron decisivas en su entrada a la Poesía, así, con mayúscula: Gastón Baquero y Juan Ramón Jiménez; de su conversión al catolicismo, de su relación con Cintio y con mi padre, Eliseo Diego; de mi madre, por supuesto.

Hay un capítulo, bellísimo, dedicado a la Dicha, palabra que usa con frecuencia a lo largo del texto. Escogí para mi ponencia en Casa de las Américas fragmentos de los temas dedicados a Juan Ramón y a Gastón, algo de la familia y partes del dedicado a la Dicha. Recuerdo que fue un trabajo muy intenso pues es un libro, como dijo el poeta y ensayista Ernesto Hernández Busto, “escrito en estado de gracia”, con una prosa impecable, sólida, cargada de emoción todo el tiempo, a lo largo de casi 200 páginas.

Guardado, otra vez, en una gaveta, la familia decidió darlo a conocer, a pesar de que estaba inconcluso, pues pensaron, y con razón, que, a pesar de ello, era un testimonio valioso de una época y de la vida de una de las grandes escritoras de Iberoamérica.

Copio a continuación la parte de la conferencia referida a Gastón Baquero:

Nuestro querido Gastón

Fina y Bella conocieron a Gastón Baquero alrededor de 1939, cuando estudiaban en el Instituto de La Habana. Un compañero de clases, Augusto, le había hablado mucho a Fina de Gastón, le había mostrado poemas suyos y le había enseñado un cuento de Gastón que a Fina le había impresionado mucho. Su título era “Nuestro perdido Ignacio”. Una tarde, Augusto invitó a “las hermanitas Marruz”, como cariñosamente se les llamó después, a escuchar música en casa de unos amigos y allí vieron a Gastón por primera vez. Después se volverían a encontrar porque Cintio también lo conocía, y así se inició una amistad que ni el tiempo ni la distancia logró destruir. Gastón se fue a vivir a España en 1959. Fina y mi madre no lo volvieron a ver nunca más; Cintio, brevemente, en 1964. Tampoco se escribían, ni Gastón accedió a verlos en las pocas ocasiones en que Cintio y Fina fueron a Madrid. Los absurdos laberintos de la política lograron un distanciamiento que ninguno de los cinco realmente deseaba. Pero me consta el inmenso amor que sentían por él, y la tristeza infinita que los acompañó durante todos esos largos años. En 1991 mi padre y yo viajamos a Madrid y logré que se reencontraran. Fue uno de los momentos más intensos y conmovedores que he vivido nunca. Cuando llegamos a La Habana, Cintio y Fina nos fueron a ver. En cuanto entraron, papá les dijo: “Vimos a Gastón”. Nunca olvidaré la reacción de mis tíos. Se quedaron como petrificados, electrizados, casi sin respirar. Entonces Fina nos preguntó muy suave, como si temiera quebrar con las palabras ese momento sagrado, apenas conteniendo sus lágrimas, casi en susurros: “¿Vieron a Gastón…?”. Antes de despedirnos, Gastón nos había entregado su último libro, con una dedicatoria que terminaba con una súplica: “Quiéranme como yo los quiero”. Terminaron llorando los cuatro.

De izquierda a derecha, Eliseo Diego, Bella y Fina García Marruz, y Cintio Vitier. El “cuarteto” que formaban las dos parejas. Foto: Archivo familiar.

Así recuerda Fina aquel primer encuentro con su amigo:

Aquella tarde, Augusto me llamó, y con su voz arrastrada y gangosa, tan impropia de un muchacho tan joven, y que no sé por qué me evocaba la de ese descendiente tullido que hay en las dinastías viejas, me dijo muy lentamente: “¿Por qué no vienen esta noche a mi casa a oír La Valse de Ravel?”. Había logrado conseguirla con algún esfuerzo. Creo que por entonces no era tan fácil obtener una obra de las últimas, de modo que su posesión resultaba un pequeño acontecimiento que se compartía con los amigos.

(…)

Aquella noche fui efectivamente a su casa, acompañada de mi hermana, y allí, sentado en un sillón de mimbre, en la sala un poco oscura que apagaban para oír mejor, vi a un muchacho a quien no conocía y que me fue presentado al momento. Era Gastón (…).    

Me dio la impresión de que no me reconocía en lo absoluto, como quien cumple una formalidad a la que no se le da ninguna importancia. Pareció un largo rato distraerse con la conversación de un joven que estaba a su derecha, algo vuelto para atrás, pero de pronto, volviéndose rápidamente a mí, con un gesto que después había de verle muchas veces en que uno sentía una carga especial de confianza, bajando un poco la voz, y como si aquel cambio súbito de atención no necesitase ningún tiempo para encontrar el tono reconcentrado e íntimo de una conversación esperada que no ha hecho sino reiniciarse, me dijo mientras me miraba muy fijamente: “Augusto me ha hablado mucho de usted”. Yo sonreí como pude, mientras me preguntaba que podía haberle dicho de mí Augusto, aunque el tono de la voz era tan grave y afectuoso que me pareció tranquilizador.

(…)

En ese momento, mi amigo empezó el ritual de dar vueltas con una gamuza al disco de Ravel. Empecé a sentir el jadeo rítmico del aparato de música, que me gustaba tanto porque preparaba mi atención preludiándola como la sala de los espectáculos que se apaga de pronto, con una espera nocturna que participaba a la vez del silencio y de la música, como si estuviera a la vez en el umbral de las dos. Pero lo que creía efecto del ruido del aparato se prolongaba ya demasiado, y entonces me di cuenta que no se trataba del girar de la aguja en el disco sino que ya había empezado hacía unos instantes la música, pues de aquellos silencios circulares y rítmicos salían a veces, como las conversaciones que nos vienen de una sala encendida en una fiesta, sonidos de instrumentos, ruidos de copas, giros de faldas arrastradas por un excesivo peso. La noche un poco fría era de tanto viento que a pesar que la fachada principal de la casa que estaba del otro lado, era la que daba al mar, se tenía la sensación que su intermitente chasquido salpicando los aislados paseantes de la otra acera, golpeaba allí mismo. Sólo entonces vi en el balcón a medias entreabierto un muchacho de rostro caprichoso como el de una mujer y que parecía haber llorado mucho.

Yo no me atrevía a levantar la cabeza para mirar a mi amigo. Por otra parte, no sentía ningún género de curiosidad por hacerlo, lo cual tal vez parezca extraño dada la impresión que me había causado su relato. La sensación de que estaba allí me ocupaba tan por entero que su rostro me parecía pertenecer a un orden de segunda importancia a cuya atención me podría dedicar en otro momento. Pero a la vez sentía que no tenía nada que ver con los otros ni con todo aquello, aquel muchacho tranquilo sentado tan familiarmente en un sillón de mimbre, que me evocaba los pueblos del interior, los paseos solitarios, y una pobreza hecha de la majestad y de la alegría de un consentimiento.

Mientras tanto oía la fascinadora música, a la altura más hermosa del adiós, en cuyo planetario círculo giraban las parejas incendiadas y vertiginosas como astros, en un espacio sin tamaño que era ya una gota de agua, ya un ámbito inmenso, y eran todos los valses que uno había oído aquel vals que no había oído nunca, que arrojaba palabras como trozos de lava, infiel, ardiente, el vals lunar y ciego, el vals de todo y nada, el vals de siempre y nunca, dividiendo al sofá en sus esplendores, a la dama en sus joyas, sus rosados y negros, sosteniéndonos en su puño como un espejo inmenso, dorado y fantasioso, por el que cruzaba un sombrero o una copa fragmentarios como el todo, y otra vez la honda falda, irreal como la vida. Algunas veces creía escuchar un aire de Strauss ingenuo que una pesadilla repitiera a un ritmo angustiosamente demoníaco. La orquesta parecía rebotar físicamente como una pelota, tocar el piso y rebotar de nuevo, y se sentía, en medio de aquellos sonidos aceitados como ruedas vertiginosas, la identificación imposible del ruedo de las faldas girando y el eje de los astros. Todo se trastocaba, mientras afuera sonaba el mar, y yo me sentía no sé por qué, conmovida, como por un llanto imaginario que me devolvía la hermosa certidumbre del corazón, borrado una y otra vez por aquel delirio vertiginosamente pálido: el espejo en la lámpara del remolino extraño, la lámpara estallando en la esquina agudísima.

A partir de ese día, una de las piezas musicales preferidas de mi madre y de mi tía, y después, del “cuarteto” que formarían las dos parejas y que escuchaban como en éxtasis, fue La Valse, de Ravel. Pero quizá no por casualidad, una de las esculturas favoritas de Cintio y Fina fue, justamente, la pieza de igual nombre de Camille Claudel. La obra solo mide 46 cm de altura. En 2008, tuve la suerte inmensa de ver una exposición de Claudel en Madrid, donde estaba esta estatuilla, realmente maravillosa, que parece, más que escultura, figura en movimiento, en un rapto de vida, dicha y fuerza, bailando el vals lunar y ciego, el vals de todo y nada, el vals de siempre y nunca.  He querido terminar estas palabras con la imagen de esta escultura y con la lectura de este fragmento, sobrecogedor  y apasionado, como homenaje a los eternamente jóvenes y enamorados que fueron, son y serán siempre para mí, mis tíos Cintio y Fina.

“La valse”, de Camille Claudel. Foto: reprodart.com
Etiquetas: Cintio VitierFina García MarruzPortada
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Josefina de Diego

Josefina de Diego

La Habana, 1951. Escritora y traductora. Estudió Lengua Inglesa y Literaturas Inglesa y Norteamericana (UH, 1969-1971). En 1976 se graduó de Economía. Autora de El reino del abuelo (1993), Un gato siberian husky (Premio Nacional de la Crítica 2007), ¿Y ya no tocan valses de Strauss? (2019), entre otros. Desde la muerte de su padre, Eliseo Diego, en 1994, se ha dedicado al ordenamiento y divulgación de su obra.  

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