OnCuba recomienda este texto de Juan Orlando Pérez, publicado en su blog Juan Sin Nada
La ciudad fue construida de prisa la noche antes de que yo llegara. Cualquiera hubiera notado el apuro en las calles sin término ni principio, en las casas sin dirección fija (las cambiaban de sitio todas las noches), en los árboles plantados descuidadamente en el fondo del río, en la arcilla fresca de rostros en los que ojos y bocas habían sido dibujados con el dedo.
Yo atravesaba la ciudad en puntillas, con la intención de ser notado por los suicidas que se arrojaban cada noche desde Wearmouth Bridge, y volaban contracorriente hacia el último segundo de su muerte, guiándose por la luz del faro en Roker Beach. En el puente aparecían al día siguiente flores y fotografías, pegadas con scotchtape a la veranda, manchadas de lágrimas y alegre remordimiento, puestas por los mismos muertos. Era fácil encontrarse a esos muertos rotundos deambulando por la ciudad, siempre de día, cuando daba más miedo. Nadie decía nada, pero los muertos se colaban en las funciones del Empire Theatre, un teatro sin puertas en el que había funciones de Shakespeare y ballet cada noche, aunque ningún habitante de la ciudad hubiera jamás asistido a una de ellas. Fuera del teatro se oían la música y los aplausos, los bravos del público, pero no se veía a nadie salir cuando regresaba el silencio. De noche, la ciudad se volvía un tanto menos apretada y confusa que de día, uno no corría el peligro de perderse por calles peligrosas. Como las casas cambiaban de sitio continuamente, no era necesario recordar el camino de vuelta, y llamar a un taxi hubiera sido también inútil. Lo mejor que uno podía hacer era seguir el camino junto al río, atravesar capas sucesivas de la noche hasta sentir los pies hundiéndose en la arena, y luego, en el cielo. En la playa acampaban de noche todos los habitantes de la ciudad, nadie se quedaba en su casa, por miedo a no encontrar nada, ni pavimento, ni calendario ni horizonte, cuando se levantaran al día siguiente y abrieran la puerta para marchar al trabajo. Al amanecer, la gente regresaba a la ciudad, escogía azarosamente una casa para poner sus retratos familiares y sus cepillos de dientes, que recogerían al oscurecer, justo después de cenar. El crepúsculo llegaba en aquella ciudad antes que en cualquier otra ciudad literaria, el sol nunca alcanzaba el mediodía, comenzaba a bajar del reloj alrededor de las diez de la mañana. La pereza de la noche era prematura, la gente empezaba a adormilarse cuando todavía quedaba la mitad de la jornada de trabajo. A las seis de la tarde, solo quedaban en el centro de la ciudad unos pocos rezagados, comprando en Tesco provisiones para pasar la noche, comida de campamentos. Algunos borrachos olvidaban la hora, quedaban tirados en la calle, en la puerta del Dun Cow, o en Fitzgerald’s, o en Greens, y eran rematados puntualmente por la policía. Los cuerpos, de los que no salía nunca sangre, eran arrastrados por la ciudad y echados al río, que sabría qué hacer con ellos, convertirlos en barcos o en gaviotas o en témpanos de hielo. De cualquier manera, a pesar de esos inconvenientes, era mejor salir de noche que de día, cuando la ciudad parecía menos real, cuando era más visible la inexactitud en los detalles de la arquitectura y de los cuerpos, la torpeza sublime de los artesanos que habían creado aquella ilusión solo para confundirme.
Lo que yo hacía era ir al cine, a ver películas que habían sido filmadas para que solo yo las viera. En la sala, sin tener que ocultarme de otros espectadores, yo lloraba amargamente, de pura felicidad, creyendo que al salir estaría en La Habana, que aquella ciudad incompleta y movediza era también una película. Pero respiraba aliviado al salir a la calle, a Lampton Street, no me veía a mí mismo, al de La Habana, había logrado burlar su persecución, dejarlo demasiado atrás. Por si las moscas, caminaba de prisa, virándome de vez en cuando para comprobar que nadie me seguía. Un viento sin olor, sin murmullos, sin edad geográfica, venía contra mí desde la playa, intentaba derribarme. Detrás de los arbustos, en St Catherine’s Way, se escondían asesinos, bestias paganas, sodomitas sin brazos y sin piernas, pero siempre me dejaron pasar, yo era casi invisible, de mí solo era notable el espanto, suficiente para convencer a cualquier asaltante de dejarme tranquilo. Yo trataba de avisar a los monstruos de mi presencia, los azuzaba, les daba la espalda para que me la abrieran de un tajo. Cantaba, canciones de Cuba, canciones en inglés, fragmentos groseros de memoria, aterradoras cursilerías. Cantaba “Moon River”, sinatrescamente, borracho perdido, cayendo cada tres pasos en los charcos de la lluvia, avanzando de rodillas cuando ya no me podía poner de pie. Nadie se acercaba a mí, nadie me tocaba, como si estuviera cubierto de los signos de una plaga, o como si los habitantes de la ciudad hubieran recibido órdenes totales de no relacionarse conmigo, de no interrogarme o asustarme aún más. Tocaba a la puerta de St Peter’s, pedía asilo, ayuda para despertar o para nacer de nuevo en otra literatura, si una de las dos cosas hubiera sido todavía posible, pero nadie respondía. Afortunadamente, la noche desembocaba en Roker Beach, yo me arrastraba hasta la orilla y bebía sorbo a sorbo todo el Mar del Norte, un mar sin sal y sin huracanes, sin peces y sin cadáveres, a no ser el mío. En la arena no quedaban restos de humanidad, ni juguetes de niños, ni latas de refresco o cerveza, ni bolsas plásticas, ni botellas con mensajes de desolados náufragos. La playa, imaginé, también era nueva, había sido colocada junto a la ciudad para indicar el presunto camino de los fundadores, y la esperanza de una fuga. Al final de la avenida que llevaba de la playa a la ciudad, había un poste de direcciones, indicando las rutas de aquella intrincada fantasía. Una flecha indicaba la dirección de Alemania, el punto en que el cielo se había abierto años antes para dejar pasar a los aviones de Hitler. Los arquitectos de la ciudad no le habían encontrado lugar preciso en el atlas, pero sí en la historia, habían construido una mitología, un pasado perfectamente ajustado a su mentira, inalterable. Parado junto a aquel poste, calculé muchas veces cuántos años me tomaría nadar desde allí hasta Cuba, y nunca me dio la cuenta menos de una vida. Era un simple ejercicio matemático, para matar el tiempo, yo había concluido ya entonces que Cuba nunca había existido, no encontraba en mí, o en mi memoria, o en el círculo lunar de las palabras, ninguna prueba concluyente de que fuera real. Ensimismado, iba de una punta a otra de la playa, los pies hundidos en el agua, enredados en algas y falsos recuerdos, palabras y rostros estentóreos pero insignificantes. El problema de recordar es su intrínseca futilidad, uno siempre recuerda lo imposible, algo que no podría haber ocurrido nunca. Este mismo recuento es inconsecuente, la ciudad y la playa ya no existen, fueron removidos con urgencia después de mi partida, su irrealidad restaurada a la perfección. Los he buscado en vano en Google Maps.
Una noche muy antigua, a inicios de un año que fue igual que su reverso, caminé hasta el faro en Roker Beach, por el largo farallón que cortaba como una cicatriz el canto del mar. Debería decir por qué yo estaba caminando sobre el mar en una noche alta de enero, pero eso es parte de lo que no puedo comprender, la inevitabilidad del absurdo, la escuálida naturaleza de la razón. Pasé junto a los pescadores, pacíficas criaturas siderales, testigos inmóviles de la mezquina indiferencia del mar, de su ingratitud. Desde allí hice una llamada telefónica. Desde otro planeta, hundido en la oscuridad de mi desesperación, llegó una voz. Cualquiera podría comprender que, dadas las circunstancias, yo decidiera creer en la veracidad de esa voz, en su aparente materialidad. Si yo no hubiera decidido que la voz no era mía, ni la de mi locura, ni la de Dios, quién sabe qué hubiera hecho. Quizás, echarme al mar en ese mismo momento, nadar hasta una tierra completamente inhabitada, donde al menos la fiera ejecución del exilio fuera irrevocable y, por eso mismo, como la muerte, irrelevante. Desde el faro veía la línea de casas en el borde de la playa, en las que no vivía nadie, y el Roker Hotel, donde nunca nadie se había hospedado. Virándome, veía luces lejanas, quizás barcos, quizás el reflejo del faro en esa vasta casa de espejos, la noche del norte del mundo. Yo era demasiado pequeño para poder ver mi propio reflejo en el fondo de la noche, la silueta severamente delineada de mi perplejidad. Traté, castigando mi memoria, de descubrir el punto de inflexión, el momento en que mi ruta, predeciblemente ordinaria, se había desviado hacia aquella remota ciudad cenital, qué había yo hecho o dicho, ingenuamente, para dejarme atrapar por el monstruoso azar, para acabar, ahogado, olvidado, olvidando, en una playa extranjera. No encontré nada, por supuesto, tiendo ya a creer que no existe tal punto, que todo es como debía ser, y que nos hemos engañado creyendo que debía ser de otra manera. Aquella noche, caminé de vuelta a la ciudad temblando por la fiebre. Tuve la impresión, quizás por lo agitado que estaba, de que alguien me seguía. Me viré, escruté la calle. Nada.