Hay un cuaderno de Eliseo Diego, Libro de quizás y de quién sabe, publicado por Ediciones Unión en1989 (reeditado en 2015 y publicado por la UNAM en 1993), prácticamente desconocido por muchos lectores. Dejaré que sea mi padre mismo quien explique en qué consiste esta especie de “Almacén de antigüedades” en su “Aviso al incauto lector”.
Algunos de estos textos. Unos son muy cortos, apenas media página, otros son más extensos. En muchos analiza poemas, verso a verso. Creo que mantiene una gran vigencia y que resulta muy útil para aquellos que trabajan con las palabras, como explica él mismo en su aviso inicial:
Aviso al incauto lector
Cuando uno se ha pasado la vida en brega con las palabras, esforzándose por ordenarlas de tal modo, que atrapen siquiera un vislumbre de la cegadora realidad en torno nuestro, cuya magia va más allá de cualquier hechizo de la fantasía; cuando, a costa de luchar con ellas hora tras hora, ha conseguido arrancarles algunos de sus ardides y secretos o caprichos; y cuando, en fin, uno siente que se le encima “el carro alado del tiempo” y tendrá que llevarse consigo al silencio todo lo entrevisto; entonces, de pronto, se siente el deseo de burlar a las palabras y dejar a los que vienen detrás saber de ellas. Tal es el propósito de estas páginas.
Se hallarán aquí atisbos del oficio de escribir, así como esbozos de experiencias, cosas, criaturas, que habrían podido transmutarse en poemas. He incluido fragmentos de trabajos más largos ya publicados –como el esfuerzo de aproximación al abismo de la obra de Hans Christian Andersen–, fragmentos que para mí tienen tanta independencia, que resulta, no ya natural, sino necesaria, su inclusión entre los otros. Si algún lector acucioso y no incauto volviese a tropezarse con ellos, tengo la esperanza de que, puestos aparte de esta forma, le digan más de lo que en un principio le confiaron.
Soy tan olvidadizo como distraído, pero no hasta el punto de no percatarme de que muchos temas, y aun las formas de expresarlos, se repiten con irritante frecuencia. Pero me faltan tiempo y ánimo para fundir en un solo texto los fragmentos que nacieron con vocación de tales. Lo que tiene para mí la ventaja de que, no importa por dónde el lector abra el cuaderno, va a encontrarse con alguna de mis obsesiones favoritas. A su vez, quien lea tendrá a su favor la oportunidad de apartarse a la segunda repetición y ahorrarse así el resto.
No es obra del azar, me parece, sino de la necesidad, el hecho de que existan cientos o miles de idiomas y dialectos distintos. Cada uno es un don precioso de la especie. Cada uno es una ventana abierta desde un ángulo imprevisto hacia el secreto del universo. Quiera Dios que sepamos cuidarlos y preservarlos como merecen. A mí me tocó en suerte el idioma español.
¡Lástima que no me quede tiempo para explorar algunas más de las inagotables combinaciones de los prismas que son los cristalillos emplomados de sus palabras! Si aquí dejara algún indicio, alguna sugerencia útil a los que vengan después, me daría por satisfecho. Se justificaría así el afán de toda mi vida.
El tiempo y su paso
Negra, precisa, delicada, allí quedó la hormiga presa en el ámbar y, a la vuelta de veinte millones de años, está aquí ahora como un trocito congelado de qué tiempo increíblemente remoto.
Pero, ¿tiempo? ¿Era aquel un tiempo? ¿Quién escuchó entonces su paso, en el soplo de qué brisa inconcebible, a través de los enormes helechos, de las impasibles coníferas, del silencio?
Un azar difícil si no extremo llevó la criatura al ámbar, el ámbar a la imagen impresa, la imagen a tus ojos, para que fuese tuya el ansia de escuchar aquel rumor soplando entre las impasibles coníferas, en lo inmóvil —allá por lo oculto del tiempo—.
La muchacha y el aire
Para acercarme a lo que llamaré los misterios del Arte con mayúscula, siempre me ha sido útil la vía que pasa por el ámbito de las artes menores: un payaso, un malabarista, la joven que vuela allá en el trapecio, el equilibrista, el mago que saca de su chistera menudencias no muy espectaculares, como conejos o cintas o pañuelos… Así, en pequeña escala, la estructura es más simple: la ingenuidad, quizás, la entrega con mayor pureza, libre de las complejidades de ejecución que la oscurecen en las obras mayores. En el breve poema anónimo del siglo Xvi que deseo leer en seguida, no hay reflexión alguna, concepto que trascienda. Es como una imagen de las que llamamos “instantáneas”, sólo que éstas suponen una detención, puede que una congelación, del tiempo, mientras que en mi miniatura popular el instante sigue transcurriendo en toda su frescura –digámoslo de una vez: está vivo. La situación es de una inmediatez encantadora:
Éstos mis cabellos, madre,
dos a dos me los lleva el aire.
No sé qué pendencia es ésta
del aire con mis cabellos,
o si enamorado de ellos
les hace regalo y fiesta:
de tal suerte los molesta
que cogidos al desgaire
dos a dos me los lleva el aire.
Y si acaso los descojo
luego el aire los maltrata,
también me los desbarata
cuando los entrenzo y cojo;
ora sienta de esto enojo,
ora lo lleve en donaire,
dos a dos me los lleva el aire.
Me pregunto qué sensación dejarán en otros estos candorosos versos: en mí crean un aura de serena felicidad: siento la presencia de una revelación consoladora, de una dichosa experiencia según la cual el mundo es un espacio a salvo y bello donde las fiestas no tienen por qué acabarse nunca.
La voz de la muchacha irrumpe cristalina desde un antes que se da por supuesto:
Éstos mis cabellos, madre…
¿No es cierto que brotan sus palabras de una pausa recién hecha sobre un espacio luminoso, matinal –jardín, terraza, huerto? De algún modo sabemos quiénes están y dónde: la conversación se interrumpió no más hace un segundo, y de la pausa emerge el risueño comentario sobre los juegos del viento. “Éstos mis cabellos…” ¡Qué inmediatez tienen esos éstos con que la escena toma de pronto cuerpo, gratuitamente, ante nuestros ojos desprevenidos! Éstos: nada más cercano: éstos pone las hebras entre los largos dedos suaves. Y el vocativo, casual, al extremo, convoca la fragancia del instante, donde, “dos a dos” —con la precisión de una miniatura— el aire está haciendo ahora volar las hebras.
“Pendencia” del aire, se queja la joven, con sus cabellos (“no sé qué pendencia es ésta / del aire con mis cabellos”): otra vez viene ésta a inmediatizar la anécdota, mientras la desproporción entre los antagonistas, el aire justamente inmenso —una de las dimensiones del Planeta, uno de los cuatro elementos del Universo— y la palpable minucia de los cabellos, subraya cómo todo transcurre en travesura, gratuidad, gracia. Puede, sin embargo, que no sea en realidad pendenciosa broma del viento, sino caricia de amante, pues
Les hace regalo y fiesta…,
línea donde verbo y sustantivo evocan la viva belleza del pelo con tanta mayor sensual eficacia que cualquier prolija descripción barroca. Pero al punto retorna la imagen del fastidio travieso, ya que el aire molesta a los cabellos y, atrapándolos, se los lleva “dos a dos” de nuevo. Con lo que descubrimos uno de los secretos del hechizo.
Se esconde en el encantador contrapunto que repiten ambas estrofas dentro de dos, o más bien, tres, modalidades diferentes: primero, el vaivén entre acoso y caricia por parte del viento; luego, entre las acciones de la joven librando o recogiendo los cabellos (“y acaso los descojo”, o bien: “cuando los entrezo y cojo”) y, por fin, mientras avanza el peinado, entre su fingido enojo y buen humor ante las impertinencias del aire. El reiterado ir y venir confiere a la pequeña escena la vivacidad de su movimiento, en tanto el estribillo unifica el conjunto concentrando la atención en el palpable, miniaturesco detalle de los cabellos:
Dos a dos me los llelva el aire…
Afirmamos, al principio que no hay en la diminuta composición concepto oculto que desentrañar. Un poema, decía Archibald McLeish, no tiene que significar, sino ser. Pero, todo ser entraña un símbolo. Y es aquí donde nos viene a la mente cierto pasaje de Don Quijote de la Mancha (II Parte, capítulo XVI): “La Poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una doncella tierna y de poca edad, y en todo extremo hermosa…”
Sin embargo, recordémoslo siempre, no es lícito desentrañar, separar, el símbolo de la realidad tangible de su ser. Si la Poesía es como esta doncella de poca edad, será porque ella es tal cual es, en el perfecto, impenetrable misterio del juego del aire con sus cabellos —allá tras la transparencia de la palabra—.
La Habana, 1951. Escritora y traductora. Estudió Lengua Inglesa y Literaturas Inglesa y Norteamericana (UH, 1969-1971). En 1976 se graduó de Economía. Autora de El reino del abuelo (1993), Un gato siberian husky (Premio Nacional de la Crítica 2007), ¿Y ya no tocan valses de Strauss? (2019), entre otros. Desde la muerte de su padre, Eliseo Diego, en 1994, se ha dedicado al ordenamiento y divulgación de su obra.