Este año recordamos el treinta aniversario de la muerte de mi padre, el poeta cubano Eliseo Diego, ocurrida el martes 1ro de marzo de 1994, alrededor de las 7:30 p.m., en la Ciudad de México.
Había dormido una larga siesta después de ver una película en la que actuaba Charles Boyer. Cuando se levantó no se sintió bien. Estábamos con él mi madre y yo. Llamé a mis hermanos.
Pero no es mi intención recordar detalles tristes, sino todo lo contario. Solo pretendo evocarlo un poco y hacer algunas anécdotas.
Comenzó a estudiar en la Universidad de La Habana la carrera de Derecho; pero la abandonó, después de intentarlo durante varios años para complacer a sus padres, y se graduó de Pedagogía en 1959. Trabajó muchos años como profesor de inglés y de español para extranjeros.
Su vida fue la literatura, siempre estaba leyendo o escribiendo. Sus conocimientos de literatura, historia y arte en general los adquirió a través de sus lecturas. En su biblioteca se pueden encontrar numerosas enciclopedias, diccionarios, historia de las literaturas de todos los países, antologías de poesía, de cuentos.
Estudió latín de forma autodidacta. Era muy meticuloso con todo lo que hacía. Aprendió a escribir a maquinita y él mismo mecanografiaba sus libros: si encontraba un error, botaba la página y comenzaba de nuevo. Forraba sus libros preferidos; quedaban perfectos, les ponía un membrete con los datos de título y autor, a mano o mecanografiado.
Revisaba mucho todo lo que escribía, ya fueran poemas, conferencias, cuentos, traducciones. Conservo muchos de sus manuscritos, con sus tachaduras y cambios de palabras. Le daba mucha importancia, por supuesto, al contenido, pero también a la forma, al orden de los versos en sus poemas, con sus pausas o “silencios”, como en la música. Sus libros de poesía tienen una extraña y muy peculiar unidad, había poemas que, sencillamente, “no iban ahí”, como me respondió un día en que le pregunté por qué incluía unos y otros no.
Los que lo conocieron saben que era un hombre sencillo y que siempre estaba dispuesto a recibir a todo el que quisiera conocerlo o enseñarle sus poemas. Han pasado ya tres décadas de su partida y a mi casa no han dejado de llegar jóvenes y no tan jóvenes, cubanos y de diversas partes del mundo, deseosos de saber más de él. Aquí tres anécdotas que dan fe de lo que digo.
Pocas semanas después de su muerte vinieron a casa unos estudiantes de la Escuela de Letras que estaban haciendo su tesis de grado sobre él. Me contaron que al escuchar la tristísima noticia por la radio, vinieron hasta la Avenida de los Presidentes y se sentaron en un banco que da a la ventana del estudio de mi padre. Allí se pasaron horas leyendo sus poemas. Fue un lindo y sencillo homenaje que sé que a él le hubiera emocionado y gustado.
Hace unos años tocó a la puerta de nuestro apartamento en El Vedado un muchacho. Se le veía muy nervioso. “Esta es la casa donde vivía Eliseo Diego, ¿verdad?”, me preguntó. “Sí”, le respondí, “pasa”. Pero el jovencito estaba como paralizado, no se movía. Finalmente logré que entrara y lo llevé al estudio. “Mira, ese es su buró, aquí se sentaba”, iba diciéndole. El muchacho se comportaba como si hubiera entrado a un templo. Después de unos minutos me preguntó: “¿Podría traer a mi novia?”. “Claro”, le respondí. Y cuando me disponía a anotarle mi teléfono, me dijo: “No hace falta, ella está afuera”. Los dos estuvieron un largo rato mirándolo todo, hablaban en voz baja.
Y una última anécdota. En 2020 se cumplieron cien años de su nacimiento y yo quería llevar unas flores a la tumba donde descansan sus restos y los de mi madre, Bella García Marruz. Estábamos en medio de la pandemia, el cementerio estaba cerrado al público, sólo se realizaban los entierros, pero nada de visitas, y no había transporte. Un amigo logró que me autorizaran a entrar y fue a buscarme con un lindo ramo de rosas. Parqueó el carro debajo de la sombra de un bello árbol y yo me dirigí, sola, a la tumba de mis padres.
De pronto, en medio de aquella soledad y de aquel silencio, escuché a alguien que me gritaba: “¡Señora, señora!”. “¿Qué pasa?”, pregunté, algo sobresaltada. Se me acercaron un jovencito y una persona mayor, que después supe era su tío, llevaban unas flores en sus manos. “Señora, ¿por casualidad usted sabe dónde está la tumba de Eliseo Diego?”, me preguntó el muchacho. Podrán imaginar mi sorpresa. “Soy su hija”, les respondí. “Es allí”. “¡Te lo dije!”, le comentó a su tío, muy alegre, el muchacho. “Yo sabía que era por aquí”. El muchacho me dijo: “¡Yo tengo tantas cosas que preguntarle! Para mí, los dos grandes poetas cubanos son José Martí y Eliseo Diego”.
¿Cómo llegaron al cementerio, cómo lograron entrar, dónde compraron las flores, cómo iban a regresar a sus casas si no había transporte y todo estaba cerrado? Estuve hablando con ellos un rato. Lamento mucho no haberles pedido sus teléfonos. Sus nombres son: Dylan, el muchachito, y Alain, el tío.
Aún hoy hay jóvenes que honran su memoria. Muy posiblemente, muchos de ellos ni siquiera habían nacido cuando mi padre murió. Hace unos años recibí una hermosa carta de un catalán donde me contaba que, en un viaje a Cuba y totalmente por casualidad, había caído en sus manos un tomo de poesía de mi padre, Nombrar las cosas. Y, emocionado, me confesó que la poesía de mi padre le había cambiado su vida. A mi padre se lo dijeron, varias veces, sus lectores agradecidos. Y eso es así porque toda su escritura nació de ese “principio de la necesidad” del que hablaba Rilke en Cartas a un joven poeta, libro que mi padre siempre recomendaba. No se escribe por una moda sino porque se tiene esa necesidad imperiosa de transmitir algo al “otro”, al lector. Y debe hacerse con absoluto respeto y responsabilidad.
La poesía de mi padre, sus cuentos, sus ensayos y traducciones, siguen y seguirán acompañándonos porque brotaron de lo hondo de su corazón. Y eso es motivo de alegría.
Preciosas anécdotas.