San Salvador. Por estos lares las paredes hablan más que las doscientas páginas fullcolor de cualquier revista. Quizá por eso un día los muros negaron el verbo –en inglés, como debía ser en este país ruralmente agringado–: Roque Dalton is not dead.
Roque, flacucho, narizón y con las mujeres de más que a alguien le faltaron. Apareció, cresta punk, en la anónima jungla grafitera; en la misma ciudad donde le asesinaron.
El poeta de Taberna fue el vivo más publicitado de la izquierda salvadoreña, y desde 1975 es su muerto más complejo. El hijo de Saturno: engullido por el movimiento que lo acogió para luchar contra la dictadura, acusándolo de espía… de la CIA, de la Seguridad cubana, luego de nada.
Por eso Maximiliano se guarda a sus cuarenta un pedacito de piel.
Tiene siete familiares inscritos en el Monumento de la Verdad. Los nombres de esos muertos y desparecidos campean en tinta su espalda, y prontamente los brazos también serán tatuados. Son parte de los 80 mil cuerpos que ejército y guerrilla destajaron durante 12 años.
– La Ley de Amnistía hay que derogarla, pues, porque no da justicia a nadie, y aquí he reservado un espacio –señala bajo una axila, y se rasca la cabeza rapada–, para escribir la fecha en que será su fin. Pero claro, siempre en letras. No quiero que piensen que pertenezco a las Maras.
Era Día de las Madres y llegué a San Salvador. Vladimir Rogel cargó su pistola una mañana como esa. Los petardos en las calles, los anuncios de regalos y las flores. Hubo un tiro en las afueras, pero nadie se enteró. Coreando la pirotecnia la bala sonó invisible.
Rogel subió la escalera. Le sudaban las axilas. Hace calor en mayo, y hace pereza también. Joaquín Villalobos le pide el arma.
– ¿Estás bien, pues?
– Bien, bien– suelta un fuelle en la garganta.
Villalobos abre la puerta y el hombrecito atado se remueve para verlo. El revólver que se alza, la mano tambaleante, los ojos cuajados de miedo cuando la bala ruge. Afuera los petardos estallando felizmente, y el brazo de Roque reventado en carne viva, adentro. Encorvándose en la cama.
– ¡Tenés que terminarlo, pues!
Y unos pasos, un, dos, tres; el llanto breve, animal. Y el último petardo.
El Salvador es nación que se debate en extremos: el más violento y el más chico del continente.
– Este es un país de primera… porque si ponés segunda entonces entrás en Honduras –me dice un taxista antes de llegar al hotel en la Colonia Escalón. Selecta. En las faldas de un volcán que este año, hace 99, no vomita. Es un gigante picudo oculto por el smog. La ciudad, obesa de autos, eructa una cortina brumosa.
De la última erupción hay lava petrificada donde lo único que crece es la siempreviva. Por esas criptas naturales, cuentan los testigos, abrieron un hoyo para Roque. Y debe estar por ahí, porque Roque dijo sus versos serían cual siemprevivas.
Por el cementerio rocoso apenas pasa la gente, pero se llenó de pronto en 2015 con carros de criminalistas y arqueólogos forenses.
– Para nuestra sorpresa la Fiscalía ayudó a buscar el cadáver de mi padre en sitios cercanos de ahí, ¿verdad? –dice y pregunta a la vez Juan José, y busca con la vista un cuadro chillón que inquiere Roque, ¿dónde estás? Los salvadoreños hacen eso mucho, mucho. Lo de hablar y preguntarse.
Entre foto y foto de la Cuba sesentera, del exilio, de él abrazando a Silvio (Rodríguez, por supuesto), del cuadro escandaloso que también recuerda Yo sería un gran muerto, lleva el diario Contrapunto. Crítico a diestra y siniestra, porque cree que la crítica mueve a la sociedad. La oficina pequeña, a la que se accede por una escalera metálica, está custodiada por el revuelo de jóvenes bebedores de café.
– Nunca hallamos nada –dice y el pelo finísimo le tapa los ojos, hasta que despierta– ¡Pero el Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos emitirá una resolución que exige se cumpla con el derecho a la Verdad, consagrado en la Constitución de la República!
– ¿Y para cuándo es eso?
– En breve, será en breve…
***
Los monumentos, cualquiera, acaban siendo metales olímpicamente cagados por las palomas. Pasado un tiempo, sobreviven embarrados a la vista indiferente de los hombres, y eso no es lo que quiere Jorge Dalton con su padre.
Cubano y salvadoreño, no en el orden invertido, hizo carrera en la isla y se trajo una mujer que hasta hoy lo acompaña.
– De él se habla en los colegios de acá y en los de Cuba también. Era realmente incómodo estar en el aula estudiando lo que tu padre escribía y que algún amiguito te señalara.
Maximiliano espera la fecha del aniversario. Los 10 de mayo: la muerte. Vigila a las muchachas que decoran la Universidad de San Salvador y pegan los afiches con la cara de Roque. La cara de abejorro. De punta de abejorro. Y cuando nadie lo ve, se acerca a las paredes y arranca los carteles. Forró parte de su cuarto con la cara del poeta. Muchas caras.
– Es un símbolo –me dice excitado–, ¡un símbolo de acá!
Roque es el asesinado, el desaparecido, y el intelectual, a la vez.
Es como un Che pero sin foto de Korda. Un ícono brumoso que el smog de los rejuegos no deja ver del todo.
– Y entonces, ¿ya saben dónde es la casa en que mataron a Roque?
– Sí, pero no puedo decirte, porque todo eso está en investigación –dice Juan José. Tiene el rostro enjuto de tanta desmemoria, y la nariz afilada.
Antes que los presidentes se cebaran con promesas, los entonces comandantes despedían linduras como aquellas en medio de la selva o una casa clandestina.
– Cuando lleguemos al poder le haremos justicia a tu padre.
Y Juan José apretaba los gatillos ansiando que la guerra tuviera un fin favorable al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. ¿Podía haber ganador luego de tanta mugre?
Desde 2009 la izquierda manda aquí, y la promesa ahora tiene pelaje de débito. Como un banco gigante la Historia también cobra caro. Los Dalton presentaron un expediente con pruebas testimoniales donde ponen con nombre completo y alias de guerrilla al grupo vinculado con la muerte del poeta. Dos de ellos, cobijados, por las arcas del gobierno del Frente, como altos funcionarios públicos.
Una ley salvadoreña decreta que a la década de cometido un crimen, sino ha sido denunciado por los canales formales, pasa como agua de río. Otra ley, la de Amnistía, pactada en 1992 en suelo mexicano, perdona los crímenes de ambos lados. Mas Juan José puso tilde: el que fue contra su padre es de lesa humanidad. De modo que lo vacunaba contra todo lo anterior.
– El Estado no hizo nada, nosotros los demandamos, y agotadas las posibilidades pasamos el caso a la Corte Interamericana de Justicia.
El primogénito Dalton es el adalid de la causa familiar. Vehementes, sus ojillos se disparan cuando habla de los ejecutores, con quienes habló en 1993 en una entrevista que circuló por la red de redes.
– Pero lo que ustedes armaron parece una compilación de sospechas bien informadas.
– Sabemos que no juzgarán a nadie por nuestro expediente, lo que pedimos es que abran una investigación… pero hasta ahora nada.
tremenda historia esa! cómo hay cosas que esclarecer!