Cuando conocí a Luis Mariano supe que estaba ante una de las glorias de Cuba. Fue a raíz de un documental sobre Bola de Nieve que rodaron en Cuba mi amigo andaluz José Sánchez Monte y Ático 7 Producciones. Para la realización del audiovisual entrevisté a decenas de figuras de la música cubana; entre ellos, Harold Gramatges, Helio Orovio, Marta Valdés, Pablo Milanés, Nisia Agüero, Carlos Varela y, por supuesto, a Luis Carbonell, quien llamaba al Bola sencillamente “Ignacito”.
Filmamos en su apartamento de la calle 8, en El Vedado, dos sesiones que se alargaron hasta el amanecer. Luis Mariano tenía una memoria descomunal; recordaba conversaciones enteras y hacía los más extraordinarios análisis. Era la memoria viva del mundo de la radio y la televisión; estos medios no contarían su historia completa sin la contribución de Luis Carbonell y, aún así, no se le otorgó el merecido Premio Nacional en esa categoría. Recibió el de Humor y el de Música.
Su muerte marcó el fin de una época signada por el rigor, la profesionalidad a toda prueba y la entrega a los demás. Prejuicios, prohibiciones y porquerías fueron tres “P” que lo apalearon bastante.
Antes del rodaje del documental, lo había visto por primera vez en aquel inolvidable programa de televisión, Álbum de Cuba, en el que desbordaba cubanía la divina Esther Borja y en el cual Luis Mariano era invitado asiduo. Allí podía verse lo mismo a María Cervantes, a Merceditas Valdés, que a María Remolá y a Los Papines, juntos.
Álbum de Cuba era el programa preferido de mi abuela Enriqueta, y Luis Carbonell era como su dios. En los programas en que él no aparecía, mi abuela insultaba a la presentadora desde su lado de la pantalla. Yo era un niño y la acompañaba en ese juego, disfrutando de quienes, años después, se me revelarían clásicos de la cultura cubana: Saumell, Lecuona, Guillén, y géneros como las zarzuelas, la rumba, el bolero…
Una cámara delante era todo lo que necesitaba Luis Carbonell para recordar y aclarar capítulos enteros de nuestra historia cultural. Pero, si grabar a Luis Mariano era una fiesta, más sabroso era provocarlo, rebatir sus frases o escudriñar sus pocos silencios. Se convertía entonces en una explosión verbal en la que podía llegar a imitar y a juzgar duramente a algunas figuras míticas.
Lo más disfrutable durante las grabaciones eran su revelaciones off the record, cuando nos pedía apagar cámaras y micrófonos y tomarnos un café para contarnos la intrahistoria de la farándula cubana, con pelos y señales. Era un conversador delicioso y había vivido mucho, su sentido del humor era muy agudo e inteligente, pero también respetuoso.
En el fondo era un moralista, preocupado por la decencia y la honestidad. Sabía reconocer el esfuerzo personal, el autodidactismo y la valentía. Era un caballero que sufrió los desmanes del Quinquenio gris más allá de los cinco años en que se le enmarca; tiempo suficiente para separarle de aquellos públicos multitudinarios que le exigían autógrafos a la salida de CMQ y que no lo dejaban caminar tranquilo por las calles 23 o Neptuno.
Hay fotos de la época de aquel mulato santiaguero elegante, carismático y seductor; de lenguaje refinado, pero también de lengua dura, cuando hacía falta. Ese fue Luis Mariano y lo será hasta la eternidad: una estrella.
Luis fue un lector insaciable y disciplinado, un estudioso que se actualizaba con regularidad y a quien le gustaba preguntar y juzgar de manera contundente.
Nunca lo convencí de que el reguetón, primo hermano del rap, decía algunas cosas interesantes, como buena parte de la poesía afro que él tanto trabajó. Creo que fue nuestro único desacuerdo. De su conocimiento del espectáculo, el teatro, la música y la literatura salían miles de ideas pocas veces escuchadas. Quizá sus años lejos de la televisión y la radio le enseñaron a distinguir mejor dónde estaban los verdaderos valores de algunos programas y cuáles eran los aciertos y desaciertos de directores, guionistas y asesores de televisión.
Es una lástima que no escribiera sobre esto, pues hacía verdaderos análisis integrales de un programa. Su mirada sobre guión, diseño, musicalización, edición, vestuario y su conocimiento de los temas, lo llevaban a minuciosos desmontajes muy sorprendentes.
Durante los diez años que tuve una columna de crítica de libros en el programa televisivo Sitio del Arte, la noche en que se transmitía el programa Luis Mariano solía llamarme para felicitarme o regañarme, según su evaluación. También a la directora, Julia Mirabal, a quien aconsejaba, felicitaba y regalaba algunos de sus chistes.
Era un televidente muy crítico y respetuoso, capaz de hacer una reseña de 40 minutos por teléfono, detallando todo lo que estuvo bien y mal, cuestionando las razones por las que se dijo esto o aquello, dónde se leyó, en fin…
Sobre sus méritos como declamador no tengo mucho que abundar; era aclamado por ese don dentro y fuera de Cuba. Muy pocos recitadores tuvieron la fama continental de Luis Mariano o fueron aplaudidos en los grandes escenarios de Argentina, Venezuela, Colombia, México y los Estados Unidos.
No era el único, pues a finales de los años 40, cuando debutó en La Habana, otras importantes figuras de la declamación habían triunfado en todo el continente; como la recitadora argentina Berta Singerman, que llegó a hacer varias películas, la simpar santiaguera Eusebia Cosme, quien además protagonizó varias películas —entre ellas hizo dos veces la Mama Dolores de El derecho de nacer— y mantuvo durante años su propio show radial en la CBS. También el cubano que nunca quiso salir de Santa Clara, Severo Bernal Ruiz, era una fuerte competencia en aquellos años. Sin embargo, todos estimularon y admiraron a Luis Carbonell por su estilo inigualable, su cultura y su carisma en el escenario.
Hay un ciclo de ataques contra lo que muchos llaman “banalidad”, una idea o prejuicio que, cada cierto tiempo, se repite para descalificar zonas de la cultura popular cubana. La obra declamatoria de Luis Carbonell también cayó bajo ese rótulo. Lo que resulta de veras banal es el modo en que se pretendió devaluar una obra que reivindicó una importante zona de la poesía afrocubana. Y ese es el apellido que lleva la mayor parte de la poesía que escogió; no vaya nadie a decir que eso no existe, pues es una zona de la cultura y la sociedad cubanas que solo los puristas —y racistas de turno— insisten en negar.
Luis era muy consciente de los textos que declamaba; su proceso de selección y montaje era una verdadera muestra de rigor, cultura y preciosismo. Desde “La negra Fuló” hasta la “Elegía a Jesús Menéndez”, un espectro muy amplio de obras multiplicaron los públicos de Luis Carbonell. Esa variedad lo hizo consciente de que su obra se recepcionaba de varios modos. También lo hizo percibir que existe un concepto amplio de nuestra cultura y sujetos populares.
Música, deporte, bailes, religión, erotismo, política y dolor salían de su voz y de sus gestos, visibilizando un mundo que nace en la caricatura letrada del negrismo que escriben autores blancos de clase media, pasando por el conocimiento de la vida y música del solar habanero, hasta el reconocimiento del racismo y otras marginaciones sociales.
Luis hizo decenas de largos recitales de poesía latinoamericana, cuentos, monólogos, crónicas, estampas (un género vernáculo) y otras modalidades que se mueven en manifestaciones tan diversas como el teatro, la música, la literatura y el periodismo.
En “El triángulo invisible del siglo XX cubano…”, un ensayo que escribí en 2006 para la revista Temas dije que Luis Carbonell era un momento especial de la poesía cubana sin ser él mismo un autor, sino un intérprete, un performer y un divulgador de este género. Pero no me atreví a escribir entonces algo que sí le dije varias veces: que era uno de los precursores en Cuba del spoken word, del rap y el performance.
No muy convencido de tal “acusación”, me acompañó al Simposio de Rap Cubano donde, en 2007 le hicimos un gran homenaje y le declaramos “Abuelo del rap” en Cuba.
Al principio se resistió un poco, pero después se acostumbró a la idea y hasta Cristóbal Díaz Ayala, años después, le confirmó la noticia con que los raperos lo sorprendieron aquella tarde en la Casa de Cultura de Plaza.
El Luis Carbonell que conocí era además el hombre que vi llorar, desconsolado, cuando la artritis no le permitía tocar el piano al mediodía, como le gustaba hacer.
El día que le hice el cuento de mi abuela discutiendo con Esther Borja en el televisor por su ausencia en Álbum de Cuba, se carcajeó de lo lindo y me hizo la pregunta que yo no esperaba: “¿Y tu abuela, dónde está, Zurbano?”. “En el cielo, Luis Mariano”, le respondí. Y compartimos un silencio muy bonito.
Luis era un hombre delicado y resistente, delicado y volcánico, generoso y exigente. Un hombre íntimo, alejado de la soledad por su preciosa familia y sus admiradores. Aún deprimido, seguía siendo amoroso con sus familiares e invitados.
Pocos homenajes sinceros tuvo como aquel en que Osvaldo Doimeadiós recreó su interpretación de “Esa negra Fuló”, o el bello documental Luis Carbonell, después de tanto tiempo, que realizara Ian Padrón. Ambos fueron, según él, “un regalo de Dios”.
Pero Luis Mariano pudo haber dicho más ante otras cámaras y micrófonos de Cuba, enseñarnos más de la música y la poesía negras, de su etapa como pianista acompañante, arreglista, repertorista y escritor, él mismo, de algunos textos valiosos.
Hace algunos años, durante un festival de poesía de La Habana comprobé cómo Luis Mariano aún mantenía una estela de admiradores en Venezuela, Puerto Rico, República Dominicana y México. Algunos de aquellos admiradores le traían como regalo grabaciones y ediciones piratas digitalizadas de sus discos y espectáculos.
“¿Estás mirando? —me decía— “Parezco una estrella de cine”. “Eres una estrella, Luis Mariano”, le respondí yo, pero no era muy cierto que en Cuba tuviera un estrellato como el que muchos deseábamos, debo ser sincero; algo que a él le gustaba mucho más que los falsos elogios. Pero le bastaba saber que era útil, que mucha gente lo amaba y lo llamaban por teléfono el día de su cumpleaños o al llegar del hospital por cualquiera de sus achaques…
Estuvo en su silla de ruedas hasta el final, dejándonos un ejemplar modelo de artista y de hombre dedicado a los demás. Ahora lo recuerdo en un Coloquio sobre Nicolás Guillen, donde olvidó algunos versos de este gran poeta que él tanto había trabajado; pidió volver a decirlo desde el principio. La vergüenza por aquel percance le hizo llorar y un aplauso rotundo no lo dejó marcharse derrotado.
Desde aquella grabación para la película sobre “El Bola”, siempre estuve pendiente de sus presentaciones, y él mismo solía invitarme de vez en cuando. Yo siempre iba, solo por verlo; iba a saludarlo, arrancarle algún chiste nuevo y a besar sus manos.
Era como si le rindiera el homenaje que mi abuela nunca pudo hacerle. Yo tuve el privilegio, muchas veces, de agradecerles, a ella y a él, que ahora estarán juntos, más cerca de mí y del cielo, brillando como las grandes estrellas que son.
Magistral Zurbi lo que sencillamente nos merecemos. La memoria no puede ser derrotada nuestro pecado original.
Así es Luis, digo es porque lo estamos revisitando y disfrutando con el acierto de las Acuarelas. El y su venerada madre, a quien siempre recordaba hasta el llanto emocionado, también lo estarán disfrutando.
Maravilloso lo que has escrito sobre Luis Carbonel. Fue, es y será único como declamador, maestro y persona. Es irrepetible y no debe ser olvidado por la cultura nacional y los cubanos. Unico!!!!