Para mí, como para muchos cubanos, siempre será Melesio Capote, aquel guajiro recio y afable dispuesto por igual a regalar sonrisas que a defender su honor a punta de machete.
Bastaba un desliz, un simple mal entendido, para que toda su bondad de hombre del campo se trocara en bravura. Empuñaba entonces la afilada herramienta asida a su cinto y sembraba pavor en el resto de los personajes.
Pero la sangre nunca llegaba al río. Ya calmado, mostraba nuevamente su jovialidad natural y, abrazando a su infaltable Valeria –la también grande Eloísa Álvarez Guedes– desembuchaba su frase por excelencia: “mi’a pa’ eso, cará”. Detrás, venían las carcajadas.
Gracias a Melesio, Reinaldo Miravalles se coló para siempre en la memoria de Cuba. La suya no era una caricatura del campesino. No hacía reír a golpe de astracanadas ni intentaba trascender denigrando a quienes representaba en la pantalla. No lo necesitaba.
Ya en los años 80 Miravalles exhibía una de las carreras actorales más sólidas del cine de la isla. Filmes como Las doce sillas, El hombre de Maisinicú y Los sobrevivientes lo habían convertido un icono del séptimo arte, y a estos títulos se agregarían otros por muchas razones memorables como Los pájaros tirándole a la escopeta, Alicia en el pueblo de Maravillas y, más recientemente, Esther en alguna parte.
En total, filmó una veintena de películas, entre ellas El misterio Galíndez, del español Gerardo Herrero y Alsino y el Cóndor, del chileno Miguel Littín. En ellas demostró su indiscutible don histriónico, su capacidad para dejar prendados a los espectadores. Pero fue el Melesio de la radio y la televisión cubanas su personaje más popular.
Guardo en mi memoria su expresión de asombro, de desconcierto, cuando no comprendía alguna frase; el rapto repentino de furia cuando imaginaba que se burlaban de él. El suyo no era el personaje de un hombre inteligente, en el sentido más estrecho de la palabra, pero no por ello era menos necesario y agradecido.
Cuando se marchó a vivir en Miami en la década del 90 temí que su imagen se perdiera, que por la desidia de alguien y el paso irreparable del tiempo su nombre desapareciera de la memoria colectiva. Él mismo se encargó de rectificarme. Nunca perdió el vínculo con la isla. Llegó a afirmar más de una vez que dondequiera que viviera Cuba sería siempre su patria y que cuando pudiera volvería.
Pasaron quince años pero cumplió con su palabra. Volvió a trabajar y a reír, a hacer cine, a reencontrarse con sus afectos. La gente lo reconocía y lo aclamaba en la calle. “Aquí hay mucho cariño para mí”, confesaría orgulloso. Quizás por eso también volvió a morir.
Este 31 de octubre estaba en La Habana cuando falleció. Enfermo, pasó sus últimos momentos en la tierra en que abrió sus ojos. Había nacido en la capital cubana en 1923 y en la capital cubana dejó de existir a los 93 años de edad.
Reinaldo Miravalles merece mucho más que una simple nota necrológica. Hoy, cuando en la isla no pocos medios optan por enumerar sus películas y hacer una veloz descripción de su carrera, prefiero recordarlo enfundado en su sombrero, con la mirada noble y la sonrisa diáfana de su guajiro. Quiero creer que toda Cuba, de un lado y otro del estrecho de la Florida, ya no podrá olvidarlo.
Melesio, cará.
Y para mi siempre será Domingo Carmona, cazador de bandidos!!!! EPD querido capitán Carmona
Un fuera de serie, sin duda
Para mi fue un señor amigo,actor y una persona maravillosa era muy buen amigo de Juan Carlos Romero y de Rosento el bailarín mis grandes amigos que ya no están con nosotros pero viven en nuestros corazones hasta siempre amigo
Lo más grande de Miravalles fue cuando en El hombre de Maisinicú, solo con tres o cuatro tomas, le robó el protagonismo a todos, inlcuido Corrieri. Discrepo algo con el autor, pues el personaje de Melesio me pareció estreotipado y caricaturesco. Nadie hoy acepta que se burlen de los gays, o de los de raza distinta de la blanca, pero al guajiro el siguen dando leña, siempre asociado con la brutalidad. Todo en éll fue grande y merece, como dice el autor, mucho más que una nota necrológica, pero ese lugar, con toda seguridad, lo tiene ya en el imaginario popular. Tengo la certeza de que no será olvidado, y que aquel bocadillo: “Alberto Delgado, cará, a dónde tú me querías mandar”, tiene una cuota de inmortalidad tan grande como aquel “Play it, Sam”, de Casablanca.
Y se nos fue lamentablemente sin el Premio Nacional de Cine