Que el jazz tiene un poder extraordinario para elevar el espíritu y superar fronteras de cualquier índole, lo mismo físicas que culturales, es algo que se ha dicho muchas veces. Su coronación constante de la libertad creativa, su capacidad para conectar emocionalmente a personas de las más distintas geografías, su desborde infinito sobre los escenarios en una apoteosis de virtuosismo e improvisación, su facilidad para empastar géneros diversos en un lenguaje único y universal, han sido ponderados una y otra vez por críticos y musicólogos, por los propios músicos y sus aficionados.
Una cosa, sin embargo, es leerlo, y otra bien distinta es comprobarlo en directo, vivirlo en primera persona desde la butaca de un teatro, mientras un puñado de artistas se enlazan espectacularmente encima del tablado, se acoplan con frenesí en torno a una melodía para luego asumir individualmente todo el protagonismo, deshilar el tema central a base de imaginación y talento, ya sea con el piano o el saxo, el bajo o la trompeta, el drum o, incluso, la voz, y por unos maravillosos, eternos minutos, manipular el tiempo a su antojo y hacer levitar a toda la sala por encima de sus cimientos.
Esa magia, que las palabras no alcanzan a transmitir en toda su dimensión, volvió recién a La Habana, durante las jornadas del 37 Festival Internacional Jazz Plaza, un convite musical que los artistas y los amantes del género añoraban como pocas veces y por el que cruzaron los dedos cuando los casos de coronavirus comenzaron a subir nuevamente en Cuba a pocas semanas su comienzo. En 2020, poco antes de la irrupción del coronavirus, la cita había tenido una edición esplendorosa, con una nutrida embajada foránea, principalmente de Estados Unidos, y conciertos fenomenales que dejaron muy alta la varilla, pero un año después la pandemia obligó a cancelar las actuaciones presenciales y, aunque la virtualidad vino a salvar el día, nunca fue igual.
Por eso, sus organizadores apostaron ahora por mantener en lo posible la presencialidad, aunque con lógicas restricciones en las salas y ajustes en el programa, que esta vez se concentró solo en tres teatros habaneros ―el Nacional, el América y el Bertolt Brecht― y renunció a las presentaciones en Santiago de Cuba, que en los últimos años había ganado espacio como subsede del festival. Un aforo del 50 % en los teatros, desinfección de manos en la entrada y el uso obligatorio de la mascarilla, a tono con las regulaciones sanitarias vigentes hoy en la Isla, estuvieron entre las medidas implementadas para propiciar nuevamente el contacto entre los músicos y el público, un intercambio energizante muy demandado ante las heridas y silencios de la pandemia.
Y así fue, aun cuando no siempre las salas alcanzaron la capacidad diseñada, o no siempre se cumplieron al pie de la letra los vacíos previstos entre las butacas. El jazz, el buen jazz, inundó los teatros con su abrazo de sonoridades, de interconexiones lo mismo entre sus vertientes más clásicas y las mixturas latinas y afrocubanas, que con la música de concierto y la popular bailable, y más que una celebración del género germinado hace más de un siglo en Nueva Orleans lo fue de la música toda. Así, el festival habanero volvió a ser, como tantas otras veces, un festejo unificador, totalizador si se quiere, en sintonía con la propia naturaleza integradora del jazz, una expresión de su universalidad gozosa, expansiva, detonadora de los límites y los resquemores.
Difícil, casi imposible, hablar con justicia y detenimiento de todas las presentaciones de la 37 edición del Jazz Plaza, de sus muchos e inspirados momentos especiales, que todos o casi todos lo fueron de una u otra manera, concentrados como estuvieron los conciertos, en tiempo y lugar, y también por su amplitud de protagonistas, porque, aun cuando cada uno tuviera figuras o grupos principales, no fueron pocos los invitados, los músicos y ensembles acompañantes, que nunca lo fueron únicamente, y hasta de algún convidado fuera de programa, desembarcado de repente sobre el escenario luego de mantenerse tras bambalinas. La cita brilló precisamente ―y entre otros aciertos― por esa pluralidad artística, por esa fluida integración de músicos cubanos y foráneos, por esa cofradía musical en que devino cada tema, cada actuación.
De los llegados desde fuera de Cuba, que sortearon los obstáculos y regulaciones por la COVID-19 para poder estar en la capital cubana, habría que resaltar nombres como los del pianista congolés Ray Lema, el saxofonista estadounidenses Donald Harrison, el también norteño Dominic Miller ―por tres décadas guitarrista de Sting―, el pianista holandés Mike del Ferro y el bajista argentino Javier Malossetti, puntas de lanza de una importante comitiva internacional y quienes confirmaron sobre los escenarios el aval que los precedía. También a cubanos residentes fuera del país, pero que nunca han perdido el camino a la Isla, como el trompetista Carlos Sarduy, Yosvany Terry, el pianista Dayramir González y el también pianista Nachito Herrera, conectado al jazz desde la música de concierto, y quien fue protagonista en la apertura y en la clausura del festival, junto a una constelación de músicos, incluida la Orquesta Sinfónica Nacional.
Consagrados como Bobby Carcassés ―padre y motor del festival―, Germán Velazco, Orlando Valle “Maraca”, Joaquín Betancourt, César López y Ernán López-Nussa, dieron muestra, una vez más, de su reconocida maestría, como también lo hizo una más joven pero ya probada hornada de jazzistas, robusto fruto de ese semillero inagotable de músicos que es Cuba, entre los que volvieron a destacar figuras como los pianistas Rolando Luna y Robertico Carcassés, el bajista Gastón Joya, los trompetistas Maikel González y Julito Padrón, el saxofonista Carlos Miyares y el incombustible percusionista Oliver Valdés quien presentó su primer disco, grabado durante la pandemia y nombrado, con todo propósito, Nasobuco.
Mención aparte para conciertos estelares como los de Roberto Fonseca ―a la sazón, director artístico de la cita― y sus invitados, que no detuvo ni siquiera el diluvio que caía entonces sobre La Habana, y que, para beneplácito de todos los que alcanzaron a llegar hasta el teatro, que no fueron pocos, demostró por qué es uno de los jazzistas cubanos más demandados y aplaudidos fuera de la Isla. También para el de Alain Pérez, un todoterreno musical que, luego de tocar con el legendario Paco de Lucía, es hoy uno de los estandartes de la música popular en la Isla y, como tal, puso a bailar a toda la sala, aun en medio de una pandemia y un festival de jazz. Y para el del muy joven Rodrigo García, que saldó con brillantez la osadía de reunir en un mismo concierto a pianistas de distintas generaciones y enorme calidad, desde nombres ilustres como Frank Fernández y José María Vitier hasta noveles como Andy García y Ernesto Oliva, pasando por otros notables músicos cubanos como Manolito Simonet, Alejandro Falcón y los ya mencionados Robertico Carcassés y Rolando Luna.
Con ello, y también mucho más, se consumó la añorada vuelta del Jazz Plaza a los escenarios de La Habana, un retorno aún condicionado por la COVID-19, pero que, incluso así, hizo su parte para restañar los dolores y vacíos de este último y difícil año para la Isla. El jazz, con su energía liberadora, volvió a reunir y a cautivar al público cubano, a ser ese espacio de múltiples confluencias y caminos sanadores para el espíritu, y a mantener vivos el disfrute y la ilusión en medio de tantas oscuridades. El suyo es un poder luminoso, revitalizante, que ahora y siempre deberíamos celebrar.