En 1988 fui asistente de dirección de Pablo Milanés, cuando confiado en su poder de convocatoria, el Ministerio de Cultura le encargó la dirección del Festival de Varadero, para convertirlo en un evento de primera magnitud. Entre los invitados de Pablo estaban dos músicos argentinos, Juan Carlos Baglietto y un joven flaco, de largas greñas y dientes de conejo, que llegaba a Varadero precedido del rotundo éxito alcanzado dos años antes por el disco Giros, una excelente colección de canciones que pasaba de mano en mano entre nuestra juventud, que había descubierto, gracias a él, que en nuestra América existía un rock inteligente y musicalmente poderoso, bien cantado y en español, que no solo no tenía nada que envidiar al mejor rock anglo-sajón, sino que iba a desplazar a aquel en la preferencia de una generación educada en el gusto por La Nueva Trova y la nueva canción hispanoamericana.
Para los que éramos más viejos entonces, Fito Páez era una especie de Bob Dylan con sabor a mate y bandoneón.
Después de aquella vez en Varadero, surgió un amor compartido entre el músico y nosotros, y la carrera del cantante argentino tendría para siempre una parada en Cuba. Ya en 1993 cantó ante cuarenta mil personas en la Plaza de la Revolución. El concierto del pasado 20 de junio en el teatro Karl Marx fue el cierre de la gira en la que Fito Páez celebraba el aniversario 30 de la aparición de aquel mítico fonograma.
Cada visita que ha hecho a La Habana en las últimas dos décadas, le han ido ganando más y más adeptos, pues a juzgar por los asistentes que vi esa noche en el Karl Marx (a mi lado, un joven adolescente, junto a su padre y su abuela) hasta tres generaciones lo han convertido en su ídolo. Cinco mil almas se sintonizaron con la de Fito desde que apareció en escena, y esa bella reacción química no acabó hasta dos horas y media después. Un perceptible flujo de buenas vibraciones creó una atmósfera especial para el disfrute mutuo: El artista dio gracias más de una vez por encontrarse nuevamente en La Habana, y su público le reciprocó con repetidas ovaciones y cantando con él prácticamente todas las canciones del concierto.
Luego de pasar revista a los nueve temas de Giros, motivo principal del encuentro, Fito invitó a la escena a su querido Pablo Milanés para agradecerle públicamente la invitación que le hiciera en 1988 (“…que me salvó la vida…”) para luego entonar juntos Yo vengo a ofrecer mi corazón, ese canto de esperanza que tantas veces coreamos con él, pero también con Mercedes Sosa, Víctor Heredia, Ana Belén y otros tantos. Y así se produjo en el Karl Marx un fenómeno de comunicación que demostraba una vez más el poder de la canción como vínculo unificador. A ello contribuyeron sin dudas la magnífica selección del programa, la calidad del grupo que lo acompaña, el eficaz diseño de luces, pero sobre todo el carisma de Fito, la energía que despliega en escena este rockero-trovador, capaz de conmover igual con un duro y machacante rock, que con una melodía plena de lirismo, y siempre con la poesía en que resume los sueños, frustraciones y alegrías de la juventud de un continente.
Aquí estaba de vuelta nuestro amigo, completamente maduro como músico, como artista y comunicador. Desgranando una tras otra las canciones que aprendimos hace tanto: 11 y 6, Al lado del camino, que dedicó a Pablo Milanés, Gente sin swing, Ciudad de pobres corazones, Rock’n roll, Revolución, más una impactante Tumbas de gloria y muchas otras. Hubo momentos muy emocionantes, como cuando le dedicó Cable a tierra a, según dijo, su hermano Santiago Feliú, quien hizo suya esa canción y la esparció entre nosotros en ese mismo escenario. O al cantar con Carlos Varela Parte del aire, y evocar nuevamente a Santiaguito, su cómplice y anfitrión cada vez que venía a Cuba.
Recordaba Fito cuando en 1989 conoció a unos músicos cubanos en París y quedó impresionado por la genialidad de José Luis Cortés, que a la sazón lideraba el irrepetible formato inicial de NG. Entonces llamó al “genio”, y el público recibió con cariño al Maestro Cortés. Él al piano y El Tosco con su flauta se aventuraron en una improvisación de la célebre Un vestido y un amor (Te ví), con la frescura y espontaneidad de una descarga entre dos viejos amigos. Varias veces Fito dejaba de cantar y animaba al público a que lo hiciera, para él escucharse en miles de voces repetido; y a cada tanto palmeaba rítmicamente, incitándonos a acompañarlo en lo que ya era un concierto coral, que alcanzó en muchos momentos altísima temperatura, como al interpretar Brillante sobre el mic. con la sola iluminación de miles de teléfonos celulares alumbrando desde la sala… A veces parecía que era el final, pero aquello volvía a comenzar, una, dos veces más.
Lo había advertido al principio: “El que tenga que acostar a los críos que se vaya ahora, porque esto va a durar mucho…” Así que al filo de las dos horas y algo de espectáculo -más cinco minutos de aplausos- y cuando pensaba que todo había acabado, se encendieron de nuevo las luces y regresó al escenario vestido de blanco para cantar esta vez con Diana Fuentes El amor después del amor, uno de sus temas más queridos, en lo que parecía el epílogo del concierto. Mas no fue así…
Fito y sus cinco músicos fabulosos solamente habían salido a coger un aire, tomarse un matecito y regresar a complacer aun más a un público que puesto ahora de pie, ya lo había visto correr y brincar por el escenario como hace 30 años, tocar las pailas con respeto y desenfado, mostrando así también su amor por Cuba, lo había visto apachurrar y luego aventar su guitarra eléctrica en el mejor estilo de un dios rockero, para cerrar, ahora sí, esa delirante noche, tan largamente esperada por él y nosotros. Cinco mil voces cantaron con él y para él Y dale alegría a mi corazón. Tras lo cual nos fuimos todos a iluminar la noche, tarareando aun su melodía, para espantar la pena y el dolor, con el corazón alegre, tocado dulcemente por nuestro entrañable amigo Fito Páez. El mismo que un día declaró en canción: “Si no elegimos vivir, yo querría morir en La Habana”
Yo le creo.
Imagino el Karl Marx. Cuando pienso que la invasión de la no-música, de la vulgaridad y la grosería, gana espacios cada vez mayores, el concierto de Fito junto a otros intérpretes del patio, me reconforta y me devuelve la confianza en “que no todo está perdido”, que todavía, muchos, entregan su corazón.
Magnífico concierto!!! cuando le conté a los que no pudieron estar les dije: fue como si el tiempo no hubiera pasado… de no ser porque “a mi el tiempo me puso muchos años”….. Me siento más que afortunada de haber estado ahí, de haber sido parte de los coros…….
Gracias por el artículo.
Magnifico articulo Enriquito… Saludos!