Cuando en 2016 le dediqué mi primer libro impreso ya mi compromiso con la historia de la música cubana le debía muchísimo a su magisterio y su amistad.
No podría precisar con exactitud el momento en que conocí personalmente a Marta Valdés, no recuerdo siquiera la circunstancia —si me llevaron a ella las recomendaciones e intermediación de Leonardo Acosta o de Radamés Giro o si fue mi trabajo profesional en el ámbito del derecho autoral—. Pero sí puedo afirmar que sus canciones han estado en mi memoria desde que los boleros entraron en el espectro de mi información musical, con el fraseo guaposo de Vicentico Valdés, la voz envolvente de Fernando Álvarez o la sensual gravedad de la Burke.
La primera impresión me devolvió una persona de afectos y simpatías iniciales difíciles, pero una vez que lograbas mostrar la sincera validez de tu acercamiento, ya habías entrado en su reino de atención. Era yo en ese momento una intrusa advenediza con el empeño de investigar, estudiar y contar historias de música y músicos cubanos, y aunque venía bien recomendada por mis primeros mentores, seguía siendo eso, con el agravante de que, en ese momento, yo no quería escribir libros —no tenía contactos en las editoriales cubanas, muy marcadas siempre por la verticalidad y demora en las decisiones, y yo tenía premura— sino que me había empeñado en crear algo que no figuraba en su inventario personal de medios donde valdría la pena publicar: un blog.
Su obsesión era la profundidad en los análisis, el rechazo a la anécdota barata o pueril, la búsqueda exhaustiva en orígenes y desarrollos, el estudio del pensamiento musical y la conexión con la realidad como contexto de la creación, entre muchos aspectos a donde apuntaba su mirada escrutadora y profunda. Y por supuesto, la obsesionaba también hallar, salvar, difundir. Lo que nos devuelve su paso por la vida demuestra que fue mucho más que una hacedora de canciones conmovedoras, íntimas y trascendentes.
Su tránsito por la crítica de música desde el periodismo, por la producción musical, la escritura no solo de sus vivencias y recuerdos, sino también de las claves y conclusiones a las que arribaba como pensadora, como intelectual cabal y profunda que era; su agudo accionar como mentora de jóvenes que emergían con talento a la creación e interpretación musical… Todo esto permeó nuestras conversaciones, mis consultas a ella, mis indagaciones, que siempre ella sabía llevar al lugar donde algo debía ser enfatizado, rectificado o desvelado. Marta exigía rigor y no se permitía malgastar lo que no tenía en demasía: el tiempo.
Antes había descubierto su libro Donde vive la música (UNEAC Ediciones Unión La Habana, 2004), una compilación de reseñas, entrevistas, notas a discos, semblanzas y tributos que había escrito en publicado en diversos medios desde los años 60. Una ligera revisión de ese compendio muestra la permanente obsesión de Marta Valdés por registrar y evaluar acontecimientos que para algunos, en su momento, pudieron pasar inadvertidos, pero que para su ojo avizor y su oído atentísimo eran hechos notorios, que merecían su atención y registro.
En 1960, con apenas 26 años Marta tenía, bajo el seudónimo de M. Elevé, su columna de crítica Discos/Show/Éxitos en el periódico Revolución, en la misma década en que comenzó a escribir para La Gaceta de Cuba. Desde entonces también escribió notas a discos publicados durante el liderazgo de su amigo Giraldo Piloto Bea en lo que poco después sería la Egrem.
En esos espacios reflejó el debut de una muchacha llamada Miriam Ramos, el recital de Doris de la Torre y Enriqueta Almanza en el Teatro Amadeo Roldán, o el de Su Majestad, La Burke en Bellas Artes; entrevistar a Antonio Arcaño, al Niño Rivera o a Felito Molina, era tan importante como reseñar el fenómeno de Amado Borcelá, Guapachá, al escribir las notas de su primer álbum.
Supe que era algo poco usual, pues los músicos no solían narrar en letra impresa reflexiones y vivencias propias y ajenas. Algunos de sus textos coincidían con mis intereses investigativos y ahí el apoyo de Marta fue decisivo.
Mucho le debe a ella mi libro El Niño con su tres. Andrés Echevarría Callava, Niño Rivera, dedicado a la vida y legado del gran tresero cubano, que fue su compadre, sellando también de otro modo el vínculo musical de Marta con la generación primigenia del filin.
Fue un privilegio absoluto escuchar en su voz las historias de su amistad con Niño Rivera, Rosendo Ruiz Quevedo, José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, ubicados todos en la primera generación del movimiento del filin, a la que Marta siempre rechazó pertenecer, por la inexactitud de tal pretendida ubicación.
Parecía no gustarle las clasificaciones exactas, cuando le señalaban como el nombre más esplendente de la llamada segunda generación del filin, junto a Frank Domínguez, Meme Solís, Ela O’Farrill. Aun reconociendo puntos de partida ei influencias perceptibles, Marta sobrevoló delimitaciones para ser mucho más, un ser independiente que había sabido crear un mundo expresivo propio, enorme y con claves ignotas en muchos sentidos.
Era una delicia única escuchar de su amistad con René Barrios, quien le abrió puertas a otros conocimientos no menos importantes; conformar, a partir de sus relatos, el recio perfil de Giraldo Piloto Bea, como compositor e intelectual, cuyas acciones en los tiempos de la segunda generación del filin y de la editorial Musicabana, fueron, según Marta, cruciales en muchas de sus decisiones.
Delicia única también recibir de sus manos una foto de Fernando Álvarez con la orquesta de Bebo Valdés, mientras me hablaba de su relación con él y lo mucho que hizo por ella en sus mismos inicios: la foto recoge el momento en que por primera vez un tema suyo se escuchaba en televisión: “No es preciso”, que el gran bolerista santiaguero acababa de incluir en su primer disco producido por Bebo para Guillermo Álvarez Guedes y su sello Gema.
De su voz escuché y aprendí sobre los días de glorias y penas de la editorial Musicabana, a la que confió su obra y no a la entonces norteamericana Peer, apostando por la fuerza de un gremio —los compositores menos renombrados, de menos recursos— que se resistía al expolio de la multinacional.
Cuando lo contaba, la imaginaba caminando las calles de La Habana de finales de los 50 cuando contaba lo feliz que fue al escuchar en una victrola, y en otra, y en otra más allá, que sonaba la inconfundible voz de Vicentico Valdés cantando “Palabras” o “En la imaginación”, y cómo pudo calibrar que ya su música calaba en la gente al ver a aquel hombre junto a la victrola de un bar, emular a Vicentico con el fraseo entrecortado y dolido: “Palabraaas, quisiste con palabras engañarme-e-e-e…”.
Escucharle hablar de Miguelito Cuní con una pasión auténtica fue también un privilegio. Asistir desde su relato a los pormenores de la grabación, la humildad del gran sonero, el entusiasmo exultante de Pablo Milanés y la genialidad de Emiliano Salvador al piano, también.
Siempre deseó Marta que Cuní cantara alguna de sus canciones y el deseo se hizo realidad cuando se unieron las voces de Pablo y el legendario sonero para grabar “Deja que siga sola” y “No hagas caso”, con Emiliano Salvador al piano, registro fijado en el LP Nuestros autores, dedicado a la música de Marta. “Es una de las cosas más grandes que se han hecho con mi música…” —le escuché decir, al hablar de la interpretación de Cuní y Pablo, una entrega que, en su opinión, vestía su música de las esencias más raigales de lo cubano.
Marta retenía la imagen de los años de su juventud, alertando siempre ante sobrevaloraciones e inciertas leyendas de un mundo que a veces se pretende mostrar como idílico.
Cultivaba la memoria y los recuerdos de historias vividas y se empeñaba en compartirlos y esparcir el conocimiento sobre esos músicos notables, coetáneos suyos, hoy olvidados, censurados o preteridos.
Sus silencios sobre ciertos acontecimientos que le tocó vivir tenían el mismo valor que las palabras. Sancionar el olvido no era suficiente para ella: había que hacer para rectificar y sanar.
Quiero pensar que confió en mi pasión por el rescate, pues me conminó a hacer, a seguir haciendo: me instó a ir tras los pasos de Numidia Vaillant, la primera mujer pianista de jazz en Cuba con éxito internacional y a quien le unió una amistad nacida en la música. Abrió ante mis ojos y oídos el pianismo ecléctico de la Vaillant y su sueño parisino hecho realidad; me entregó el archivo que había ido formando gracias a los amigos franceses de la pianista santiaguera y a ella misma, en la fluida correspondencia que mantuvieron durante un tiempo.
Su preocupación por difundir más la obra autoral de Ela O’Farrill, otra amiga para ella entrañable, ocupó largas conversaciones, intercambios de correspondencia que puso a mi disposición y motivó en mí para ir más allá en el estudio de la obra y las peculiares circunstancias que marcaron para siempre la vida de la compositora villaclareña.
Lo mismo hizo con escritores y realizadores audiovisuales motivándolos a que se ocuparan de fijar para la posteridad el legado de varios de sus coetáneos en la música, como si la preservación de la memoria fuera otra las misiones de vida que se dio a sí misma. En ese sentido se mantenía muy activa, asumiendo proyectos de valía a los que fuera convocada y que han dejado huellas imborrables de alto valor analítico y testimonial, del mismo modo que su oído se mantenía en permanente alerta para detectar lo que emergía con talento admirable en la joven escena musical, no solo en Cuba.
Marta florecía con todo eso, y en sus conversaciones contagiaba con la alegría de los logros y los descubrimientos, del mismo modo que las ineficiencias e insensibilidades ajenas le provocaban disgustos monumentales que no se esforzaba en ocultar.
En mi experiencia, su peculiar sentido del humor era paradigmático, del mismo modo que su carácter fuerte, de inapelables decisiones ante certezas para ella indudables. No se aferraba solo al recuerdo del pasado: por el contrario, nada le daba más alegría que el descubrimiento de una voz y una sensibilidad nueva.
Fueron los tiempos en que se iniciaba el siglo XXI cuando identifico mi cercanía a Marta Valdés, que, en disímiles formas continuaba siendo un valor de altísimos quilates en la vida cultural cubana, una suerte de clásico viviente, de consejera mayor inapelable. Son los años en que, Marta Valdés sigue siendo noticia y también asombro: bajo su tutela musical y espiritual dos grandes voces cubanas le homenajean cantando sus canciones en dos extraordinarios discos: Haydeé Milanés con Palabras (Bismusic, 2014) y Gema Corredera, con Feeling Marta ( GC Music, 2015); escribe el enjundioso prólogo al monumental libro La canción en Cuba a cinco voces, hecho realidad gracias a la iniciativa y gestión de Silvio Rodríguez (Ediciones Ojalá, 2015).
La columna que Marta mantuvo en Cubadebate durante años desde 2009 fue trascendente, aunque merecía un mejor repositorio, a su altura intelectual y de apego a la verdad, pero, por fortuna, muchos de esos textos quedaron recogidos en el libro Palabras (Ediciones Unión, 2013). Y más recientemente, las notas que escribiera para el álbum Mujeres con sombrero, un homenaje de Issac Delgado a las canciones de Silvio Rodríguez (Cinquillo/Issac Delgado, 2022).
Son hitos puntuales en que la recuerdo activa y con la asombrosa lucidez que nunca la abandonó, y sobre los que conversábamos de diversos modos: tuvimos un tiempo la costumbre de llamarnos los domingos en la mañana en inacabables tertulias telefónicas.
Desde finales de 2018, la lejanía geográfica impuso una lógica distancia, y también cierto silencio. Sabía muy bien que en Marta Valdés sus silencios podrían tener siempre un significado y llegué a pensar que ella, quizás al tanto de mi trabajo, podría tener objeciones, en su permanente búsqueda de la excelencia.
Marta logró dominar las actuales tecnologías de la comunicación, como instrumento necesario para no desvincularse del mundo que le interesaba, y recuperamos la comunicación. Recuperé la calma ante su voz que suponía enjuiciadora, pues supe que estaba al tanto de mi trabajo y lo valoraba.
Añoraba aquellas conversaciones dominicales sobre música, reemplazadas ahora, felizmente, y a iniciativa de Marta, por el intercambio de audios, en los que a la música ella sumaba otras líneas de reflexión personal; el modo en que apreciaba la disparidad enorme entre el estado de su cuerpo y su mente, su relación con el mundo en que le había tocado vivir estos años y la prisa por decir y hacer, consciente de la cercana e inexorable finitud de su tiempo.
Ya no habrá más audios ni mensajes en mi Whatsapp con la voz de Marta Valdés, pero le agradezco por los que fueron y que atesoro como lecciones y estímulos imprescindibles.
Ella siempre supo que más que elogios, lo que necesitamos quienes vamos tras la verdad y la aspiración a la excelencia en el reflejo de nuestra historia musical, es sentir el constante impulso en la búsqueda del rigor. Como lo hizo ella siempre. Como siempre le agradeceré, más allá de todas las canciones. Por cada una de ellas, por cada una de sus palabras y por el magisterio.