Hay que vivirlo para saber. Hay que sentir el calor abrasador de los cuerpos y el repiqueteo de los pies sobre el asfalto. Hay que aspirar la mezcla de olores que emana de la multitud desaforada. Hay que dejarse arrastrar, reparto tras reparto, con el estómago cocido por el alcohol y la camisa pegada a la espalda sudorosa. Hay que cantar a viva voz lo que todos repiten absortos, alucinados.
La conga santiaguera no tiene paralelo en Cuba. No es chovinismo, es una convicción asentada en años de observación y experiencia. Cierto que pocas, muy pocas veces sucumbí a la tentación de sumergirme –no hallo mejor verbo, créanme– en una conga, pero basta mantenerse en la orilla, contemplar de cerca lo que sucede en sus innumerables torbellinos, para descubrir que en su interior se borran los límites de lo permisible.
Los habitantes de Santiago de Cuba viven orgullosos de su conga, aunque sería mejor decir de sus congas. Sí, porque aunque para el neófito y el visitante puedan parecer la misma, son en verdad varias agrupaciones que defienden a puro goce una identidad rítmica y barrial. Su singularidad se traduce en el toque propio de las campanas y tambores, en el contagioso sonido de la corneta china; incluso, en las pasiones que despiertan.
Así, año tras año son célebres las disputas carnavalescas de Los Hoyos, Paso Franco y el Guayabito, de San Agustín, San Pedrito y Alto Pino. Cada una, a priori, cuenta con sus fanáticos y detractores, pero luego, cuando repican sus cueros y metales, la rivalidad se convierte en populosa admiración y los seguidores de unas y otras se funden en un bloque compacto, desenfrenado, voluptuoso.
Lo mejor de las congas sucede fuera de los carnavales. Su rostro más auténtico no está en los desfiles nocturnos organizados para la ocasión, en los que muestran lo preparado con esfuerzo y talento durante todo el año. Aflora, en realidad, en sus salidas de buenas a primera, en los recorridos sin más convocatoria que el deseo de disfrutar, de liberarse de los demonios. Tal es su verdadero espíritu.
Se trata de una combinación explosiva e indetenible: ganas de bailar con ganas de decir. Solo se necesita una mínima chispa. En cada esquina, en cada reparto, pervive el sustrato necesario para que lo iniciado como un tímido toque remueva la ciudad como un terremoto. La sacudida se materializa entonces en miles de cuerpos y gargantas vibrantes, en una marea humana que puede extenderse por varias cuadras y que solo se detiene cuando ella misma lo decide.
Cada conga que sale es un termómetro; cada estribillo suyo, un mazazo. Esas frases repetidas por un coro multitudinario cargan con más veracidad e inmediatez que un noticiero. Revelan por igual osadía y fiesta, sarcasmo e indignación. Son la voz de la gente, un Twitter colectivo del barrio.
Cualquier hecho puede ser el detonante para un estribillo: una medida del gobierno, la escasez de agua, las visitas del Papa y de Barack Obama, el resultado de la pelota, los nuevos precios de las tiendas y hasta el 1ro de mayo. En algún momento, el coro surge espontáneamente y la muchedumbre se apodera de él. En otros –no pocos– casos, el tema da pie a la salida misma de la conga y nace más de un estribillo para expresar la opinión popular. Dentro de sus fronteras puede decirse prácticamente todo.
Poco después del huracán Sandy, antes de que se organizara completamente la ayuda estatal, una conga recorrió algunos barrios de Santiago. Fue un grito de auxilio ante el trauma vivido, una válvula de escape al dolor y, al mismo tiempo, un reclamo ante la inercia que predominaba como respuesta. No digo que haya sido solo por eso, pero apenas después de su salida comenzó a atenderse con más presteza a la gente, se aplicaron subsidios y rebajas que hasta entonces no se habían anunciado.
Otro ejemplo. Cuando hace algunos años el ofensivo grito de “palestinos” retumbó en el estadio Latinoamericano durante una enconada final de pelota entre Santiago de Cuba e Industriales, la respuesta tomó forma de conga. Una buena noche, tras la victoria de su equipo en La Habana, una multitud de santiagueros salió a celebrar detrás de los tambores. El estribillo, recuerdo bien, más que una manifestación de alegría era un clamor de guerra, un orgulloso desafío condimentado con una mala palabra: “Oye, palestino p…”.
Santiago no puede prescindir de la conga. Es su alma, la expresión de su ser. Si mañana alguien cometiera el error de prohibirlas, no creo que lograra más que levantar contra sí una conga con fuerza de tsunami, y merecer las saetas de los estribillos. No hay defensa contra semejante genio. Y así, entre el ritmo frenético de la percusión y la burla punzante de los coros, pasaría sonoramente al ridículo.
Mi mamá que era de Trinidad me contaba que se podía escuchar en tiempos de Carnaval a las congas bajando por una calle de Trinidad que yo ya no recuerdo el nombre. Decía que al oirla se preparaban para salir a arrollar con la multitud. Me gustaría vivir esto. Gracias por compartir el artículo y mensionar “el sonido de los pies en el asfalto.” Me trajo recuerdos de mi mamá y de sus cuentos de Trinidad.
Genial artículo. Lo dice alguien que no es nativo de esa ciudad y que si sucumbió ante la tentación de arrollar con las congas santiagueras. Un abrazo desde esa ciudad Eric.
Excelente trabajo, solamente alguien que viva en Santiago, puede conocer el significado de una conga, el trasfondo cultural que puede tener y lo buena que es para tratar cualquier problema. Recientem,ente los universitarios santiagueros fuimos participes de una cuando el pasado 26 de octubre salimos a festejar con una de estas la victoria en la ONU..